"Ninguna sociedad
podría vivir durante un período cualquiera sin poseer una economía de cierta
clase. Pero antes de nuestra época no ha existido ninguna economía que
estuviese controlada por los mercados."
"El Hombre no actúa para salvaguardar sus intereses individuales en
la posesión de bienes materiales, sino para salvaguardar su condición social,
su posición social, sus derechos sociales, sus activos sociales. El Hombre
valoriza los bienes materiales en la medida que sirvan a este fin." (Karl Polanyi)
El affaire de los Panamá Papers acaba de reposicionar
a la cuestión de la corrupción en el centro de los debates y en las portadas de los
periódicos de todo el mundo, con excepción de los de mayor tirada en nuestro
país.
En los últimos años, debe
reconocérselo, el tema de la corrupción pública y privada ha resonado
fuertemente en países tales como Estados Unidos, Rusia, Francia, España,
Italia, Alemania, China, Inglaterra y Suiza, por mencionar solamente algunos. Y
nunca ha dejado de ser un ordenador de la política –interna y externa- en
regiones tales como Asia, África y América Latina, con las honrosas excepciones
que confirman la regla.
El consorcio periodístico
internacional convocado a completar y administrar con pudoroso esmero y evidente
selectividad los miles y miles de datos
colectados, han logrado un efecto quizás no deseado.
Que implica poner en cuestión la
definitiva gravitación de la corrupción como forma de hacer política, pero
también de convertirse en un fabuloso instrumento revelador de las verdaderas formas que asume el poder en un capitalismo predatorio financiero
y postindustrial, e, incluso, de debilitar gobiernos díscolos invocando el
mismo recurso mundializado de la falta de transparencia. Tres aspectos que es
menester analizar.
Respecto del primero de los
puntos enunciados, pareciera a esta altura que corrupción y construcción
política van de la mano, de manera indivisible, en las democracias delegativas
occidentales, pertenezcan éstas al
selecto club del primer mundo o a los estados nacionales piadosamente
denominados “en vías de desarrollo”.
Es bueno, a esta altura,
preguntarse por qué. Las respuestas no son sencillas. La ortodoxia marxista
optaría por asimilar la corrupción al sistema capitalista. Pero este
razonamiento dejaría afuera del análisis los múltiples casos de corrupción
detectados en los socialismos reales, a lo largo de décadas.
Prescindiendo de una mirada
kantiana, de la que abreva la moral burguesa
coloquial y dominante, en términos de un deber ser hipotético, hay algunas reflexiones que hacer en torno a
este tema.
La primera de ellas, es que es
perfectamente posible construir políticas populares, progresistas y
profundamente transformadoras, sin apelar a las consabidas prácticas que
embarran las conquistas emancipatorias logradas a costa de duras experiencias
autonómicas. Parece claro, a esta altura de la historia, que la corrupción
precipita las derrotas morales que el imperio busca asestar a todo tipo de
proyecto político alternativo, inmediatamente a continuación de haber logrado desbaratar el entramado de
derechos sociales, civiles y políticos alcanzados por los populismos. A la derrota
política, le suceden retrocesos económicas, geopolíticas, culturales y
“morales”. En ese tramo se encuentran muchos países de América Latina. Las
grandes cadenas comunicacionales buscaron
homologar en la conciencia colectiva a la política con hechos policiales
o judiciales. Y lo lograron, finalmente.
Consiguieron asociar, además, en
una percepción que permea la conciencia de las sociedades de estos países, que la corrupción es una pandemia sistémica,
fatalmente asociada a las experiencias populistas. No existiría, de tal suerte,
diferencia sino pura analogía entre las corruptelas estatales y la “fiesta” de
la profunda e inédita profundización de la inversión social. Todo es parte de
una orgía de derroche de fondos públicos que las almas esbeltas y racionales de
la derecha brutal deben ahora corregir. Lo que se ha popularizado, en la jerga
conservadora, como la “pesada herencia”.
Menuda tarea para las
experiencias emancipatorias que se intenten en el futuro, en términos de
remontar esta derrota cultural (y moral). Muy difícil, aunque no imposible.
Para eso es necesario completar
las tareas inconclusas, que son tareas revolucionarias.
Sólo un programa revolucionario, que transforme
al campo popular en la vanguardia de una definitiva liberación nacional
y social, pondrá a los pueblos a cubierto de este nuevo caballo de Troya. Si
esto no ocurriera, sobrevendrían fatalmente infinidad de reiteradas frustraciones
colectivas. Poder (concebido en clave
burguesa) y dinero son las claves
para entender el fango de la corrupción política, aunque no necesariamente
pública. Dicho en otros términos, el dinero como factor asegurativo del
mantenimiento y la reproducción y ampliación del poder.
Luego, el escándalo de Panamá da
cuenta de las lógicas y prácticas del capitalismo financiero global. Un sistema
predatorio de control social y dominación del que participan, transgrediendo
descontroladamente las propias reglas impuestas por el sistema jurídico
(capitalista) mundial, instituciones y personajes públicos y privados. La corrupción,
vista en este contexto, no es una anomalía, ni un hecho policial, sino una nueva forma de acumulación de capital.
Sin límites ni reglas. Eso diferencia a Jaime de Macri, y a un empresario inescrupuloso de un gobierno neoliberal. No da todo lo mismo y hay diferencias
conceptuales profundas entre esas conductas, por más que la prensa afín al
gobierno quiera asimilarlas a toda costa. El neoliberalismo es un sistema
completo. Un imperio destinado a reproducir las relaciones de explotación de la
humanidad. Va de suyo que eso incluye a lúmpenes.
Lúmpenes burgueses. Muchos de los cuales ocupan importantes cargos en el
gobierno argentino. Y también recluta marginales que no participan de un
sistema de control global. Entendamos esto. Para sacarlo del contexto actual y
evitar las posturas binarias e irreductibles, pongamos un ejemplo elocuente de
nuestra historia reciente. El contrabando de armas a Croacia, durante el
gobierno de Menem, fue un hecho de corrupción indudable. Pero además, esas 6500
toneladas de armamento influyeron decisivamente para garantizar el resultado de
la guerra. Por supuesto, inclinándola para el lado que EEUU y la OTAN lo
demandaban, porque era imposible soportar una experiencia socialista
autogestionaria en medio de Europa. Y así estalló en pedazos la experiencia titista. Algo difícil de lograr por el
dueño de una cueva financiera porteña.
Pero esa guerra –la de los
Balcanes, decimos- marcó la asunción de un nuevo rol de la mayor alianza
militar de la historia. No fue un hecho menor, sino que fue la instancia
histórica de reconfiguración estratégica del sistema de control global punitivo
del capitalismo mundial.
Por supuesto que, también en ese
caso, el objetivo fue debilitar un gobierno díscolo (aunque también errático)
invocando, como ocurre ha venido ocurriendo hasta la fecha en cada un de las
intervenciones imperiales, valores tales como la transparencia, la democracia y
la libertad. En todos los casos es necesario contar con una prensa hegemónica complaciente
que, ni en aquel momento mencionó a Otpor como mascarón de proa de la caída de
Milosevic, ni menciona ahora las múltiples estrategias de golpes blandos
utilizadas por el imperio, entre las cuales la corrupción integra el menú
predilecto de los prejuicios pequeño burgueses.
La destrucción
de los judíos europeos en 1933-45 no tuvo lugar como resultado de los actos de
un único hombre que actuará por sí solo. Ninguna persona es omnipotente en este
sentido directo. Al contrario, el poder, incluso el poder de destruir a
individuos, surge a través del control de las organizaciones sociales en las
cuales participan numerosos individuales. Entre estas organizaciones están el
partido político, la burocracia administrativa, y la policía y las ramas
militares del gobierno.
Lo que suelda cada una de
estas unidades en una fuerza monolítica capaz de ejecutar las directivas
emitidas de “arriba” es la obediencia pronosticable de los participantes. La
obediencia vincula los individuos a los sistemas de autoridad, y así vincula la
acción individual a la intención política.
Y es al fenómeno de la obediencia que varios comentadores
han dirigido su atención, buscando explicar el holocausto nazi. Miles de
alemanes comunes, notan, participaron en el trabajo del diablo, y muchos de
ellos lo hicieron por un sentido apremiante del deber. La propensión a obedecer
a la autoridad sin límites ni preguntas, afirma William Shirer, es la falla
caracterológica básica del pueblo alemán, y es la principal responsable de la
complicidad de grandes números de ellos en el terror de Auschwitz y Belsen.
C.P. Snow afirma que se han cometido los crímenes más horribles en nombre de la
obediencia, más que por cualquier otra causa o ideología.
La exterminación nazi de los judíos europeos es la
instancia más extrema de la perpetración de actos inmorales aborrecibles por
miles de personas en nombre de la obediencia. Es el caso más extremo por: 1) el
número de víctimas involucradas; 2) el status de no-combatientes de las
víctimas; 3) la inclusión de mujeres, niños y ancianos en la matanza; 4) la
naturaleza inocente de las víctimas conforme a cualquier norma aceptada por la
justicia; 5) la naturaleza prolongada y calculada del programa: no fue una
masacre impulsiva, sino un programa sólidamente concebido, que requirió una
organización y el empleo de muchas personas inteligentes, provistas de
habilidades técnicas y administrativas, y 6) el nivel generalizado de brutalidad
y de insensibilidad demostrado hacia las víctimas.
Sin embargo, en menor grado, este tipo de cosa ocurre
constantemente: los ciudadanos comunes son mandados a destruir a otra gente, y
lo hacen porque lo consideran su deber obedecer a las ordenes. De esta manera,
la obediencia a la autoridad, una característica tradicionalmente alabada como
virtud, toma un aspecto nuevo cuando sirve una causa malévola: lejos de quedar
como virtud, es transformada en un pecado atroz. ¿O no?
La cuestión moral de obedecer
o no cuando las órdenes chocan con la conciencia, fue discutida por Platón,
dramatizado en Antígona, y tratado por análisis filosófico en cada época
histórica. Los filósofos conservadores sostienen que la desobediencia amenaza
al mismo edificio de la sociedad, y que inclusive cuando el acto prescripto por
una autoridad es malo, es mejor ejecutar la orden que quebrar a la estructura
de la autoridad. Hobbs afirmó más: que un acto así ejecutado no es de ninguna
manera la responsabilidad de la persona que lo ejecuta, sino solamente de la
autoridad que la ordena. Pero los humanistas sostienen la primacía de la
conciencia individual en tales cuestiones, insistiendo que los juicios morales
del individuo deben supeditar a la autoridad cuando los dos están en conflictos.
Los aspectos legales y filosóficos de la obediencia
importan enormemente, pero un científico empírico llega al punto eventualmente
de querer pasar del reino del discurso abstracto a la observación cuidadosa
circunstancias concretas. Para poder estudiar más de cerca el acto de obedecer,
instaló un experimento sencillo en la Universidad de Yale. Eventualmente, el
experimento involucró más de mil participantes y fue repartido en varias
universidades, pero al principio, la concepción era sencilla.
Una persona viene a un
laboratorio de psicología y le dicen que ejecute una serie de actos que entran
cada vez más en conflicto con su conciencia. La pregunta principal es, ¿hasta
dónde el participante cumplirá con las instrucciones del experimentados antes de
negarse a ejecutar las acciones que se le exigen?
Pero el lector necesita saber algún detalle más acerca del
experimento. En esta situación dos personas vienen al laboratorio de psicología
para participar en un estudio de memoria y aprendizaje. Uno de ellos está
designado como “maestro” y el otro como “alumno”. El experimentado explica que
el estudio se trata de los efectos del “refuerzo negativo”, sobre el
aprendizaje. Al “alumno” se lo llevan dentro a un cuarto, lo sientan en un
sillón, se le sujetan los brazos para evitar el movimiento excesivo, y se le
fija un electrodo a la muñeca. Se le dice que debe aprender una lista de pares
de palabras, cada vez que comete un error recibe un “refuerzo negativo”. La
cualidad civilizada del lenguaje enmascara el hecho sencillo de que el hombre
va a recibir unos choques eléctricos dolorosos. El foco verdadero del
experimento es el “maestro”. Después de observar mientras el “alumno” lo atan
al sillón, ése es llevado al cuarto de experimentos principal y lo sientan delante
de un generador de choques impresionante. Lo más notable de este aparato es una
línea horizontal de treinta llaves que varían desde 15 voltios hasta 450
voltios, con incrementos de 15 voltios.
Hay también títulos que varían
desde “choque leve” hasta “peligro choque severo”. Al “maestro” se le dice que
debe administrar el test de aprendizaje al hombre que está en el otro cuarto,
leyendo la primera palabra de cada conjunto de pares de palabras.
Cuando el alumno responde correctamente con la segunda palabra del par,
el maestro sigue con el próximo ítem, cuando el otro hombre da una respuesta
incorrecta, el maestro le debe dar un choque eléctrico. Debe empezar el nivel más bajo de choques (15
voltios) y aumentar el nivel cada vez que el hombre comete un error, pasando
por 30 voltios, 45 voltios y así sucesivamente.
El “maestro” es un sujeto verdaderamente ingenuo que ha
venido al laboratorio para participar de un experimento. El alumno, o víctima,
es un actor que en realidad no recibe ningún choque. El objetivo del
experimento es simplemente averiguar ¿hasta dónde procederá una persona en una
situación concreta y mensurable en la cual le ordenan que infringe cada vez más
dolor a una víctima al experimentador?
El conflicto surge cuando el hombre que recibe el choque
empieza a indicar que experimenta desagrado. Hasta el choque de 75 voltios no
hay respuesta de protesta; a los 75 voltios, el alumno gruñe. A los 120
voltios, se queja verbalmente, a los 150 exige que lo saquen del experimento.
Sus protestas continúan a medida que los choques se elevan, llegando a ser cada
vez más intensivas y emocionales. A los 285 voltios su respuesta puede
describirse únicamente como un grito de agonía.
Los observadores concuerdan que la cualidad angustiosa del
experimento se oscurece bastante en las palabras escritas. Para el sujeto, la
situación no es un juego; el conflicto es intenso y manifiesto. Por un lado, el
sufrimiento patente del alumno lo presiona para que desista. Por otro lado, el
experimentador, una autoridad legítima con quien el sujeto se siente algo
comprometido, le ordena que siga. Cada vez que el maestro vacila en administrar
un choque, el experimentador aplica, sucesivamente, cuatro estímulos verbales:
“Siga, por favor”; “El experimento requiere que usted siga”; “Es absolutamente
necesario que usted siga”, o finalmente, “Usted no tiene otra alternativa que
seguir”.
Para desprenderse de la situación, el sujeto debe hacer una
rotura clara con la autoridad. El objetivo de esta investigación era encontrar
cuándo y cómo la gente desafiaría a la autoridad frente a un imperativo moral
claro.
Es verdad que entre ejecutar las órdenes de un oficial
superior en tiempo de guerra y ejecutar las órdenes de un experimentador, hay
diferencias enormes. Sin embargo queda la esencia de una determinada relación,
porque uno puede preguntar de modo general: ¿Cómo se comporta un hombre cuando
le dice una autoridad legítima que actúe en contra de un tercer individuo? En
todo caso, podríamos postular que el poder del experimentador sería bastante
menor que el del general, dado que ese no tiene ningún poder para reforzar sus
imperativos, y porque la participación en un experimento psicológico
ciertamente no evoca el sentimiento de urgencia y de dedicación que se engendra
en la guerra. A pesar de estas limitaciones, pensé que sería valioso empezar
una observación cuidadosa de la obediencia en esta situación modesta, a la
espera de que estimulara algunos “insights” y rindiera unas proposiciones
generales que se pudiera aplicar a una variedad de circunstancias.
La reacción inicial de
un lector a este experimento podría ser: ¿Para qué se molestaría una persona
cuerda en administrar los primeros choques? ¿Por qué no se pararía simplemente,
para luego salir caminando del laboratorio? Pero el hecho es que nadie jamás lo
hace. Como el sujeto ha venido al laboratorio para ayudar al experimentador,
está muy dispuesto a iniciar el procedimiento. Esto no es nada
extraordinario, especialmente porque la persona que va a recibir los choques
parece ser cooperativo inicialmente, aunque algo nervioso. Lo que sorprende es
hasta dónde llegarán los individuos normales para cumplir con las instrucciones
del experimentador. Verdaderamente, los resultados del experimento fueron a la
vez sorprendentes y desalentadores. A pesar de que muchos sujetos experimentan
stress, a pesar de que muchos de ellos le protestan al experimentador, una
proporción considerable sigue hasta el último choque del generador.
Muchos sujetos obedecerán al experimentador por más
vehementes o insistentes que sean las demandas de la persona choqueada, por más
dolorosos que le sean los choques, y por más que ruegue, grite o implore que lo
suelten. Esto se vio repetidamente en nuestros estudios y ha sido observado en
varias universidades donde se ha repetido el experimento. Es esta complacencia
extrema de los adultos para hacer casi cualquier cosa bajo órdenes de una
autoridad que constituye el hallazgo principal del estudio, y es el hecho que
demanda más urgentemente una explicación.
Una explicación ofrecida comúnmente es que los que
choquearon a la víctima en el nivel más severo eran monstruos, el margen sádico
de la sociedad. Pero si uno considera que casi dos tercios de los participantes
están en la categoría de sujetos “obedientes” y que representan a la gente
común de las clases trabajadoras administrativas y profesionales, entonces el
argumento se torna muy difícil. Por cierto, recuerda mucho la polémica que
surgió a raíz del libro Hannah Arendt Eichmann in Jerusalem. Arendt mantuvo que
el esfuerzo de parte del acusador para pintarlo a Eichmann como monstruo sádico
era fundamentalmente equívoco, que éste se aproxima más a un burócrata sin
imaginación que simplemente se sentaba en su escritorio y hacía su tarea.
Por adelantar estas ideas, Arendt llegó a ser objeto de
bastante desdén, e incluso de difamación. De alguna manera, se consideraba que
los actos monstruosos ejecutados por Eichmann exigía una personalidad brutal,
perversa y sádica, el mal personificado. Después de ver cómo cientos de
personas comunes se someten a la autoridad en nuestros propios experimentos,
debo llegar a la conclusión de que la idea de Arendt de la trivialidad del
mal se acerca más a la verdad de lo que uno se atreve a imaginarse. La
persona común que le aplicó los choques a la víctima lo hizo por un sentimiento
de obligación, una concepción de sus deberes como sujeto, y no por tendencias
especialmente agresivas.
Esta es, quizás, la lección más fundamental de nuestro
estudio: que la gente común, simplemente haciendo sus tareas y sin ninguna
hostilidad especial de su parte, puede llegar a ser agente de un proceso
destructivo terrible. Además, aún cuando los efectos destructivos de su trabajo
se les hacen patentes, y se les pide ejecutar acciones que son incompatibles con
las pautas fundamentales de la moral, entonces son relativamente pocas las
personas que tienen los recursos necesarios para resistir a la autoridad. Entra
en juego una gama mayor de inhibiciones en contra de desobedecer a la
autoridad, las cuales consiguen mantener a la persona en su lugar.
Sentados cómodamente en
nuestros sillones, nos resulta fácil condenar las acciones de los sujetos
obedientes. El que condena a los sujetos los compara con su propia capacidad
para formular dictámenes morales ideales. Pero esta comparación es injusta.
Muchos sujetos, en el nivel de la opinión declarada, están tan convencidos que
cualquiera de nosotros del dictamen moral de no acción contra una víctima
indefensa. Ellos también saben, en términos generales, lo que se debe hacer, y
pueden declarar sus valores cuando surge la ocasión. Tiene poco y nada que ver
con el verdadero comportamiento bajo la presión de las circunstancias.
Si se le pide a una persona su juicio moral acerca del
comportamiento adecuado en esta situación, verá siempre la necesidad de
desobedecer. Pero no son los valores las únicas fuerzas que entran en juego en
la situación real. No son más que una banda estrecha de causas en todo el
espectro de las fuerzas que se ejercen sobre una persona. Muchas personas son
incapaces de realizar sus valores en acciones y se encuentran en la posición de
seguir con el experimento aunque protesten sobre lo que están haciendo.
La fuerza causal que ejerce el sentido moral del individuo
es menos efectiva que lo que nos hiciera el mito social.
Aunque tales prescripciones
como “no matarás” ocupan un lugar preeminente en el orden moral, no ocupan una
posición firme correspondiente en la estructura psíquica humana. Algunos
cambios en los titulares de los diarios, un llamado a la conscripción, las
órdenes de un hombre con charreteras, llevan fácilmente a que los hombres
maten. Incluso las fuerzas reunidas en un experimento de psicología irán lejos
en el proceso de apartar al individuo de los controles morales. Se puede poner
de lado los factores morales con bastante facilidad a través de una
reestructuración calcada del campo informacional y social.
¿Qué entonces, hace que la persona siga obedeciendo al
experimentador? La respuesta consta de dos partes. Primero, hay un conjunto de
“factores de enlazamiento” que encierra al sujeto en la situación. Incluyen
factores tales como cortesía de su parte, su deseo de mantener su promesa
inicial de ayudar al experimentador, y la dificultad implicada en retirarse.
Segundo, ocurren una cantidad de reajustes en el pensamiento del sujeto que
sabotean su resolución de romper con la autoridad. Los reajustes ayudan al
sujeto a mantener su relación con el experimentador y a la vez reducen el
stress que se debe al conflicto experimental.
Estos reajustes son típicos del pensamiento que surge en
las personas obedientes cuando una autoridad les instruyó que actúen en contra
de individuos indefensos.
Uno de los mecanismos
es la tendencia del individuo a quedarse tan absorto en la mera ejecución
técnica de la tarea que pierde de vista las consecuencias más amplias de su
acción. La película “Dr. Strangelone” satiriza brillantemente la absorción de
los tripulantes de un avión de bombardeo en el procedimiento técnico preciso y
exigente para bombardear un país con armas atómicas. Análogamente, en este
experimento, los sujetos queda inmersos en el aparato, leyendo los pares de
palabras con una dicción exquisita y apretando las llaves con gran cuidado.
Quieren producir una ejecución competente, pero muestran una preocupación moral
correspondientemente más estrecha. El técnico es la persona que tiene la
competencia y la habilidad necesarias para ejecutar exitosamente una acción,
pero que no se preocupa por las consecuencias humanas más amplias.
Análogamente, el sujeto asigna las tareas más amplias de fijar metas y evaluar
la moralidad, a la autoridad experimental que sirve.
El reajuste de pensamiento más común en el sujeto obediente
es simplemente percibirse como no-responsable de sus acciones. Se deshace de la
responsabilidad en cuanto atribuye toda iniciativa al experimentador, a una
autoridad legítima. No se percibe como una persona que actúa de manera
moralmente responsable, sino como el agente de una autoridad externa. En la
entrevista post-experimental, cuando se les pregunta por qué siguieron, los
sujetos responden típicamente: “no lo hubiera hecho por mi cuenta. Yo hacía
simplemente lo que me dijeron que hiciera”.
Incapaces de desafiar la
autoridad del experimentador, le atribuyen a él toda la responsabilidad. Es la
vieja historia de “simplemente hacía mi deber” que se escuchó repetidamente en
la declaración de defensa en Nuremberg. Pero sería una equivocación
considerarla una disculpa formulada para la ocasión. Al contrario, es el modo
de pensar fundamental de una gran cantidad de gente, una vez que esté encerrada
en una posición subordinada en una estructura de autoridad. La desaparición de
un sentido de responsabilidad es la consecuencia de más alcance del
sometimiento a un sistema de autoridad.
Las personas que están debajo de una autoridad ejecutan
acciones que parecen violar las pautas de conciencia, pero no sería verdad
declarar que el sentido moral ha verdaderamente desaparecido. En vez, adquiere
un foco radicalmente diferente. Una vez que ha entrado en un sistema de
autoridad, la persona no responde con un sentido moral a las acciones que
ejecuta. Al contrario, su preocupación moral se cambia ahora para una
consideración por cuanto satisface las expectativas que tiene de él la
autoridad. En época de guerra, un soldado no se pregunta si es bueno o malo
bombardear un pueblito; no experimenta ni vergüenza ni culpa cuando destruye
una aldea; en cambio, siente orgullo o vergüenza en función del grado de
eficacidad de su ejecución de la misión que le fue asignada.
Otra fuerza psicológica
que actúa en esta situación puede llamarse “contra-antropomorfismo”. Desde hace
unas décadas, los psicólogos han tratado la tendencia primitiva entre los
hombres a atribuir las cualidades de la especie humana a los objetos y fuerzas
inanimadas. Una tendencia contravalente, sin embargo, es la de atribuir una
cualidad impersonal a las fuerzas que son esencialmente humanas en su origen y
su conservación. Algunos individuos tratan a los sistemas de origen humano como
si existieran arriba y más allá de cualquier agente humano, más allá del
control del capricho o del sentimiento humano. Se niega el elemento humano
detrás de las agencias e instituciones. Entonces, cuando el experimentador
dice: “El experimento requiere que usted siga”, el sujeto siente un imperativo
que pasa más allá del deseo humano. No hace la pregunta que parecería ser tan
obvia:“¿De quién es el experimento?”
¿Por qué se debe servir al diseñador mientras sufre la víctima’
Los deseos de un hombre –el
diseñador del experimento- llegan a incorporarse en un esquema que ejerce una
fuerza sobre la mente del sujeto que trasciende lo personal. “Debe seguir. Debe
seguir”, se repite uno de los sujetos. No se da cuenta que es un hombre tal
como él quien quiere que siga. Para él agente humano se ha borrado del cuadro y
“El Experimento” adquiere un ímpetu propio.
El contexto domina a la significación. Ninguna
acción tiene por sí sola una cualidad psicológica inalterable. La significación
de cualquier acto puede alterarse al colocarlo en el contexto apropiado. Un
diario norteamericano citó recientemente a un piloto quien concedió que los
norteamericanos estaban bombardeando a los hombres, mujeres y niños vietnamitas
pero quien sentía que el bombardeo era por una “causa noble y que de esta
manera se justificaba. Análogamente, la mayoría de los sujetos del experimento
ven a su comportamiento dentro de un contexto más grande que es benévolo, y
útil a ña sociedad, o sea, la búsqueda de verdad científica. A través de su
articulación con la sociedad más grande, el laboratorio psicológico tiene un
fuerte título la legitimación, y evoca la fe y la confianza de los que viven
allí para actuar. Una acción, tal como choquear a una víctima que aisladamente
parece maligno, adquiere una significación totalmente diferente cuando se lo
coloca en este marco. Pero permitir que un acto sea dominado por el contexto,
sin considerar debidamente las cualidades esenciales del acto que uno esté
ejecutando, puede ser peligroso en extremo.
Finalmente, un rasgo esencial de la situación en Alemania
no se estudió aquí, eso es, la intensa desvalorización de la víctima antes de
la acción en contra de ella. Durante más de una década, una propaganda
antisemita violenta preparó sistemáticamente a la población alemana para que
aceptara la destrucción de los judíos. Paso por paso, los judíos fueron
excluidos de la categoría de ciudadano nacional, y finalmente se les negó el
status de seres humanos. La desvalorización sistemática de la víctima provee en
alguna medida una justificación psicológica para el trato brutal de la víctima,
y esa ha sido el acompañamiento constante de las masacres, programas y guerras.
Con toda seguridad, nuestros sujetos hubieran experimentado mayor facilidad en
choquear a la víctima si ésta hubiera sido representada como vil criminal,
perverso.
Es bastante interesante, sin embargo, el hecho de que
muchos sujetos desvalorizan duramente a la víctima como consecuencia de
haber actuado en contra de la víctima. Comentarios tales como: “Era tan estúpido
y cabeza dura que mereció ser choqueado”, fueron comunes. Una vez que habían
actuado en contra de la víctima muchas personas aparentemente tenían necesidad
de considerarla un individuo indigno, cuyo castigo fue inevitable a razón de
sus propias deficiencias de intelecto y de carácter.
Muchas personas que
fueron estudiadas en el experimento estaban, en algún sentido, en contra de lo
que le hacían al “alumno” y muchos protestaban incluso mientras obedecían. Pero
entre los pensamientos, las palabras y el paso crítico de desobedecer a
una autoridad malévola, se interpone otro ingrediente, esto es, la capacidad
para transformar a las creencias y valores en una acción. Algunos sujetos
estaban totalmente convencidos de la maldad de lo que hacían, pero no podían llegar
a una rotura abierta con la autoridad. Algunos estaban satisfechos con sus
pensamientos y sintieron que, por lo menos dentro suyo, habían estado del lado
de los ángeles. Lo de que no se dieron cuenta es que los sentimientos
subjetivos son mayormente irrelevantes mientras no se transformen en acción. El
control político se efectúa a través de la acción. Las actitudes de los
guardias en un campo de concentración no tiene ninguna consecuencia cuando de
hecho están permitiendo la matanza de personas inocentes delante de ellos.
Análogamente, la llamada “resistencia intelectual” en Europa ocupada –en la
cual personas por un giro de pensamiento sintieron que habían desafiado al
invasor- era meramente entregarse a un mecanismo psicológico consolador. Las tiranías
se perpetúan por hombres tímidos que no poseen el coraje para actuar de acuerdo
con sus creencias. Reiteradas veces en el experimento, la gente desvalorizaba
lo que hacía pero no podía juntar los recursos internos para traducir sus
valores en acción.
Otra situación experimental representa a un dilema que es
más común que la que expusimos anteriormente: en esta condición hay tres
“maestros” delante del generador de choques que le dan choques a la víctima que
protesta. Dos de los “maestros” son aliados del experimentador. El sujeto
ingenuo no llega a apretar el gatillo que manda el choque a la víctima; ejecuta
el acto subsidiario de cerrar una llave maestra antes de que uno de los demás
entrega el choque. En esta situación, treinta y siete de cuarenta adultos de la
zona de New Haven siguieron hasta el nivel de choque más alto del generador.
Tal como habíamos pronosticado, los sujetos disculparon su procedimiento
diciendo que la responsabilidad era del hombre que realmente apretaba el
gatillo. Esto ilustraría una situación peligrosamente típica en la sociedad
compleja: es psicológicamente fácil desconocer la responsabilidad cuando uno
está involucrado en una cadena de acción malévola, pero al mismo tiempo está
lejos de las consecuencias finales de la acción. Aun Eichmann se sintió enfermo
cuando visitó los campos de concentración, pero para participar en el homicidio
en masa no tenía que hacer nada más que sentarse en un escritorio y manipular
papeles. Al mismo tiempo el hombre en el campo que tiraba el Cyclon-B a las
cámaras de gas puede justificar su comportamiento con la razón de que
está solamente cumpliendo las órdenes de arriba. De esta manera, hay una
fragmentación del acto humano total; ningún hombre solo decide llevar a cabo el
acto malévolo y es enfrentado con sus consecuencias.
Quizás sea ésta la
característica más común de la maldad socialmente organizada en la sociedad
moderna.
El problema de la
obediencia, entonces, no es enteramente psicológico. El tipo y la forma de la
sociedad y la manera de que se está desarrollando tienen mucho que ver con
ello. Hubo una época, quizás, cuando los hombres podían dar una respuesta
plenamente humana a cualquier situación, porque estaban plenamente absorbidos
en ella como seres humanos. Pero en cuanto hubo una división del trabajo
entre los hombres, las cosas cambiaron. Mas allá de un determinado punto, la
fragmentación de la sociedad en personas que cumplen tareas limitadas y muy
especiales quita parte de la cualidad humana del trabajo y de la vida. Una
persona no tiene la posibilidad de ver la situación entera, sino que conoce
sólo una pequeña parte de ella, y por esto, no le es posible actuar sin alguna
especie de dirección global. Sin embargo, para las elecciones morales
importantes, creo, el individuo debe insistir en reservarse el derecho final de
decisión.
Por supuesto, el ejército es un área donde se espera la
obediencia. Sin embargo, hay cada vez más índices de que la obediencia no puede
ser la regla suprema de la vida. Hay dos ejércitos en el mundo en los cuales un
soldado tiene la obligación legal de desobedecer a las órdenes inmorales. Son
los ejércitos de Alemania Occidental y de Israel. Quizás los judíos y los
alemanes, más que nadie, han tenido la oportunidad de aprender que los hombres
están perdidos si actúan solamente dentro de las alternativas que les son
transmitidas desde arriba.
(*) Publicado originariamente en www.psicoanalisisfreud1.com.ar/downloads/obedienciacriminales.doc
Desde su surgimiento, como expresión de un proceso histórico de concentración del poder político, aproximadamente seis siglos atrás; la soberanía de las naciones constituye para las fuerzas progresistas de la humanidad un asunto de importancia estratégica. Sin embargo, son poderosas las fuerzas que, desde finales del siglo XX ven en la soberanía un obstáculo para la realización de sus proyectos neoliberales. El nuevo milenio no ha traído un cambio en este sentido, por lo que la defensa de la soberanía se presenta como un problema de supervivencia nacional, asociado a la conservación y desarrollo de una identidad propia, fundada en una cultura de profundas raíces históricas.
Para los pueblos del llamado tercer mundo se hace cada vez más sentida la pérdida de la soberanía y el estado de crisis en que ésta se encuentra como resultado de la galopante globalización neoliberal a que están sometidos. Baste señalar los procesos de privatización y dolarización ante los que sucumbe la soberanía sobre la política económica, monetaria, financiera y comercial. En México, el capital foráneo, después de la compra del grupo Banemex por el poderoso consorcio norteamericano Citigroup, controla el 80% de los activos financieros del país[2] y en julio del 2001 los gobiernos de Ecuador, Panamá, El Salvador y Guatemala asistieron a la llamada Cumbre de la Dolarización, después de adoptar al dólar como moneda de cambio. [3] .
Acontecimientos de igual signo a los mencionados colocan sobre el tapete una interrogante medular: ¿Globalización[4] y Soberanía son fenómenos excluyentes?. La historia del desarrollo de estos conceptos muestra que, desde un inicio, el fundamento material de la soberanía lo constituyó precisamente la ampliación y reproducción de las relaciones capitalistas de producción. En el siglo XV, la pujanza económica alcanzada por la burguesía hace saltar la fragmentación política feudal y surgen los primeros Estados-nación en Francia (1461), Inglaterra (1485) y España (1485). Si intentáramos sintetizar lo ocurrido entonces obtendríamos tres elementos derivados y concatenados DESARROLLO ECONÓMICO AMPLIACIÓN DE LA SOBERANÍA SURGIMIENTO DE LOS ESTADOS-NACIONALES. La soberanía emergió como el instrumento de integración más apropiado, que la burguesía tenía a su alcance, para fusionar territorios, antes independientes, bajo un mismo interés nacional de clase.
Este fue el preámbulo de la internacionalización del capitalismo como sistema económico-social. En el Manifiesto Comunista, Marx y Engels describen una de las primeras oleadas de globalización que acompañó al capitalismo en su etapa inicial de desarrollo: “La burguesía, -señalan- al explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios, quita a la industria su base nacional. ... Brotan necesidades nuevas, que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras y climas remotos. Hoy, en vez de aquel aislamiento local y nacional, donde cada uno se bastaba a sí mismo, las relaciones son universales y la interdependencia de las naciones es universal. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu...”[5] (el subrayado es nuestro).
En el siglo XVIII, el liberalismo económico, que sustituyó al mercantilismo (cuerpo de medidas prácticas y regulaciones adoptadas en la dirección de la economía por la naciente burguesía) postuló la libertad de tráfico, de cambio y de competencia; propiciando así un amplio proceso de intervinculación de las economías nacionales. Hasta bien entrado el siglo XIX la globalización transcurre (no obstante las características de las diferentes oleadas[6]) sobre la base de la interdependencia de las naciones y no como negación de éstas y de su soberanía.
En la actualidad, los actores que impulsan la globalización poseen un carácter supra y trans nacional: OMC, BM, transnacionales y la realización de sus intereses entra en abierto conflicto con la soberanía de los estados-nacionales[7].
La tendencia objetiva del desarrollo de la humanidad es hacia la interrelación económica y política cada vez más creciente entre los diferentes países. Para los marxistas este es un proceso no excluyente, prolongado en el tiempo, que se sustenta en la soberanía como autodeterminación de los pueblos y transita gradualmente hacia la extinción del Estado, pasando por el autogobierno, hasta alcanzar la completa y plena fusión de las naciones. Es casi una evolución natural que requiere de una maduración de las condiciones materiales y espirituales, en las que el hombre juega un papel fundamental, por lo que de ser forzada, como está ocurriendo con la globalización neoliberal, irremediablemente desembocaría en una crisis.
Un enfoque economicista de la relación globalización-soberanía, en los términos actuales, abogaría por la ulterior ampliación de la soberanía como ocurrió con la del señor feudal. Pero, ¿cuáles serían los límites de esta ampliación?, ¿hacia dónde nos conduciría?. En las condiciones que impone la globalización neoliberal es evidente que hacia la desaparición[8] de la soberanía de las naciones y el establecimiento de un poder supra hegemónico del imperialismo.
Para comprender el estado actual y las tendencias de desarrollo de la soberanía a escala mundial no bastan las determinaciones económicas sino que debemos analizar, con una perspectiva histórica, otros aspectos de su realidad ontológica y sus premisas subjetivas, tanto hacia el exterior como hacia el interior de las naciones.
En teoría política el concepto de soberanía surge estrechamente vinculado al de Estado y al de derecho. En un estricto sentido político la soberanía es entendida como el poder supremo[9] para dictar leyes y adoptar decisiones sustantivas; es la relación impersonal de sujeción entre los gobernantes y gobernados, entre los que dirigen y los dirigidos.
El debate sobre la soberanía, durante los siglos XVI al XVIII, giró en torno a un elemento medular: el titular del poder. Los partidarios del absolutismo político, entre ellos Jean Bodino, Tomas Hobbes, Hugo Grocio, Samuel Pufendorf, Roberto Filmer consideraban que el poder es único e indivisible y descansa en el rey, por tanto la soberanía en la persona del monarca es absoluta e irrestricta.
Del otro lado estaban los simpatizantes de la institucionalización constitucional del poder. Para pensadores como Juan Altusio, John Milton, John Locke, J.J.Rousseau la soberanía reside en el pueblo y el gobernante es sólo un mandatario designado para el desempeño de una función pública de servicio a la comunidad[10]. J.J. Rousseau se distingue, además, por proponer una forma de asociación que haga posible la participación directa del pueblo en la vida política. Sus ideas al respecto lo acreditan como el iniciador de la vertiente democrática en el pensamiento político.
Esta polémica centra su atención en aspectos vitales referentes a la soberanía “hacia dentro”, es decir al interior del Estado-nación, como son: la forma de gobierno más apropiada para ejercer la soberanía, los principios que regulan la relación entre los gobernantes y los gobernados, los derechos del soberano, etc.
La burguesía revolucionaria en su enfrentamiento al sistema feudal asume una postura progresista en la interpretación de la soberanía. Los principios formulados en aquella época por la clase que representaba los intereses de la nación, en la actualidad continúan siendo válidos. Pero, en la medida que la burguesía adoptó posiciones cada vez más conservadoras y reaccionarias éstos fueron enarbolados por otros sujetos sociales que le imprimieron un contenido nuevo.
Estos principios básicos en su forma primigenia son los siguientes:
· La soberanía radica en el pueblo y no en el monarca.
Ø El pueblo conserva su soberanía aunque haya instituido gobierno, pues éste sólo actúa en representación del pueblo para cumplir con el mandato de servicio a la comunidad.
Ø El pueblo, que siempre retiene la soberanía, tiene la facultad de destituir a los gobiernos que no cumplen con el mandato de servicio popular.
Ø Los gobiernos han de responder ante el conjunto de ciudadanos que, en virtud de conservar su soberanía, tiene la facultad de juzgarlos por sus actos.
Ø La soberanía descansa en el pueblo y es intransferible e irrenunciable.[11]
Es decir, hacia el interior, la soberanía no es nunca un poder ilimitado, sino que está regulado por la ley, cada pueblo es el que determina a quién (persona o institución) le concede la condición de depositario de la soberanía. La existencia de regímenes no democráticos, arbitrarios, dictatoriales puede ser muy condenable desde el exterior, pero son los grupos sociales progresistas, las organizaciones políticas de avanzada las que deben conducir a sus pueblos hacia el alcance de una soberanía plena y ningún otro Estado tiene el derecho de interferir en esta decisión, de ahí el principio del respeto a los asuntos internos de cada país, refrendado por el derecho internacional.
La soberanía “hacia afuera” comprende la condición de iguales entre los Estados en la arena internacional, son los atributos de autoridad, independencia y autonomía que posee esta institución como representante de la nación, que lo hace incompatible con la intervención en su territorio de fuerzas foráneas, ajenas a los intereses de su pueblo.
Estos dos planos de la soberanía: “hacia adentro” y “hacia afuera” deben funcionar de manera integrativa. Un Estado que se autoproclame democrático no andaría por el mundo haciendo concesiones a la soberanía a espaldas de su pueblo. Al igual que la soberanía con respecto a otros Estados no sería completa si al interior del país el pueblo no gozara de soberanía política y jurídica verdadera.
El ideal de soberanía se fijó en el imaginario social de los pueblos porque es fruto de la lucha de hombres y mujeres concretas por la libertad, la independencia nacional y la dignificación de la persona. La historia de la mundialización capitalista ha sido en gran medida la historia de la defensa de la soberanía de las naciones oprimidas. Esa mundialización ha transcurrido regida por una contradicción insalvable entre la tendencia objetiva de convergencia y unión de las economías nacionales en un sistema internacional y el modo forzado, violento y rapaz en que ésta se ha consumado. A este proceso le ha sido consustancial la colonización como política de dominación de las naciones débiles por las más fuertes y el reparto del mundo, por los diferentes bloques imperialistas.[12]
La globalización neoliberal desarma a los pueblos de la periferia capitalista, y de los que transitan hacia ella y convierte a la soberanía en un espejismo. En la práctica, se subvierten sus valores más preciados y la humanidad es rebajada a la condición de cliente y proveedor barato de un mercado neoliberal.
El Nuevo Orden Mundial que preconizan consiste en una masiva recolonización del planeta, que descansa en la consolidación de una estructura de dependencia económica con el propósito de despojar a los Estados-nacionales de la dirección de sus economías y el control de sus recursos. Un elemento consustancial a ese nuevo orden lo constituyen las estrategias anexionistas, como el ALCA[13], que aplican los diferentes bloques hegemónicos para “proteger” sus áreas de influencia.
Un reforzamiento de esta política lo encontramos en la teoría de la “soberanía limitada” que no es otra cosa que la negación del poder del otro y la imposición de la dominación imperialista. La restricción de los atributos de la soberanía ocurre no solo en el terreno económico, sino también en otras esferas vitales del funcionamiento del Estado como son las relaciones políticas y jurídicas. Bajo el manto de la soberanía limitada se propaga y ejecuta la idea de la intervención “humanitaria” en defensa de los derechos humanos[14], y la adopción de leyes extraterritoriales que permitan encarcelar y juzgar a figuras políticas, calificadas, por los gobernantes del imperio, de tiranos y violadores de los derechos humanos.[15].
Otra de las dimensiones significativas a considerar en el análisis de la relación globalización-soberanía en el mundo actual es la de la cultura. Lo que trata de imponer la globalización neoliberal es la nivelación cultural de los pueblos, sustentada en el american way of life, alterar los valores nacionales y subvertir la espiritualidad del sujeto, su orden interno, fomentando patrones igualitarios de producción y consumo de las artes, la literatura, la ciencia, etc. Esta tendencia coloca a las naciones en un estado de empobrecimiento cultural, que se agudiza aún más con los recortes de los recursos destinados a la educación y al desarrollo de las industrias nacionales del arte (cine, televisión, literatura), todo lo cual es una forma más de atentar contra la soberanía de los pueblos.
En resumen, podemos afirmar, que los conceptos más afectados por los conflictos que generan los procesos de integración y desintegración en los marcos de la globalización neoliberal son los de Estado-nación y soberanía nacional. De hecho se está produciendo una redefinición de la noción tradicional de soberanía[16], hasta hace poco centrada en el poder del Estado y en la defensa de un territorio específico.
La resistencia de los pueblos a los intentos de limitar la soberanía hasta hacerla desaparecer se expresa, no solo en la defensa de los principios de integridad territorial y no intromisión en los asuntos internos de su país, sino que cada vez adquiere un mayor peso lo concerniente a la preservación y desarrollo de los principales atributos que distinguen entre sí a las comunidades humanas en cuanto a historia, cultura, tradiciones, religión, costumbres, música, baile, hábitos de consumo, alimentación, etc.
La Habana, 2002
[1] Ponencia presentada al VI Seminario Internacional Paz, Recursos Naturales, Soberanía y Sociedad, organizado por el Movimiento Cubano por la Paz y la Soberanía de los Pueblos, 2002
[4] El término globalización, asociado al proyecto neoliberal, es lanzado por el FMI a principios de los años 90. En nuestro caso lo empleamos en el sentido de mundialización, como el proceso de internacionalización de las relaciones entre diferentes Estados, pueblos, naciones.
[5] Marx, Carlos y Federico Engels. “Manifiesto Comunista”. Ediciones Sociales, La Habana, 1960, p.21-22.
[6] Entendemos por oleadas de globalización aquellos períodos históricos en los que el capitalismo, por influencia de factores estructurales, tecnológicos, científicos, políticos, etc. amplía su sistema de dominación incorporando a su órbita nuevos territorios como ocurrió en los siglos XV, XVIII-XIX y finales del XX. Las características de estas oleadas se sintetiza en un cuadro contenido en el artículo Globalización, regionalización: buscando el fondo y su razón de los autores Raúl Fernández y Alberto Abello (ver: Documento 12 del Centro de Estudios regionales de la Universidad del Norte de Barranquilla, p. 17).
Siglo XV
Siglos XVII-XIX
Finales del XX
Desarrollo del conoci-miento
Contacto con el Oriente.
Renacimiento.
Revolución científica
Informática
Desarrollo tecnológico
Navegación.
Imprenta.
Industria.
Transporte.
Comunicación.
Transporte.
Telecomunicaciones.
Estrategia global
Colonización mercantilista
Colonización de libre comercio.
Recolonización.
[7] Entre los principios que postula el neoliberalismo se encuentran: la libertad total del mercado, apertura de las economías nacionales al mercado mundial, privatización de bienes y servicios, reducción del Estado al papel de juez y gendarme, desideologización del sistema económico y social.
[8] Uno de los basamentos de la “muerte” de la soberanía es que, como señalan Habermas y otros autores, sólo los órdenes políticos requieren legitimación, no así las corporaciones multinacionales o el mercado mundial.
[9] Sovrain, antecedente etimológico de la palabra soberanía tuvo, desde sus primeros momentos, un sentido superlativo, es decir el de poder supremo. Jean Bodino, primero en definir el concepto de soberanía, la consideraba el poder absoluto y perpetuo de una república... (ver: Bodino Jean. Los seis libros de la república. Ed. Aguilar, 1973, 1era edición: 1576, p.46).
[10] Los antecedentes de esta línea de pensamiento lo encontramos en Tomás de Aquino y Marsilio de Padua, quienes en los inicios de la decadencia del modo de vida medieval plantean la idea de la soberanía inmanente al pueblo. Según la doctrina tomista, la soberanía procede de Dios, pero cosa interesante, éste la deposita en la comunidad social, quien la transfiere a alguien que gobierne, pero siempre en bien de la comunidad. El servicio a la comunidad es la condición esencial de esta delegación de la soberanía, así lo postula en la Cuestión 97 del “Tratado de leyes”, contenido en su obra “Summa Theológica” cuando escribe: “El principe conserva su autoridad sólo en la medida en que represente a la voluntad de la comunidad”. Marsilio de Padua, por su parte, desarrolla una concepción de la soberanía sumamente avanzada y radical para su época, lo que se explica por sus proyecciones como representante de los mercaderes, embrión de la burguesía que se enfrenta al feudalismo reinante.
[11] Estos principios fueron formulados por Marsilio de Padua en su obra Defensor pacis.
[12] En el libro “Los Vencedores. Una ironía de la historia”, sus autores: Noam Chomsky y Heinz Dieterich, muestran documentalmente cómo la lucha hegemónica de los principales bloques imperialistas por la dominación del mercado mundial y el control del “tercer mundo” fueron las razones, tanto de la 1era como de la 2da guerra mundial; así como la coincidencia entre las estrategias expansionistas del nacionalsocialismo alemán, el militarismo japonés y el liberalismo norteamericano, expresadas en los conceptos de Espacio Vital, La esfera mayor de Co-prosperidad de Asia del Este y La Gran Área (ver: Chomsky, Noam y Heinz Dieterich. Los Vencedores. Una ironía de la historia. Txalaparta, 1992).
[13] Asociación de Libre Comercio para las Américas (ALCA), propuesta por los EE.UU. a los representantes de los gobiernos de América Latina presentes en la última Cumbre de las Américas con el propósito de implementarla a partir del 2005. Sobre la verdadera esencia del ALCA ver intervención de Fidel Castro “Sembremos conciencia del peligro y de lo que significa el ALCA”, el 1ro de mayo del 2001. Granma, 2 de mayo, 2001.
[14] El 5 de abril de 1991, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó la resolución 688 que estipulaba el derecho de injerencia por motivos humanitarios; este paso, vinculado a la situación de la población kurda cuandola Guerra en el Golfo Arábigo-Pérsico, sentó un precedente violatorio de la noción de soberanía, al hacer caso omiso del principio de la no injerencia en los asuntos internos de un Estado miembro de la ONU. A partir de entonces la excepción se ha hecho regla como lo corroboran los sucesos de los Balcanes, donde los EE.UU. han buscado en las Naciones Unidas el amparo legal a su política exterior.
[15] El caso Pinochet, no obstante su historial criminal, no dejó de ser un procedimiento ilegal desde el punto de vista del derecho internacional. La aceptación de esta práctica constituye una flagrante violación de la soberanía de los pueblos y un intento del imperialismo norteamericano de legalizar el pase de cuentas a los que considera sus enemigos, como está haciendo ahora con Slodovan Milosevic (el 11 de febrero del 2002, enLa Haya se inició contra Milosevic un juicio, que muchos califican de histórico por la politización a que ha estado sometido; se han recogido más de 100 000 firmas que demandan su excarcelación) y trataron cínicamente de insinuar, a través de declaraciones del juez Garzón, con relación a Fidel Castro.
[16] En esto coincidimos con Edgar Montiel cuando señala que la redefinición del concepto de soberanía es una consecuencia de la globalización. (ver: Globalización y geopolítica de las culturas. Temas Nº 20-21, Enero-Junio, 2000, p.14 ).
(*) Conferencista en cuestiones internacionales (1984). “Master of Arts” en Filosofía 1985. Universidad “V.I. Ulianov -Lenin”. (Kazán, Rusia). Profesora de idioma ruso, como asignatura facultativa (1985) y Dra. en Ciencias Filosóficas (1989) por la Universidad “V.I. Ulianov -Lenin” de Kazán, Rusia. Profesora Auxiliar Adjunto (1996). Instituto Superior Pedagógico “E.J. Varona”. La Habana, Cuba. Investigadora Titular (2010).
Atualemente forma parte del proyecto de investigación Cuba en el siglo XXI: hacia un nuevo modelo de desarrollo socialista (2011-2014). Presidenta del Consejo Científico del Instituto de Filosofía. Integra el Tribunal Nacional de Grados Científicos en Ciencias Filosóficas.
Primero el capital desencanta (Weber) la vida. Después, en un despliegue inusitado de fuerza, la re-encanta con toda clase de simulacros. ¿Es casual que todo, de la comida a la música, de las tecnologías al sexo, adopte el formato de la fusión? A través de una nueva promiscuidad obligada el Norte consigue una victoria total, pues logra la apariencia de descender al Sur y hacerse cachondo, interactivo. La furiosa separación puritana (del hombre con la tierra, y entre los hombres mismos) consigue adoptar el semblante de una interactividad sexy. El fetichismo de la mercancía ocupa entonces el horizonte entero de lo social y adquiere un rostro humano.
I
El hombre mismo es mercancía, lo cual incluye a buena parte de sus opciones alternativas: ser simpatizante de Varoufakis, leer a Crary o escuchar a Comet Gain. Hoy, el carácter de mercancía proviene de la tendencia genérica de las minorías y las distintas tribus urbanas al reconocimiento y, si es posible, a la hegemonía. En otras palabras, el capitalismo se alimenta de nuestra incapacidad ontológica para soportar lo trágico de lo real, la clandestinidad irremediable al hecho de existir.
Aunque Deleuze no lo hace expresamente en el Post-Scriptum (Conversaciones), y sí en otros textos, es fácil relacionar la potencia del “poder-juego” (Foucault) que ahí se denuncia con la fascinación que ejerce la imagen en nuestro orbe simplificado. La imagen es en sí misma un genial simulacro de fusión, integrando aquello que fue previamente fragmentado en la revolución industrial que tanto fascinaba a Marx… y menos a Stirner. Multiplicando y haciendo ubicuas las paredes, la corriente de imágenes nos protege de lo real. Nos salva de aquello inimaginable que resiste, aquellas zonas de sombra desde la cual podríamos ejercer todavía una fuerza atávica. Para desactivar esa posibilidad, vivimos envueltos por una cadena sin fin donde una noticia o una imagen -es lo mismo- llevan a otra, en una cinta transportadora en la que cada anuncio hace guiños a otros mil. Estamos insertos en sucesivos instantesdecisivos de una publicidad que, en el fondo, sólo publicita la velocidad de escape que es nuestro pequeño gran relato.
En una fluidez continuamente subtitulada, la imagen soporta el entretenimiento abierto de lo que Deleuze, siguiendo a Burroughs, llama control. Se trata de un sueño de separación laminar, teñido de emanaciones de cercanía, que ahorra todas las paredes clásicas y derriba cualquier muro. Sería divertido analizar en detalle cómo esta lava proteica de la imagen, la sonrisa autoritaria del espectáculo, derritió en su momento todos los muros del Este
Entretanto, la rivalidad interminable de la in-formación implica también que uno sea rival de sí mismo, pues la competencia -para huir de cualquier zona ártica- atraviesa al propio sujeto. De ahí nuestra cómica labilidad: en el imperio de los medios, próxima a los extremos del niño y el viejo. El hombre podría ver, si aún tuviera ojos con fondo sombrío, cómo su identidad se aparta cada vez más del atraso espectral de su existencia. De manera que este poder-surf casi invisible, reforzado con la ayuda inestimable de la izquierda y el feminismo, consigue la cuadratura del círculo: hacer del individuo, en principio indivisible, algo espectralmente dividual.
La metamorfosis que Kafka temía se habría cumplido, pues ya no podemos localizar el insecto que somos en esta malla de finas retículas. Si la telaraña www es mundial, ¿quién hace de mosca? Todos y ninguno: cada cual tendrá sus diez minutos de fama -al día- dentro de una existencia condenada a vivir, a una muerte lenta en vida. De ahí procede la furia espasmódica del consumidor ante lo elemental que le recuerde aquello que pervive en él en estado larvario, sin posible realización. De ahí también el lugar ambiguo del extranjero, en un planeta donde ya todos los somos, pues hemos sido desarraigados de cualquier humus terrenal para poder estar permanentemente en antena, insertos en una ondulación interminable. Cuando el poder se hace cargo de la misma vida, y la materia prima del sistema productivo es la propia humanidad, la vida se divide. El afuera pasa adentro, también al interior de cada hombre: de donde esta cohorte de nuevos terrores, incluso cuando todo va bien, y las actuales dolencias que pueden y deben hacerse crónicas.
De donde también esta oscilación actual entre una lasitud catatónica y eventuales estallidos de euforia o de furia. Corrección laboral y delitos sexuales; paro mortecino y horas extra; comunitarismo político -o fama mundial- y soledad monstruosa… Una vez más, en medio de la religión consensual y del despotismo de los medios, apenas existe un término medio. Para eso nos falta una tierra, la relación con lo real no elegido, algo que hoy se parece al diablo.
La neurosis de la vida sana es nuestra enfermedad social preventiva. Hemos cambiado la teología or la terapia. En la nueva medicina, recuerda Deleuze en el Post–scriptum, ya no hay médicos de un lado y enfermos de otro, sino que todos somos enfermos potenciales localizados en distintos grupos de riesgo. Es significativo que padezcamos las enfermedades -alergias, cáncer, sida- que expresan laepisteme de la época, un temor generalizado a un fallo de los sistemas internos de defensa. O a una interpretación errónea de las intenciones del exterior demonizado. Debemos en todo caso convivir con dolencias crónicas que las estadísticas adelantan, eliminando cualquier relación intuitiva con el cuerpo en medio de un orden social de auto-alejamiento, que tiende a cubrirnos durante las veinticuatro horas. La relación entre la infinitud numérica y la clausura real (Badiou) también cumple aquí una función política crucial. Función doblemente religiosa porque, por supuesto, adquiere un aspecto laico.
Por lo demás, dado que la interacción de un control continuamente deformable no nos permite ninguna distancia con el cuerpo acéfalode la sociedad -igual que el rizoma deleuziano, el CsO mantiene actualmente una variante perversa al servicio del mercado-, por ninguna parte rozamos un referente real. Todo es superestructura, de ahí que las ideologías cuenten poco: se multiplican y cambian de pareja, igual que la fusión de la oferta de moda en primavera. La base de nuestra convergencia centrista, por la derecha y por la izquierda, es la potencia móvil de una aversión metafísica al afuera que hoy abraza los cuerpos, de una alienación que -con su dosis de racismo incluida- se convierte en espectáculo y genera efectos virales y múltiples seguidores.
Al menos en el Post–scriptum, Deleuze no llega tan lejos, pero insinúa que los sindicatos no sólo estarían obsoletos por la dispersión terciaria y la disolución de los grandes encuadramientos de clase, sino también por el colaboracionismo de los trabajadores con las ilusiones de clase media, esta mediación sin fin que divide a cada sujeto. En resumen, se trata de la magia blanca de la neutralización económica, con su simbiosis entre aislamiento y conexión, entre desarraigo y circulación.
Gilles Deleuze, El hombre que un día decidió morir por su propia mano, aprovechando la ley física de la gravedad y sin esperar a la muerte socialmente asistida, defendió antes la necesidad de pensar con lomásatrasado de nosotros mismos. Aunque él jamás lo diría así, en este maravilloso documento de nuestra actual zozobra diaria, Deleuze se muestra muy próximo a Nietzsche y muy alejado de Marx. En el Post–scriptum ni se habla de democracia, es cierto. Pero tampoco de economía, como si la clave de la gobernanza contemporánea fuese el simple fetichismo de la movilidad, una religión circulatoria que, sin doctrina ni ideario alguno, sólo necesita que abandonemos la existencia, el compromiso moral con nuestra raíz no elegida.
Oscilando del viejo valle de lágrimas a esta radiante cumbre de risas, el control no es peor ni mejor que la anterior disciplina. Cada época tiene una plaga que vierte sobre las espaldas del hombre, una violencia que intenta encauzar a los pueblos. No hay lugar para el pesimismo o el optimismo, dice Deleuze, y apenas tenemos tiempo para buscar otras armas. ¿Cuáles? Sólo se nos dan pistas. No hay en este documento ninguna referencia a la lucha de clases, tampoco a ninguna clase elegida. Más bien al contrario, Deleuze no deja de insistir en que el capitalismo -y la resistencia- de concentración ha muerto a manos de la dispersión, un poder que es abiertoporque se cierra en cada punto donde la vida palpita.
II
La lucha contra la “raza descarada de nuestros dueños” estaría deprimida a manos de una mediación infinita que divide a cada uno por dentro, segregando en nosotros todo lo que hubiera de sombra terrenal, de Dasein que todavía guarda una relación con la pobreza. El odio inyectado contra esa zona de sombra sería hoy la apoyatura metafísica de este capitalismo interclasista, prolongando la labor “revolucionaria” que la burguesía llevó a cabo, esa liquidación mundial que tanto fascinaba a Marx. Cuando el primer círculo de Lainsurrecciónqueviene vuelve a esta cuestión del apartheid en cada existencia, una huida de a existencia que consuma la salud y la identificación del sujeto, no se están más que desarrollando las geniales intuiciones de este control deleuziano, intuiciones que después regresan en Agamben y Badiou.
¿Cómo liberarse del control, de un poder social que nos sigue como una sombra de cobertura, que desea tus ondas y que seas feliz? Un poder que quiere ser fan de ti y que tiende a confundirse con tu piel y tu estilo de vida. “I am what I am”: mi música, mi ropa, mis estudios, mi corte de pelo, mi perfil en Facebook, mi piso, mis historias de amor… Las conexiones, la expresión constante se adelantan a cualquier habitar; se adelantan a la percepción y la desactiva, liberándonos de la necesidad de pararse y pensar, de escuchar y sentir. Vivimos casados con nuestra propia imagen, acoplados a una identidad móvil que nos separa minuto a minuto de la existencia, soltando el lastre de todo lo que haya de difícil, raro, no elegido y antiguo en ella.
Esta universal invitación a movilizarnos, que comienza ya en el plano perceptivo, es una constante ordendealejamiento de cualquier cercanía, de una ambigüedad real que es incomprensible en nuestra alta vocación de definición. Se trata de una racismo perfectamente democrático que se ha incrustado en los cuerpos. Definirse, reciclarse, actualizarse es enviar constantemente al horno crematorio todo aquello que quede en nosotros de atraso. Así es la ideología integrada en las tecnologías, la gran oferta política que las hace arrolladoras. El entorno vibrante nos obliga a una constante respuesta, a una frenética emisión de mensajes que mima la empresa compartida del inter-narcisismo y ahorra el peso de vivir. La propia obsesión monotemática por lo político, que lleva a no entender nada de obras como Youth, expresa esta huida radiante -masiva y personalizada- de un día que no quiere saber nada de la noche. Por eso el arco entero del progresismo mantiene la vigilancia sobre las culturas exteriores, supuestamente atrasadas.
Expresarse, impactar, ser divertido, marcar tendencia, estar al día, ser popular. Nadie echa de menos a un desconocido, repite Deleuze por boca de Lindon. Por tal razón, en una cultura basada en el fascismo sonriente de la visibilidad, ser desconocido no es hoy fácilmente soportable. Nos haría falta una tecnología para el comunismo de la soledad, para encontrar lo común en lo que no tiene forma. Somos demasiado oscurantistas para esto. De este terror a la común soledad proviene la actual histerización del contacto, un constante simulacro de acumulación que debe librarnos del vacío, una finitud real que hoy vivimos como si fuera el diablo.
Nihilismo e interactividad. La euforia social es la cara externa del pesimismo vital, sugiere una y otra vez Baudrillard, ese pensador despreciado en bloque por el conductismo hegemónico en la izquierda. Si este mundo está enfermodeconciencia (Tiqqun) lo está porque se trata de una enfermedad que nos hace cien por cien sociales. La conciencia misma es una huida de todo lo que de inconsciente hay en las cosas, en la tierra, en nuestro propio cuerpo y en las situaciones. Probad a ser invisibles. Es hoy, en medio de esta multiplicación viral de las normas, lo más fácil del mundo. Por eso precisamente nos da pánico. En medio de nuestros ambientes cambiantes debemos correr para no quedarnos atrás en la carrera mundial de la iluminación, perpetuamente alternativa.
Si hay salida, comenzaría por aceptar el mapa gigantesco de la trampa en la cual todos estamos implicados, esta trampa tan multiforme y extensa como el horizonte en el que queremos ser felices. La única salida pasaría por -al menos con un ojo, con una mano- ver, desde la vida mortal, esta prisión de paredes móviles que llamamos sociedad. No estaríamos entonces lejos, con Deleuze, de aquella idea de Heidegger de practicar un sí y un no simultáneos ante el orden de la técnica. Simultáneos, el sí y el no, porque laserenidad y la cólera son pronunciados en distintos planos, aunque coexistan: el devenir y la historia, el acontecimiento y la situación, el tiempo secreto de las vidas y la cronología social que se multiplica en las pantallas.
Es necesario ingresar en el corazón de las situaciones para preparar algo parecido a lo que estaba en la estrategia estoica, una especie de subversión por aceptación. Cada una de nuestras diarias escenas de sumisión está separada por una delgada lámina de una posible liberación. Todo depende de cómo asumamos nuestro decorado, cómo nos atrevamos a habitarlo, pues una pequeña variación tonal en el cómo puede convertir lo que parece el infierno en un limbo respirable. Ello exige que logremos dentro de nosotros, un adentro que hoy es lo más lejano, un peligro superior a la amenaza política y visible del exterior. Sólo así la pesadilla que es la historia será un juguete en manos de la primera propiedad de cualquiera, el peligro de vivir.
Esto no implica refugiarse en el individualismo, sino lograr una individuación que subvierta -una y otra vez- nuestra tendencia crónica al fascismo de grupo. Subversión forzosamente contingente y necesitada de la presión externa, pero capaz de potenciar en lo que surge nuevas formas de comunidad. Formas necesariamente provisionales, tan inestables como lo es un encuentro. Tenemosdosmanos, dos hemisferios cerebrales. Con un lado es inevitable pactar con las tonterías de la época, el canon de la visibilidad y el reconocimiento. Con el otro lado, si queremos sobrevivir a esta multiplicación cancerígena, debemos volver a ser invisibles, aprender el silencio y la desaparición, el hecho inevitable de que en los momentos cruciales no podremos ser reconocidos, ni tendremos derecho a mendigarlo.
24 horas al día, 7 días a la semana. Hasta en los momentos de descanso, hoy se nos empuja a movilizarnos por todas partes. La cuestión es cómo encontrar una velocidad que conecte con la lentitud de la que hemos sido expropiados. Se trata de buscar una rapidez que sea más alta que la de este idiota entorno automatizado y nos permita regresar a una forma de vida que sea análoga de su más atávica indefinición. Una velocidad que vuelva al ser lento que somos, un atletismo de los afectos, del habitar y sus secretos. Peregrina sin camino, la existencia es nómada porque se aferra a una región central que no tiene cabida en ningún sitio.
Frente a las viejas formas de resistencia, la serpiente es ágil. Ante todo, ha de ser capaz del sigilo, de estar quieta o desaparecer por su simple manera de estar ahí, camuflada con los colores de una escena. A diferencia de la tabla de surf que constantemente se nos sirve, la serpiente puede ser ágil y brillante, pero también camuflarse y desaparecer, sumergiéndose bajo las superficies. “Helada serpientenoche” –a coldnightsnake-, se puede leer en GiacomoJoyce. Sabemos por algunas técnicas orientales que existe un cierto tipo de reposo y concentración capaz de la más alta velocidad. No en vano Nietzsche ponía en el anillo del águila, el animal más audaz, y la serpiente, el más sigiloso, la figura más alta del conocimiento. Otra vez resucitar la alianza prohibida de le femenino y lo masculino, lo subterráneo y lo aéreo, lo frío y lo caliente. Sería actualizar la jovialidad del mediodía nietzscheano, inventar un nuevo modo de humor -a veces tendrá que ser negro– que renace del corazón analógico de la tragedia: “caminar al sol por una carretera que tenía la libertad del mediodía”, escribe Handke.
También: un nuevo modo de descaro que nace de la vergüenza. La serpiente nietzscheana, el más frío y nocturno de los animales, debe aliarse con el águila más visible, más audaz y diurna. Todo ello para lograr una comprensión afirmativa del eterno retorno, una genial imbecilidad que re-sacralice las cosas y vierta la noche en el mediodía de esta pantalla total. Puede así decirse que el dios de Nietzsche, al no tener ninguna esencia distinta a la existencia, debe ser operativo en cualquier situación. Se alimenta de su propia sustancia, el desierto.
Es como si debiéramos saber que, en medio de esta luminosa organización de la ceguera, nunca ha sido más fácil ser invisible. La dificultad estriba en que hoy, más que nunca, nos dan miedo las sombras, las habitaciones y los campos vacíos, la soledad de los márgenes. Todo lo que es durmiente o está sumergido es para nosotros potencialmente terrorífico, pues nuestro nihilismo -que es la única ideología del capitalismo como cultura- nos impide ver las vías de conexión que parten del silencio. Somos así prisioneros de esta malla proteica que nos mata lentamente a la vez que nos mima, pues preferimos una consensuada neutralización a la soledad de unos márgenes en los que no vemos nada más que el triste atraso de no estar salvados por el espectáculo de la cobertura. El espectáculo, la información, es, no lo olvidemos, la versión inmanente y postmoderna del culto religioso a la historia.
Y todo ello en medio de este culto típicamente capitalista a la Juventud, una juventud que -no lo olvidemos- siempre ha sido implacable. Los nazis empezaron, con mucha fuerza, siendo rabiosamente jóvenes. Bajo este perpetuo verano de la juventud publicitaria, es necesario reinventar una forma impertinente y provocadora de ser viejos. El poder de la desconexión, la aventura de no ser nadie. Reinventar, en esta época de transparencia total y espectáculo continuo, una nueva clandestinidad. Tal vez la mujer -mejor, aquellos que devienen mujer- tiene esta sabiduría dentro, la humildad para desdoblarse y actuar -amar y odiar- a tres bandas. El drama del varón, siempre casado con su imagen narcisista, es que le falta -sobre todo si ejerce de nativo digital- esa tecnología punta, analógica del espectro real.
Sin el desdoblamiento de una hipocresía femenina, sin ser agentes dobles del otrotiempo que palpita dentro de esta imperial cronología, ¿cómo escapar de un poder social que es tan fluido como nuestras vidas? El autoritarismo de los clásicos espacios disciplinarios -la derecha- nos ponía la rebelión relativamente fácil. Cuando es un dinámico y sonriente progresismo el que comanda la clonación de la especie y el control de las poblaciones, recemos, reinventemos una relación con el diablo. Esta envoltura maternal y radiante del Estado-mercado amenaza con convertirnos en un nudo de la red de redes, simples consumidores de la movilidad y sus alternativas. Logo tras logo, marca tras marca, somos prisioneros de la multiplicación sin tierra, por radicales que sean nuestras alternativas de culto. La clave, la salvación, no estará en tal o cual minoría, sino en atrevernos a vivir sin imagen: a la comunidad cualsea, que es minoritaria incluso entrelosnuestros.
No hay ninguna posibilidad para la serpiente, un ser más ágil que el deslizamiento obligatorio que nos ha colonizado, si al mismo tiempo no somos más lentos. Debemos ser capaces de regresar y permanecer inmóviles en un espacio sin tiempo ni imagen. Desaparecer, camuflarse, devenir imperceptibles. Ser capaces de estar a solas con una penumbra que es anterior al cuerpo, con el veneno de la una diferencia “sin papeles” y los miedos que ella genera. Ser serpiente, quizás el único modo actual de ser creyente, exige mudar de piel, apartarnos del afán de reconocimiento y de los clichés que pretenden protegernos.
Debemos aprender a camuflarnos en un poder que se ha confundido con nuestra piel. Una vieja sabiduría, de Platón a Agamben, nos recuerda que para ser libres hay que atarse, dejarse atravesar, saber caer. Pensamos y somos libres desde nuestro atraso, desde un irremediable fondo de subdesarrollo. Si cedemos esa fatal zona de sombra -no elegida, pero crucial en nuestra existencia- al maniqueísmo de la gestión global, abandonamos también el único territorio montañoso desde el que podemos ejercer una fuerza. Necesitamos ser héroes, volver a ser guerreros, solamente para obedecer a una heteronomía anterior a toda autonomía.
Necesitamos la agilidad de un platonismo de lo múltiple, una religión del “uno a uno”. Lograr tal ascesis en cada escena saturada, en la global dispersión que nos transporta y nos expropia, requiere un taoísmo de la violencia, una fortaleza infraleve. Solamente una espiritualidad inmanente será capaz de ingresar en la médula de las situaciones y despertar lo intempestivo del devenir bajo cualquier historia, el acontecimiento que está aprisionado en cada situación.
Las serpientes reinventan un mar abierto en cada puerto, una velocidad que puede descansar y concentrarse en cada punto de este móvil sedentarismo que nos asedia. Pero esto exige resucitar algo que nos da miedo. No una espiritualidad interior y privada, sino una espiritualidad política, una sabiduría que sea capaz otra vez de ironizar sobre lo político y contaminar los escenarios públicos.
No obstante, es posible que Foucault y Deleuze sólo barruntaran este viraje de la lucha y del guerrero, este paso del león al niño. ¿Eran todavía demasiado “marxistas” para aceptar este giro, esta orientación práctica e infranalógica del pensamiento? ¿Eran todavía demasiado occidentales para el oriente que espera bajo nuestra enorme urbanización? Quizás los dos amigos estuvieron todavía demasiado ilusionados con la política y su metafísica de las oposiciones. En resumen, excesivamente fieles a la modernidad y a lo que Simone Weil llama la superstición de la cronología. Si es cierto que Foucault, al decir de Deleuze, “odiaba los retornos”, también lo es que los dos tuvieron un problema con la vida elemental que no cambia, un límite que nosotros, que venimos de ellos, debemos traspasar.
Lo que nos puede volver a otorgar independencia es otra relación -no desértica ni nihilista- con el desierto, con la protección que brinda saber atravesar la intemperie. Solamente un fondo estoico de disciplina, una potencia de sigilo que recupere la violencia de la que hemos sido expropiados, puede contrarrestar el mundial hedonismo obligatorio, esta violencia flexible de la que somos sujetos. Es necesario aliar entonces un epicureísmo de los sentidos con un estoicismo del pensamiento. Sumar una piedad afectiva a una dureza intelectual, a un arte de las distancias.
El amor se ha vuelto difícil en tiempos de contactos multiplicados. Es casi imposible si no podemos amar esa sombra central que no es de nadie, sino impersonal y sin rostro. Pero sin ella ni siquiera podremos experimentar nuestra propia vida, única y mortal.
Ya se ha convertido en un lugar común la aceptación de la relación entre cultura y política. Aunque todavía falta por lograrse un consenso en la comprensión de esa relación. No voy a dedicarme aquí a analizar este tema, que tiene demasiadas aristas como para poder ser tratadas en el espacio que un artículo permite. Quiero referirme a una cuestión muy vinculada a la cuestión “cultura y política”, y que tiene que ver con los que se supone sean los representantes de la primera: los intelectuales, su lugar y su papel en los procesos políticos.
La así llamada “cuestión de los intelectuales” ha estado presente a todo lo largo del movimiento obrero, del movimiento comunista y del movimiento revolucionario (tres cosas que no son idénticas, y que a veces han coincidido, pero otras no). Tiene por lo tanto bastante más de siglo y medio de existencia. A lo largo de ese período, de “cuestión de los intelectuales” pasó a denotarse como “problema de los intelectuales”, y en algunos lugares y épocas llegó a constituirse en lo que, parafraseando a Freud, podemos llamar “el malestar de los intelectuales”. ¿Por qué “problema”? Puede avanzarse una primera respuesta que parece obvia: la persistencia del tema se debe a una razón de carácter ontológico-social: dadas las características específicas del modo de producción capitalista, la clase obrera no puede producir natural o espontáneamente sus propios intelectuales.
Pero los necesita, porque sin intelectuales no hay ni movimiento obrero, ni comunista ni revolucionario. Marx, Lenin, Stalin, Mao, Fidel, los grandes organizadores y propulsores de la revolución comunista, no han sido otra cosa que intelectuales. Intelectuales son los que han organizado y dirigido a la clase obrera y a la revolución. Se crea así una dificultad para esa clase obrera, dificultad que tiene permanentemente que superar. Pero esa respuesta inicial no nos aclara mucho, pues la historia nos dice que la relación de contradicción no se ha dado, como pudiera pensarse superficialmente, entre la clase obrera y la intelectualidad, sino que se produce y se reproduce, permanentemente, en el seno de la propia intelectualidad vinculada a la revolución, enfrentando a una parte de ella con otra. Es algo cuando menos curioso, para no decir verdaderamente trágico, que la situación de los intelectuales en ese movimiento haya sido rica en conflictos, y más aún, en rechazos y antagonismos. ¿Para quién son los intelectuales un problema, y más aun, un malestar? Podemos decir que no se trata de la contradicción entre clase obrera e intelectuales, sino entre intelectuales e intelectuales. Más exactamente, entre un grupo de intelectuales situados en la posición de poder político dentro del movimiento comunista, y otro grupo intelectual carente de ese poder. Estos han constituido, permanentemente, un problema para aquellos. Si ya sabemos para quién son un problema, tenemos entonces que plantearnos esta otra pregunta: ¿por qué lo son?
No sería cierto afirmar que todo se reduce a la contradicción entre la intelectualidad conservadora y la intelectualidad revolucionaria. La cuestión de los intelectuales, que no es otra cosa que la de sus funciones y papel en el movimiento comunista, ha sido planteada por los propios intelectuales que estaban activos en las filas de este o colocados en la dirección del mismo. Y muy a menudo ha tomado la forma de debates cargados de conflictos entre los miembros del primer grupo y los del segundo. De ahí que la “cuestión de los intelectuales” haya sido presentada, a lo largo de la historia del movimiento comunista, como el conflicto entre intelectuales y partido, entre intelectuales y políticos. ¿Es legítimo presentarla de esta forma? Para poder responder a esta interrogante, tenemos primero que plantearnos esta otra: ¿qué debemos entender por intelectuales, y qué por “políticos”?
Ya desde fines del siglo XIX, con el desarrollo del capitalismo monopolista y la expansión de los mecanismos de la racionalización capitalista, los más avisados representantes de la teoría social burguesa comprendieron la necesidad de estudiar las nuevas e importantes funciones que asumían los sectores sociales vinculados a la producción, reproducción y circulación del conocimiento. La teoría de Weber sobre el papel creciente de la burocracia, las reflexiones de otros autores sobre lo que se dio en llamar “la nueva clase”, etc., son ejemplos de esto. Aquí, como en otros campos, el marxismo tradicional se quedó rezagado. Podemos decir que en él existió un vacío con respecto a este tema. Su concepción sobre la intelectualidad la recordamos todos aquellos que tuvimos que lidiar con los manuales soviéticos. Se la interpretaba exclusivamente desde un punto de vista muy economicista, teniendo en cuenta sólo su tipo de actividad laboral y su relación de propiedad con los medios de producción, y se la presentaba como un sector o grupo social intermedio y ambivalente, que oscila entre la burguesía y la clase obrera. Explotada por la primera, se inclinaba a aliarse con el proletariado, pero condenada al individualismo por la propia característica del trabajo que realizan, es portadora de vicios e inclinaciones pequeñoburgueses. En conclusión, no es digna de fiar, y debe ser sometida a vigilancia permanente por la clase obrera, incluso cuando el nuevo estado socialista ya ha creado una intelectualidad nueva, proveniente de las filas de los obreros y campesinos. Y se concluía haciendo una diferenciación entre la intelectualidad científico-técnica, responsabilizada con el desarrollo de las fuerzas productivas, y por ende muy importante para la construcción de un socialismo que se entendía desde una visión cosificada, y que supuestamente realiza una actividad sin contenido ideológico, y la intelectualidad humanista, que no contribuye al desarrollo de las fuerzas productivas, por lo que es menos importante que los ingenieros y los químicos, y que, para justificar su existencia en el socialismo, ha de devenir en propagandista de la línea del partido, reflejando en sus poemas, novelas, pinturas y esculturas, los ideales del realismo socialista, y apoyando las directivas del partido con sus investigaciones y monografías
En este alborear del siglo XXI no solo sabemos ya que esta concepción era simplista, sino también que se utilizó como justificación de políticas represivas con respecto a ciertos sectores de la intelectualidad en más de un país del así llamado “socialismo real”. Pero ella no encierra, en exclusiva, todo lo que el marxismo puede decirnos sobre la cuestión de la intelectualidad y su papel en la revolución. En la obra de Antonio Gramsci encontramos abundantes y profundas reflexiones sobre el tema.
La teoría gramsciana sobre los intelectuales cumple un conjunto de tareas: En primer lugar, está dirigida contra la falta de comprensión en el movimiento socialista del papel y la importancia de la intelectualidad en las sociedades tardocapitalistas y para la realización de la revolución socialista. En segundo lugar, también critica la visión común, de carácter idealista, que concibe a los intelectuales como un grupo que existe encima y por fuera de las relaciones de producción, y destaca la profunda inserción de este grupo social en la reproducción del sistema de las relaciones sociales, sobre todo en la modernidad capitalista. Y, por último, busca establecer las características esenciales de la actividad intelectual en su relación con la existencia y reproducción del todo social.
Es cierto que la sola mención del término “intelectual orgánico” levanta muchas ronchas, y no es para menos. Muchas veces se le ha utilizado en un sentido muy estrecho y bastante alejado del que le diera Gramsci. En un sentido en el que organicidad se identificaba con disciplina, encuadramiento, subordinación. El intelectual orgánico sería aquel que subordinaba su pensar y su acción a la disciplina debida al acatamiento de las directivas emanadas de la dirección del organismo político al que pertenecía. Esta acepción se personificaba en la lamentable historia de las sucesivas claudicaciones de una figura como Georg Lukacs, y se expresaba a las mil maravillas en aquella famosa frase que tengo entendido se le adjudica a Louis Aragon: “no hay verdad fuera de mi partido” Es comprensible, y del todo legítimo, que muchos intelectuales se opongan a esta interpretación, en la que la organicidad no significaba más que la cortapisa al ejercicio del criterio.
Comencemos entonces por aclarar lo que significaba, en el pensamiento gramsciano, tanto el concepto de intelectual como el concepto de organicidad. En el vocabulario cotidiano se ha fijado la identificación del término intelectual con el creador artístico. Intelectuales serían sólo los escritores, poetas, actores, artistas plásticos, etc. Pero en Gramsci vamos a encontrar una concepción distinta. A diferencia del marxismo ramplón, buscó la identidad definitoria de éstos no en su actividad intrínseca, sino en el conjunto de relaciones sociales en el que desarrollan su función. “¿Cuáles son los límites que admite el término intelectual? ¿Se puede encontrar un criterio unitario para caracterizar igualmente todas las diversas y variadas actividades intelectuales y para distinguir a éstas al mismo tiempo y de modo esencial de las actividades de las otras agrupaciones sociales? El error metódico más difundido, en mi opinión, es el de haber buscado este criterio de distinción en el conjunto del sistema de relaciones que esas actividades mantienen (y por lo tanto los grupos que representan) en su situación dentro del complejo general de las relaciones sociales”. [1] Este es un principio importante, pues fue el que le permitió establecer un concepto ampliado, expandido, de intelectual. Por cierto, que lo de expandido no lo digo por gusto. En los Cuadernos de la Cárcel encontramos una concepción expandida de fenómenos tan complejos como el Estado, la política, etc. Con ello, Gramsci cumplía un principio metodológico, que caracteriza toda su obra y le proporciona profundidad y radicalidad (en el sentido de develamiento de las raíces) a su construcción teórica: investigar los fenómenos sociales desde la comprensión del carácter difuso, molecular, capilar, del poder y de las relaciones de poder. De ahí que para Gramsci - y esta es una precisión que debemos hacer desde el inicio - por intelectuales ha de entenderse a todos aquellos que desarrollan funciones organizativas en la producción, la política, la administración, la cultura, etc. No sólo los escritores y artistas, sino también los maestros de escuela, los políticos profesionales, los administradores, los técnicos, los arquitectos, etc., en tanto participan en la labor de producción, reproducción y difusión de valores, modos de vida, modos de actividad, principios de organización del espacio, etc., son intelectuales. En tanto el poder se estructura, existe y se ejerce en todos estos intersticios de lo social, y la hegemonía de la clase dominante se enraíza en ellos, intelectuales serán los encargados del funcionamiento del aparato hegemónico, o aquellos que con su actividad contribuyen a la construcción de espacios de contrahegemonía.
Pero además, debemos destacar que son las mismas características del modo de producción capitalista las que llevan a Gramsci a la ampliación del concepto de intelectual. Como señalara Weber, el desarrollo del capitalismo implica la expansión de la racionalidad formal o instrumental. Todos los espacios de la vida social quedan sometidos a los dictados de esa racionalidad. Ello está muy vinculado a lo que Marx denominó como mercantilización creciente de toda relación social en el capitalismo. En el capitalismo el mercado pasa a jugar un papel central. Pero, en el capitalismo, “el mercado no es compra; es la generalización de un modo de representar sujetos, procesos y objetos regido por la lógica del fetichismo”. [2] Los sectores sociales encargados de la organización y funcionamiento de ese proceso de mercantilización expansiva son, por lo tanto, también grupos objetivamente encargados del funcionamiento de importantísimos procesos de producción de representaciones. En el capitalismo toda actividad y todo producto sociales devienen mercancía. La mercancía es un fenómeno muy complejo, pues a diferencia de lo que consideran la mayoría de los profesores de economía, la mercancía no se crea para satisfacer necesidades, sino para crear necesidades. Más específicamente, para producir un ser humano que sólo pueda satisfacer sus necesidades convirtiéndose en un consumidor ampliado de mercancías. El objetivo de la producción mercantil no es la producción material, sino la producción de una subjetividad social específica. Como afirmara Gramsci en los Cuadernos, la necesidad de“profundizar y dilatar la de cada individuo” como condición necesaria de existencia del capitalismo, determina “la importancia que han alcanzado en el mundo moderno las categorías y las funciones intelectuales”. [3] Por ello en el capitalismo lo cultural adquiere una importancia extraordinaria para la reproducción del sistema de relaciones sociales, importancia que no tenía en los modos de producción anteriores. Lo cultural deviene parte integrante del proceso de producción, y del proceso de reproducción ampliada del valor, es decir, del proceso de producción de plusvalía, que es la esencia del capitalismo. Ello condiciona el surgimiento de un grupo social con un peso relativo importante en el capitalismo, encargado de realizar una actividad intelectual que ya no es simplemente de legitimación ideológica del orden existente, o de difusión de alta cultura, sino sobre todo de aseguramiento de la reproducción material del modo de producción existente. “El modo de ser del nuevo intelectual ya no puede consistir en la elocuencia motora, exterior y momentánea, de los afectos y de las pasiones, sino que el intelectual aparece insertado activamente en la vida práctica, como constructor, organizador, , no como simple orador ...”. [4] Un grupo que está vinculado a la hegemonía de la nueva clase dominante - en este caso la burguesía - de una forma mucho más profunda y compleja que sus antecesores. Es por ello que Gramsci va a acuñar el concepto de intelectual orgánico. Y también el de “intelectual de masa”, para indicar la aparición y expansión de este grupo social heterogéneo, masivo y multiforme.
¿Qué significa organicidad? Es un concepto que no inventó Gramsci, sino que existe en el pensamiento teórico-social, sobre todo en el pensamiento crítico, desde fines del siglo XVIII, y que es desarrollado por la teoría crítica precisamente a partir de las exigencias de su lucha contra el positivismo. La idea de organicidad tiene como objetivo establecer la relación de dependencia interna entre dos o más objetos. Dos fenómenos son orgánicos entre si cuando uno es la condición de existencia, funcionamiento y reproducción del otro.
Por lo tanto, debemos rechazar la falsa idea de que sólo la clase obrera tiene intelectuales orgánicos, o que un intelectual orgánico es tan sólo aquel que, conscientemente, se enrola en una organización política o se decide a actuar en defensa de determinados intereses clasistas. La organicidad de un intelectual viene dada por la funcionalidad intrínseca a su actividad, en tanto ella tienda a la reproducción de la hegemonía existente o, por el contrario, a la subversión de la misma. El carácter orgánico o no de la actividad del intelectual se determina a partir del análisis de la función que ejerce en el seno de la superestructura. Toda clase necesita intelectuales. Siempre existe un vínculo orgánico entre los intelectuales y las distintas clases sociales. Sean conscientes o no de ello, los intelectuales son funcionarios de una lógica macropolítica de carácter incluyente, sea del Estado, del capital, de la clase obrera, de la nacionalidad, etc. El intelectual, en la sociedad moderna, es orgánico a la hegemonía o a la contrahegemonía, más allá de que milite o no en algún organismo político. De hecho, puede ser más orgánico un intelectual sin militancia política que otro que si la tenga, simplemente porque la actividad intelectual del primero está más vinculada orgánicamente a la reproducción de una cierta hegemonía que la del segundo. Ochenta años de distintas experiencias en el intento de construcción del socialismo permiten afirmar que la nomenklatura, la burocracia enquistada en las estructuras partidistas y estatales y devenida aparato de poder, no constituye en modo alguno un sector cuya actividad intelectual sea orgánica al desarrollo de una revolución comunista. El carácter de clase de la organicidad de un intelectual no depende de su voluntad, de sus inclinaciones o preferencias políticas, sino de la dimensión intrínseca de su actividad intelectual. Se puede militar en el partido comunista y no ser un intelectual orgánico del proletariado, y viceversa.
Observemos que, para Gramsci, la categoría de intelectual incluye también a los políticos. No hay cabida entonces, desde la interpretación expuesta en los Cuadernos de la Cárcel, para referirse a los intelectuales y a los políticos como dos grupos necesaria y esencialmente antitéticos. Gramsci afirmó que la así llamada clase política “no es otra cosa que la categoría intelectual del grupo social dominante”. Todos los intelectuales ejercen una función “política”. En los países del comunismo estatalista, un grupo de intelectuales logró monopolizar las funciones de dirección tanto de las instituciones públicas coercitivas (el Estado, en el sentido estrecho del término) como del aparato de dirección partidista, e intentó presentarse como la única fuerza capaz de dirigir la actividad política de las masas. Ellos, en tanto “políticos” o “dirigentes”, serían los encargados de articular y lograr la realización de la práctica política, y a los “intelectuales” (entendidos aquí en el sentido estrecho) quedaría la creación de las formas discursivas que legitimaran y facilitaran la difusión de esas formas y direcciones de la práctica política previamente establecidas. Así, la teoría pasó a entenderse como un momento secundario y posterior con respecto a la práctica. Esta maniquea interpretación alcanzó carta de ciudadanía, hasta el punto de que, en muchos círculos, la expresión “intelectualizar un problema” pasó a ser sinónimo de inútil y vacío rejuego de palabras, cuando, si tomamos los conceptos en su verdadero sentido, la percepción de la existencia de un problema, y su comprensión, son en si mismos resultados de una actividad intelectual.
Pero frente a estas deformaciones, se alza la propia historia del movimiento comunista. Lenin dijo alguna vez que sin teoría revolucionaria no puede haber práctica revolucionaria. Y Gramsci, desde su experiencia como fundador y líder del partido comunista italiano, destacó que la conciencia política de una clase es, en primer lugar, autoconciencia o conciencia de sí, “comprensión crítica de si mismo”. [5]Representa una etapa superior, pues solo en ella se alcanza la unión de teoría y práctica. Y a continuación hizo la siguiente advertencia: “en los más recientes desarrollos de la filosofía de la praxis la profundización del concepto de unidad entre la teoría y la práctica se halla aún en su fase inicial; quedan todavía residuos de mecanicismo, puesto que se habla de la teoría como , como de la práctica, de la teoría como sierva de la práctica. Parece correcto que también este problema deba ser ubicado históricamente, es decir, como un aspecto del problema práctico de los intelectuales. Autoconciencia crítica significa, histórica y políticamente, la creación de una élite de intelectuales; una masa humana no se y no se torna independiente sin organizarse (en sentido lato), y no hay organización sin intelectuales, o sea, sin organizadores y dirigentes, es decir, sin que el aspecto teórico del nexo teoría-práctica se distinga concretamente en una capa de personas en la elaboración conceptual y filosófica”. [6]
La organicidad de la relación entre los intelectuales y la clase que éstos representan no es mecánica: el intelectual goza de una relativa autonomía respecto a la estructura socioeconómica, y no es su reflejo pasivo. Esta autonomía es, en primer lugar, consecuencia del origen social de los intelectuales. Si bien una parte de ellos, en especial los grandes intelectuales, surge directamente de la clase que representan, la gran mayoría proviene de las clases auxiliares aliadas a la clase dirigente.
A esta autonomía estructural se suma la autonomía debida a la función misma de los intelectuales como agentes de la superestructura: el intelectual no es el agente pasivo de la clase que representa, así como la superestructura no es el reflejo puro y simple de la estructura. La autonomía es, por otra parte, indispensable para el ejercicio total de la dirección cultural y política. A este respecto resultan de gran interés algunas notas escritas en los Cuadernos a propósito de la lectura por Gramsci de la novela Babbit de Sinclair Lewis. En ellas se afirma que la existencia de una “corriente literaria realista” que realice“la crítica de las costumbres es un hecho cultural muy importante”, pues la expansión de la autocrítica significa el nacimiento de “una nueva civilización ... consciente de sus fuerzas y de sus debilidades”. Esa autocrítica, por supuesto, han de realizarla los intelectuales orgánicos del sistema, que “se distancian de la clase dominante para unirse luego a ellas más íntimamente, para ser una verdadera superestructura y no sólo un elemento inorgánico e indiferenciado de la estructura-corporación” Estos intelectuales orgánicos constituyen “la autoconciencia cultural” de ese sistema hegemónico precisamente porque representan “la autocrítica de la clase dominante”. [7] La incapacidad de un Estado para garantizar esta función de (auto)crítica por parte de su intelectualidad orgánica, y el intento de convertir a estos intelectuales en “agentes inmediatos de la clase dominante”, representan para Gramsci un signo inequívoco de que ese Estado no ha logrado rebasar la fase económico-corporativa y arribar a la fase ético-política. Es decir, que ese estructura estatal no ha logrado alcanzar el grado de madurez necesario para representar los intereses esenciales de las clases revolucionarias, y para poder constituirse en agente de la “reforma cultural”, en fuerza que promueva la construcción de una hegemonía de un signo inverso, subvertido, liberador y desenajenante.
La actividad crítica de la intelectualidad (entendiendo por tal, como ya hemos visto, a los escritores, maestros, dirigentes técnicos, dirigentes políticos, artistas, etc.) con respecto a las nuevas relaciones sociales que se van erigiendo, es una labor de autocrítica, pues esas nuevas relaciones son estructuradas y puestas a funcionar por ella. Y es una labor necesaria, pues sólo así la revolución logra ser una empresa colectiva y consciente, y por tanto verdadera. La labor crítica de la intelectualidad es condición orgánica, y por tanto imprescindible, del desarrollo de la revolución.
Es preciso detenerse a reflexionar en la contraposición que estableció Gramsci entre el intelectual orgánico y lo que llamó el “intelectual tradicional”. Algunos interpretan esto como que el intelectual tradicional es el que resiste políticamente al cambio, en el feudalismo o el capitalismo, y el orgánico el que actúa a favor del socialismo. Pero es una deformación del sentido en que se usaron estas categorías en los Cuadernos. Muy por el contrario de lo que muchos piensan, Gramsci creó el concepto de “intelectual orgánico” teniendo en cuenta precisamente el papel de la intelectualidad en el modo de producción capitalista, para destacar lo específico de las funciones de la intelectualidad de la burguesía a diferencia de las tareas de la intelectualidad en las sociedades precapitalistas.
En aquellas sociedades precapitalistas existió lo que Gramsci denominó el “intelectual tradicional”: los sacerdotes, escribas, funcionarios del gobierno, etc., que cumplían funciones intermediarias entre las masas y los distintos aparatos del Estado, y que legitimaban el status quo. El intelectual tradicional es un retórico, que crea y disemina la alta cultura. No desapareció con el advenimiento del capitalismo, y Gramsci consideraba a Benedetto Croce un ejemplo de intelectual tradicional. El intelectual orgánico es un nuevo tipo de intelectual, un producto del proceso capitalista y del cambio industrial, un intelectual que deviene “organizador técnico, un especialista en ciencias aplicadas”. Se trata del nuevo intelectual de la racionalización y la tecnologización. A los abogados, maestros, sacerdotes y doctores, que siempre han sido incluidos en las filas de los intelectuales, Gramsci añadió ahora también a los farmacéuticos, científicos naturales, investigadores, arquitectos, ingenieros y personal técnico en general, al personal militar, a los jueces y el personal de la policía. Tal vez todos ellos no produzcan formas de conocimiento, pero juegan un papel clave en la diseminación de información al servicio de la tarea de disciplinar el cuerpo y la mente para los poderes existentes. Propagan una “estructura de sentimientos”, una racionalidad instrumental. Se trata de los nuevos intelectuales de la racionalización capitalista. Así como los aparatos coercitivos del Estado, en la sociedad política, son movilizados cuando se les necesita para asegurar el status quo, los aparatos de la sociedad civil promueven el “consenso espontáneo”.
Debo alertar sobre algo: las distintas nociones de intelectual que presenta Gramsci en sus Cuadernos no se excluyen entre si, ni uno cancela al otro. La distinción entre intelectual tradicional e intelectual orgánico es una distinción compleja. En la historia de los intelectuales italianos, Gramsci encontró que todo grupo social crea orgánicamente uno o más estratos de intelectuales, que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función, no sólo en el campo económico, sino también en el social y el político. En este sentido, los intelectuales tradicionales de las sociedades precapitalistas fueron también intelectuales orgánicos, pues propagaban y legitimaban, estuvieran conscientes de ello o no, la concepción del mundo de la clase social que poseía el poder económico y político. A su vez, algunos de los intelectuales orgánicos del capitalismo son también intelectuales tradicionales, por su forma de actividad, que realizan en el campo de la alta cultura, desempeñando el papel de árbitros del gusto filosófico y literario, difundiendo hacia abajo, hacia el común de los mortales, las normas del buen gusto y del buen hacer. Como ya dije, Gramsci señaló el ejemplo de Croce como una figura en la que ambas caracterizaciones se integraban.
Cuando Gramsci estudió la comunidad intelectual del capitalismo, la describió como una comunidad intelectual que es tanto orgánica como tradicional a la vez. Es orgánica en tanto los empresarios capitalistas la han creado orgánicamente junto con ellos, y como condición necesaria de su reproducción como clase dominante, no sólo en el campo de la legitimación espiritual, sino también en el de su reproducción económica. Es tradicional en tanto este grupo humano, como toda intelectualidad encargada de la legitimación de la dominación, incorpora los valores predominantes y modos de ver de la clase económica dominante y produce una alta cultura acorde con estos valores. Esta comunidad intelectual, surgida orgánicamente del modo de producción capitalista, contiene tanto al filósofo y al escritor, a los organizadores de la nueva alta cultura, como también al técnico industrial, al especialista en economía política, al diseñador de los espacios urbanos, al administrador del nuevo sistema legal, en tanto ellos propagan las normas de la cultura cotidiana. Tanto aquellos como estos difunden la concepción del mundo propia del modo de producción capitalista, caracterizada por la idolatría del progreso tecnológico, la visión tecnocrática-funcionalista del progreso, y la racionalidad instrumental.
Debe hacerse notar que Gramsci diferenció una serie de comunidades intelectuales orgánicas dentro de los escalones superiores del capitalismo. Mientras que los empresarios capitalistas pueden crear una elite administrativa de economistas, ingenieros, abogados y políticos culturales para cumplir complejas tareas de organización de alto nivel, los empresarios mismos representan una especie de comunidad intelectual, en tanto ellos organizan la administración de esto niveles superiores de organizaciones sociales. Esto presupone de su parte una combinación de cualidades de liderazgo, conocimiento del comportamiento y la psicología individuales y colectivas, conocimiento técnico y capacidad económica. En los Cuadernos, Gramsci escribió que el modo de ser del nuevo intelectual no puede seguir consistiendo en la elocuencia, sino en la participación activa en la vida práctica, como constructor, organizador, persuadidor permanente, y no simplemente como orador.
Esta concepción compleja sobre la composición de la intelectualidad orgánica tiene mucho que ver con la interpretación gramsciana sobre la hegemonía. La intelectualidad es el agente social de afianzamiento de la hegemonía, pero para Gramsci la hegemonía no es un fenómeno exclusivamente ideológico. No utilizó este concepto como idea que justificara la subvaloración o el olvido de la importancia de los procesos estructurales en la articulación de la hegemonía burguesa, ni mucho menos en la conformación de la hegemonía comunista. Resaltar el componente ético-cultural de la hegemonía no significó nunca, para Gramsci, desconocer el necesario componente económico de la misma. En un momento cenital de la lucha revolucionaria, en junio de 1919, escribió lo siguiente: “... el que funda la acción misma sobre pura fraseología ampulosa, sobre el frenesí de las palabras, sobre el entusiasmo semántico, no es más que un demagogo, no un revolucionario. Lo que hace falta para la revolución son hombres de espíritu sobrio, hombres que no hagan faltar el pan en las panaderías, que hacer rodar los trenes, que proporcionan materias primas a las fábricas y saben cambiar en productos industriales los productos agrícolas, que aseguran la integridad y la libertad de las personas contra las agresiones de los malhechores, que hacen funcionar el complejo de los servicios sociales y no reducen el pueblo a la desesperanza y a una horrible carnicería” [8] Años más tarde, en los Cuadernos de la Cárcel, insistió en que “si la hegemonía es ético política no puede dejar de ser también económica, no puede menos que estar basada en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo rector de la actividad económica”. [9] De ahí la importancia de los grupos que realizan su actividad intelectual en la organización del proceso económico, pues con ello ejercen una influencia decisiva sobre la conformación de la subjetividad socialmente establecida. Ello se reafirma en este otro fragmento: “La base económica del hombre colectivo: grandes fábricas, taylorización, racionalización, etc. Pero en el pasado, ¿existía o no el hombre colectivo? Existía bajo la forma de dirección carismática, ... es decir, se obtenía una voluntad colectiva bajo el impulso y la sugestión inmediata de un “héroe”, de un hombre representativo; pero esta voluntad colectiva se debía a factores extrínsecos y se componía y descomponía continuamente. El hombre-colectivo moderno, en cambio, se forma esencialmente desde abajo hacia arriba, sobre la base de la posición ocupada por la colectividad en el mundo de la producción”. [10] Es ahí precisamente donde reside la importancia de la intelectualidad orgánica revolucionaria, y de su labor crítica: sólo ella permite la estructuración, incesante y progresiva de la “voluntad colectiva” y del nuevo tipo de subjetividad social en el que se encarna.
Veamos ahora la interpretación que hizo Gramsci sobre el intelectual orgánico de la clase obrera.
Como afirmó Hobsbawn, Gramsci no consideró que “las clases subalternas sean una especie de bella durmiente del bosque, destinada por la magia de la historia a despertar en el momento justo”, [11] ni que le tocaba al intelectual orgánico revolucionario jugar el papel del príncipe azul que despierta a la bella durmiente. La clase obrera ha surgido como resultado del modo de producción capitalista, ha sido creada por la burguesía, y ha existido en el seno de la hegemonía cultural de esta clase. Su “subalternidad” es resultado de ese condicionamiento social. Los grupos revolucionarios no pueden aspirar a “encontrarlo todo hecho”, a construir la nueva hegemonía cultural simplemente tomando los productos y formas de conciencia colectiva de esas clases subalternas, generalizándolos a toda la sociedad. Ya en El Manifiesto Comunista se había lanzado la siguiente advertencia: “Todas las clases que en el pasado lograron hacerse dominantes trataron de consolidar la situación adquirida sometiendo a toda sociedad a las condiciones de su modo de apropiación. Los proletarios no pueden conquistar las fuerzas productivas sociales sino aboliendo su propio modo de apropiación en vigor”. [12] No existe algo que pudiera llamarse “un modo proletario” de apropiación de la realidad. En la sociedad capitalista, el modo burgués de apropiación es el predominante y hegemónico, pues lo ha expandido a todas las demás clases sociales. Por eso debe ser abolido, para crear uno nuevo, todavía no existente plenamente en la sociedad capitalista, presente sólo como posibilidad, como potencialidad, como conjunto de momentos específicos y aislados actuantes en el conjunto de la producción espiritual de los grupos subalternos, la cual está funcionalizada por la hegemonía burguesa. La destrucción de esa hegemonía implica la destrucción y superación de la cultura de las clases sociales explotadas. Es siguiendo esta línea de razonamiento que deben leerse las numerosas páginas dedicadas en los Cuadernos al tema de la cultura revolucionaria, páginas que ha sido muchas veces objeto de interpretaciones erróneas.
Una vez más es preciso alertar contra las interpretaciones simplistas y deformadas del legado gramsciano. Gramsci no es un “populista”. No consideraba que “el pueblo”, por alguna razón milagrosa, ha logrado crear una cultura que, por “popular”, es antitéticamente diferente a la cultura de la clase en el poder, una cultura libre de toda influencia hegemónica de la cultura dominante. Sería un error pensar que la clase dominante ejerce su hegemonía sólo a través de la cultura “oficial” o “alta cultura”, y entender a la cultura popular exclusivamente como cultura de la resistencia. Esta es una concepción que, desde el punto de vista gnoseológico, repite los esquemas dicotómicos y mecanicistas, y que, desde una perspectiva política, lleva a dispensar, injustificadamente, a las fuerzas revolucionarias de la tarea, larga y sumamente compleja, de tener que construir una nueva cultura, pues conduce a la creencia de que basta con tomar algo ya dado con anterioridad a la propia revolución, entregando a la cultura popular a su dinámica interna de desarrollo, y que con ello aparecería espontáneamente la cultura revolucionaria. Esta concepción, además de establecer una coartada para las posiciones de subvaloración de lo cultural y del papel de los intelectuales (posiciones que caracterizaron a las élites dirigentes de muchos países que intentaron la construcción del socialismo), implica una posición antidialéctica, pues ignora el carácter internamente contradictorio de la cultura popular, en tanto producto social, y por ende resultado del entrecruzamiento de relaciones de fuerza de signo muy diverso, y portadora, en consecuencia, no sólo de elementos de oposición y resistencia de las clases subordinadas al poder, sino también de elementos de la hegemonía de la clase dominante. Es preciso descubrir la presencia de relaciones hegemónicas de dominación en el seno de la propia cultura de los “simples”. La noción de hegemonía implica un elemento de consenso, no reductible al efecto ideológico del engaño o la ocultación. La concepción gramsciana rompe con los esquemas verticalistas, y establece que el poder no se impone desde arriba, sino que su éxito depende del consentimiento de los de abajo. El poder se produce y reproduce en los intersticios de la vida cotidiana. Es, por ende, ubicuo, y se halla presente en cualquier producto o relación sociales.
La cultura es siempre políticamente funcional a los intereses de las distintas clases. La clase dominante es hegemónica precisamente por su control de la producción cultural. Este es el punto de anclaje fundamental de la dominación. Es por ello que la emancipación político-económica de las clases subalternas es imposible sin su emancipación cultural. Emancipación que es también liberación de su sujeción a la cultura popular, a la cultura que ha creado bajo las condiciones de la hegemonía burguesa. De ahí que desde el punto de vista de su capacidad liberadora, Gramsci juzgue negativamente a la cultura popular, pues la considera incapaz de, por sí sola, liberar a las masas populares. Por lo tanto, éstas, para emanciparse, deben trasmutarse y abandonar los contenidos de su identidad cultural, avanzando hacia la constitución de una nueva identidad que supere a la anterior. Un elemento característico de las propuestas gramscianas consiste precisamente en que ellas marcan más el momento de la escisión que el de la continuidad entre la cultura popular y la cultura revolucionaria. [13]
Para Gramsci es necesario crear y difundir entre los individuos una nueva concepción del mundo. Hay que liberar a las masas de su cultura y llevarlas a una visión del mundo diferente en tanto coherente, crítica y totalizadora. La cultura popular no es concebida como un punto de llegada, sino como un punto de partida para el desarrollo de una nueva conciencia política, cuyas raíces estén echadas en la cultura popular, pero para modificarla y superarla. Esta operación exige una pedagogía adecuada y un saber apropiarse de los elementos progresivos de la cultura y del espíritu popular creativo. La nueva cultura no nace y se desarrolla por sí misma, sino que es menester organizarla y tomar medidas que la desarrollen. Es a la intelectualidad orgánicamente revolucionaria, a través de su labor de difusión de un pensamiento crítico y de una “estructura de sentimiento” acorde a ello, a quien toca tomar esas medidas.
Las reflexiones sobre el sentido común contenidas en los Cuadernos son de gran importancia para aprehender la esencia de la teoría de la hegemonía. El sentido común es un instrumento de dominación de clase. De ahí que en los Cuadernos se afirme que la nueva concepción revolucionaria del mundo “sólo puede presentarse inicialmente en actitud polémica y crítica, como superación del modo de pensar precedente y del pensamiento concreto existente (o del mundo cultural existente). Es decir, sobre todo, como crítica del ”. [14]
Gramsci distingue entre sentido común y “buen sentido”, o núcleo sano de la concepción del mundo espontánea de las masas. Al hablar de “buen sentido” se refiere a la presencia, en el sentido común, de elementos de humanización y racionalidad, de elementos de un pensamiento crítico y verdaderamente contrahegemónico. El buen sentido ejerce una función crítica con respecto a las cristalizaciones y dogmatizaciones presentes en el sentido común. Es en este núcleo sano en el que deben apoyarse los intelectuales orgánicos de la revolución a los efectos de proveer de una base real para la construcción de la nueva hegemonía. La tarea no es la de aceptar la cosmovisión popular y las normas prácticas de conducta de las masas, sino la de construir un nuevo sentido común, pues el ya existente en la sociedad capitalista es incapaz de crear libremente una conciencia individual y colectiva coherente, crítica y orgánica. “La filosofía de la praxis no tiende a mantener a los en su filosofía primitiva de sentido común, sino al contrario, a conducirlos hacia una concepción superior de la vida ... para construir un bloque intelectual-moral que haga posible un progreso intelectual de masas” [15]
Está claro que, para Gramsci, la producción de la hegemonía liberadora significa un proceso pedagógico inédito en la historia de la humanidad. Y ello por dos razones: por los contenidos a ser enseñados, y por la relación pedagógica entre educador y educado.
Como ya apunté anteriormente, en los Cuadernos encontramos un replanteamiento del socialismo en términos éticos-culturales. La nueva sociedad se ve como aquella que crea las condiciones para que las masas se apropien y produzcan un modo de pensar diferente al que ha predominado históricamente. La dominación y la explotación han marcado las características de todas las formaciones sociales existentes hasta el presente. Como premisa y resultado, a la vez, se ha universalizado un tipo de producción espiritual que reproduce la jerarquización asimétrica y la reificación, y que se caracteriza por la subordinación cognoscitiva, la asimilación acrítica, la cosificación, la enajenación, la naturalización de las relaciones sociales, la interpretación instrumental del saber, los métodos pedagógicos verticalistas y repetitivos, la persistencia del mesianismo y la modelación unilateral de los procesos del pensamiento. El socialismo estadolátrico no desestructuró esa armazón epistémica, ni se propuso la producción de un modo de pensamiento diferente, cuestionador, abierto, iconoclasta, desafiante de la autoridad y las falsas certezas, sino que intentó utilizar los viejos mecanismos de producción espiritual para crear, a marchas forzadas, la nueva sociedad. Aquí. Los resultados son bien conocidos.
La construcción de la hegemonía revolucionaria es un acto pedagógico. “Cada relación de hegemonía es una relación pedagógica”. Pero esa relación pedagógica “no puede ser reducida a relaciones específicamente escolares”. [16] Por ello Gramsci enfatiza en que la idea de que “no se trata de una educación , esto es, de una , de una acumulación de nociones, sino de educación , de la difusión de una concepción del mundo convertida en norma de vida” [17] No se trata de difundir un conocimiento instrumental entre las masas, sino de universalizar la capacidad de pensamiento crítico.
Si el contenido de esa educación es diferente, también lo es su modo de realizarse. El objetivo de los grupos dirigentes de la revolución no puede ser el de mantener a los “simples” en su posición intelectualmente subalterna. “La filosofía de la praxis ... no es el instrumento de gobierno de grupos dominantes para tener el consentimiento y ejercitar la hegemonía sobre clases subalternas, sino que es expresión de estas clases subalternas, que desean educarse a sí mismas en el arte de gobierno”. [18] Si la revolución socialista ha de ser la subversión de la hegemonía capitalista, y la construcción de una hegemonía de signo radicalmente diferente, en tanto humanista y liberadora, entonces la relación a establecer entre los “simples” y los grupos dirigentes de esa revolución ha de estar marcada por la siguiente pregunta: “¿Se quiere que existan siempre gobernados y gobernantes, o por el contrario, se desean crear las condiciones bajo las cuales desaparezca la necesidad de la existencia de esta división?. O sea, ¿se parte de la premisa de la perpetua división del género humano o se cree que tal división es sólo un hecho histórico, que responde a determinadas condiciones?” [19] La construcción de la hegemonía socialista no es sólo un proceso político, sino también gnoseológico, y es ello lo que torna el cambio político verdaderamente radical. No es posible transformar las relaciones sociales de producción capitalistas y eliminar la dominación, si las nuevas relaciones de poder siguen repitiendo los esquemas asimétricos. Es por ello que en los Cuadernos se establece una contraposición entre aquellas elites revolucionarias animadas de la voluntad de romper el patrón objetualizante de las relaciones intersubjetivas, y aquellas que, aunque animadas de los mejores deseos, no tienen en cuenta este importante factor, y conciben la función de la organizaciones políticas de lucha exclusivamente como la de búsqueda de una “fidelidad genérica de tipo militar a un centro político”. [20] La continuación de este fragmento es concluyente: “La masa es simplemente de y se la mantiene con prédicas morales, con estímulos sentimentales, con mesiánicos mitos de espera de épocas fabulosas, en las cuales todas las contradicciones y miserias presentes serán automáticamente resueltas y curadas” [21]
A la luz de las experiencias históricas que condujeron al ominoso final de los experimentos anti-capitalistas en los países de Europa del Este, las ideas planteadas por Gramsci cobran un carácter admonitorio. Es imposible la construcción y mantenimiento de la hegemonía socialista si se mantienen los esquemas verticalistas y el carácter pastoral del poder. La subversión política es, en su sentido más amplio y profundo, pero también más estricto, revolución cultural. Implica la conformación de una política para el desarrollo por primera vez libre y multilateral de la subjetividad humana, que, por lo tanto, tiene que superar los “unanimismos” impuestos y la interpretación de la unidad como excluyente de la diferencia y la discusión. Gramsci presentó de un modo nuevo el problema, vital y permanente para el marxismo, de la relación entre un centro organizador del proceso político y la espontaneidad, creatividad y autonomía de las clases implicadas en la subversión del modo de apropiación capitalista. La cuestión cardinal de producir un ensamblaje entre ese centro y las formas de asociatividad revolucionarias surgidas en las propias masas en la lucha permanente por el desarrollo de la nueva hegemonía. Por ello distinguió entre el centralismo democrático y lo que llamó “centralismo burocrático”, en el que el aparato organizativo se autonomiza con respecto a las clases en lucha y pasa a defender sus intereses de autoconservación, y no los de aquellas. “La burocracia es la fuerza consuetudinaria y conservadora más peligrosas; si ella termina por constituir un cuerpo solidario y aparte y se siente de la masa, el partido termina por convertirse en anacrónico y en los momentos de crisis aguda desaparece su contenido social y queda como en las nubes”. [22] Por el contrario, el centralismo democrático “ofrece una fórmula elástica, que se presta a muchas encarnaciones, dicha fórmula vive en cuanto es interpretada y adaptada continuamente a las necesidades. Consiste en la búsqueda crítica de lo que es igual en la aparente disformidad, y en cambio distinto y aún opuesto en la aparente uniformidad” [23]
De ahí la importancia que Gramsci le concedió a la obtención del consenso “activo” como pieza clave de la hegemonía revolucionaria. La burguesía logra su hegemonía porque hace pasar sus intereses como intereses generales, de toda la sociedad. Obtiene un consenso que puede considerarse pasivo, pues es sólo ella, como sujeto excluyente de la reproducción social, quien fija el orden cultural existente en consonancia con lo que le sea de provecho. Pero la hegemonía liberadora sólo puede construirse si todas las clases y grupos empeñados en la subversión del modo de apropiación capitalista poseen las capacidades materiales y espirituales necesarias para plantear sus propios intereses y, en conjunto, establecer los puntos de encuentro. Para el socialismo, “... es cuestión vital el logro de un consenso no pasivo e indirecto, sino activo y directo, es decir, la participación de los individuos aunque esto provoque la apariencia de disgregación y de tumulto. Una conciencia colectiva y un organismo viviente se forman sólo después que la multiplicidad se ha unificado a través de la fricción de los individuos y no se puede afirmar que el no sea multiplicidad. Una orquesta que ensaya cada instrumento por su cuenta, da la impresión de la más horrible cacofonía; estas pruebas, sin embargo, son la condición necesaria para que la orquesta actúe como un solo ”. [24]
La importancia del consenso activo, y por ende de la conformación de un sustrato cultural que permita la independencia intelectual de cada individuo, confirma la idea gramsciana del papel esencial a jugar por la intelectualidad revolucionaria orgánica en la estructuración de la nueva hegemonía.
Gramsci diferenció entre “pequeña política” y “gran política”, [25] por lo que me parece que es legítimo distinguir entre grandes políticos revolucionarios, o verdaderos políticos revolucionarios, en el sentido orgánico, y “pequeños políticos”. El verdadero político revolucionario concibe el poder que detenta como un instrumento en función de la realización de un proyecto ético-cultural que trasciende mezquinos intereses de grupo; el “pequeño político” no llega ni siquiera a ser un “pequeño político revolucionario”, pues no logra entender la dimensión desenajenante que necesariamente ha de tener la nueva hegemonía comunista, y agota su esfuerzo en el manejo de la coyuntura. Un estadista es un gran político revolucionario, pero también lo es un maestro de escuela, o un director de programas de televisión, o un arquitecto, en tanto colocan su actividad intelectual en función del desarrollo de una “conciencia de si” crítica y coherente entre el pueblo. Ellos serán siempre la piedra en el zapato de los politiquillos, el verdadero malestar en su existencia, por cuanto estos últimos, pese a su posición consagrada en un calificador de cargos, no han sido, ni serán nunca, orgánicamente revolucionarios. Y no se puede ser un revolucionario inorgánico.
[1] A. Gramsci, Los Intelectuales y la Organización de la Cultura, Buenos Aires, Lautaro, 1960, p. 14.
[2] José Miguel Marinas, “La verdad de las cosas (en la cultura del consumo)”, revista Agora, Universidad de Santiago de Compostela, 1997, volumen 16, nr. 1, p. 92.
[3] A. Gramsci, Los Intelectuales y la Organización de la Cultura, edición citada, p. 16.
Querría poneros en guardia contra lo que podría llamarse la "mixtificación neocolonialista".
Los neocolonialistas piensan que hay buenos colonos y colonos muy malos. Éstos tienen la culpa de que se haya degradado la situación de las colonias.
La mixtificación consiste en esto: lo pasean a uno por Argelia, le muestran complacientemente la miseria del pueblo, que es terrible, le cuentan las humillaciones que los malos colonos hacen sufrir a los musulmanes. Y luego, cuando uno está muy indignado, añaden: "Por esta razón los argelinos mejores han tomado las armas: no podían por menos". Si se hace con maña, volveremos convencidos:
1. De que el problema argelino es primeramente económico. Se trata, mediante prudentes reformas, de dar pan a nueve millones de personas.
2. Que, a continuación, es social; hay que multiplicar los médicos y las escuelas.
3. Que, por fin, es psicológico: recordemos a De Man con su "complejo de inferioridad" de la clase obrera. Halló, a la vez, la clave del "carácter indígena": mal tratado, mal nutrido, iletrado, el argelino tiene un complejo de inferioridad con respecto de sus amos. Actuando sobre estos tres factores se le tranquilizará: si come lo necesario, si tiene trabajo y sabe leer, ya no tendrá la vergüenza de ser un hombre inferior y recobraremos la vieja fraternidad franco-musulmana.
Pero, sobre todo, no mezclamos esto con la política. La política es abstracta: ¿de qué sirve votar si uno se muere de hambre? Los que vienen a hablarnos de elecciones libres, de una Constituyente, de la independencia argelina, son provocadores o embrollones que no hacen más que complicar la cuestión.
He aquí el argumento. A él los dirigentes del F.L.N. han respondido: "Aun siendo dichosos bajo las bayonetas francesas, nos batiríamos". Tienen razón. Y sobre todo hay que ir más lejos que ellos: bajo las bayonetas francesas sólo se puede ser desgraciados. Es cierto que la mayoría de los argelinos sufre una miseria insoportable; pero es cierto también que las reformas necesarias no pueden ser hechas ni por los buenos colonos ni por la "Metrópoli" misma, mientras pretenda conservar su soberanía en Argelia. Esas reformas serán de la incumbencia del pueblo argelino, cuando haya conquistado su libertad.
Porque la colonización no es un conjunto de azares, ni el resultado estadístico de miles de empresas individuales. Es un sistema puesto en ejecución hacia mediados del siglo XIX, que comenzó a dar sus frutos hacia 1880, entró en decadencia después de la Primera Guerra Mundial, y en la actualidad se vuelve contra la nación colonizadora.
He aquí lo que yo querría mostraros acerca de Argelia, que es, desgraciadamente, el ejemplo más claro y legible del sistema colonial. Querría haceros ver el rigor del colonialismo, su necesidad interna, cómo debía conducirnos directamente a donde estamos y cómo la intención más pura, si nace dentro de ese círculo infernal, se pudre inmediatamente.
Porque no es cierto que hay colonos buenos y malos: hay colonos y eso basta 2. Cuando hayamos comprendido eso, comprenderemos por qué los argelinos tienen razón de atacar políticamente en primer lugar ese sistema económico, social y político y por qué su liberación y la de Francia, sólo puede ser resultado del fin de la colonización.
El sistema no se puso solo en ejecución. A decir verdad, ni la monarquía de julio, ni la Segunda República, no sabían qué hacer de la Argelia conquistada.
Se pensó en transformarla en colonia de población. Bugeaud concebía la colonización "a la romana". Se entregarían vastos dominios a los soldados licenciados del Ejército de África. Su tentativa no tuvo resultado.
Se quiso derramar sobre África el excedente de los países europeos, los campesinos más pobres de Francia y de España; se creó, para aquella "chusma", algunos pueblos en torno de Argel, de Constantina, de Orán. La mayoría fueron diezmados por las enfermedades.
Después de junio de 1848, se trató de instalar allí -mejor sería decir “de agregar”- a los obreros sin trabajo cuya presencia inquietaba a "las fuerzas del orden". De 20.000 obreros transportados a Argelia, la mayor parte pereció de fiebre y de cólera; los sobrevivientes consiguieron ser repatriados.
Bajo esta forma, la empresa colonial seguía vacilante; se precisó bajo el Segundo Imperio, en función de expansión industrial y comercial.
Una tras otra, se crearon las grandes compañías.
1863: Sociedad de Crédito Territorial Colonial y Bancario.
1865: Sociedad Marsellesa de Crédito;
Compañía de los Minerales de Hierro de Mokta;
Sociedad General de los Transportes Marítimos a Vapor.
Esta vez, es el capitalismo el que se hace colonialista. El teórico de ese nuevo colonialismo será Jules Ferry: "Francia, que ha rebosado siempre de capitales y los ha exportado en cantidad considerable al extranjero, tiene interés en considerar, bajo este ángulo, la cuestión colonial. Para los países dedicados como el nuestro, por la naturaleza misma de su industria, a una gran exportación, está la cuestión de los mercados... Allí donde está el predominio político, está el predominio de los productos, el predominio económico".
Como se verá, no fue Lenin quien definió primero el imperialismo colonial: fue Jules Ferry, esa "gran figura" de la Tercera República.
Y se ve también que ese ministro está de acuerdo con los felás de 1956; proclama la "¡política en primer lugar!", que emprenderán contra los colonos tres cuartos de siglo después.
Primero vencer las resistencias, romper los cuadros, someter, aterrorizar.
En seguida, solo, se pondrá en ejecución el sistema colonial.
¿Y de qué se trata? ¿De crear industrias en el país conquistado? Nada de eso: los capitales de que Francia "rebosa", no se van a invertir en los países subdesarrollados; la utilidad sería insegura, los beneficios a un plazo muy largo; habría que construir todo, que equipar todo. E incluso, aunque eso pudiera hacerse, ¿por qué crear de pies a cabeza una competencia a la producción metropolitana? Ferry es muy claro; se invertirán sencillamente en las industrias nuevas, que venderán sus productos manufacturados al país colonizado. El resultado inmediato fue el establecimiento de la Unión aduanera (1884). Esta Unión dura aún: asegura el monopolio del mercado argelino a una industria francesa que lleva la desventaja en el mercado internacional por sus precios demasiado altos.
¿Pero a quién, pues, esta industria nueva pensaba vender sus productos? ¿A los argelinos? Imposible: ¿de dónde iban a sacar el dinero para pagar? La contrapartida de ese imperialismo colonial es que hay que crear un poder adquisitivo en las colonias. Y entiéndase bien, los colonos son los que han de beneficiarse de todas las ventajas y los que se van a transformar en compradores eventuales. El colono es, en primer lugar, un comprador artificial, creado de pies a cabeza, más allá de los mares, por un capitalismo que busca nuevos mercados.
Desde 1900, Peyerimhoff insistía acerca de ese carácter nuevo de la colonización "oficial": "Directamente o no, la propiedad del colono le viene del Estado gratuitamente, o bien ha visto todos los días otorgar concesiones en torno de él; bajo sus ojos, el gobierno ha hecho por los intereses individuales sacrificios sensiblemente mayores de los que consentiría en países más antiguos y completamente explotados".
Aquí se marca con claridad la segunda cara del díptico colonial: para ser comprador, el colono tiene que ser vendedor. ¿Y a quién venderá? A los franceses de la Metrópoli. ¿Y qué va a vender sin industria? Productos alimenticios y materias primas. Esta vez, bajo la égida del ministro Ferry y del teórico Leroy-Beaulieu, se constituye el estatuto colonial.
¿Y cuáles son los "sacrificios" que el Estado consiente al colono, a ese hombre amado de los dioses y de los exportadores? La respuesta es sencilla: le sacrifica la propiedad musulmana.
Porque ocurre que, en efecto, los productos naturales del país colonizado crecen en la tierra y esta tierra pertenece a las poblaciones "indígenas". En ciertas comarcas poco pobladas, con grandes espacios incultos, el robo de la tierra es menos manifiesto: lo que se ve es la ocupación militar, es el trabajo forzado. Pero en Argelia, a la llegada de las tropas francesas, todas las tierras buenas estaban cultivadas. La pretendida "explotación" está, pues, apoyada en una expoliación de los habitantes que se ha mantenido durante un siglo: la historia de Argelia es la concentración progresiva de la propiedad territorial europea a expensas de la propiedad argelina.
Todos los medios han sido buenos.
Al principio, se aprovecha el menor indicio de resistencia para confiscar o secuestrar. Bugeaud decía: Es necesario que la tierra sea buena; importa poco a quién pertenece.
La revuelta de 1871 sirvió de mucho: se quitó cientos de miles de hectáreas a los vencidos.
Pero esto podría no ser bastante. Entonces decidimos hacer un hermoso regalo a los musulmanes: les dimos nuestros Código Civil.
¿Y por qué tanta generosidad? Porque la propiedad tribal era colectiva en la mayoría de los casos, y se quería desmenuzarla para permitir a los especuladores comprarla de nuevo poco a poco.
En 1873, se encargó a los funcionarios judiciales que transformasen las grandes propiedades indivisas en un rompecabezas de bienes individuales. En cada herencia, constituían lotes que entregaban a cada uno. Algunos de esos lotes eran ficticios: en el aduar de Harrar, para 8 hectáreas, el funcionario judicial había descubierto 55 legatarios.
Bastaba con corromper a uno de esos legatarios: reclamaba su parte. El procedimiento francés, complicado y confuso, arruinaba a todos los copropietarios; los mercaderes de bienes europeos compraban el total por un pedazo de pan.
Hemos visto, sin duda, en nuestras regiones, campesinos pobres, arruinados por la concentración de tierras y la mecanización, vender sus campos y unirse al proletariado urbano; al menos, esta ley inexorable del capitalismo no iba acompañada del robo propiamente dicho. Aquí, con premeditación, con cinismo, se ha impuesto un código extranjero a los musulmanes, porque se sabía que ese código no podía aplicarse a ellos y no tendría más efecto que el de anonadar las estructuras internas de la, sociedad argelina. Si la operación se ha continuado hasta el siglo XX con la ciega necesidad de una ley económica, es porque el Estado francés había creado, brutal y artificialmente, las condiciones del liberalismo capitalista en un país agrícola y feudal. Eso no ha impedido que, recientemente, los oradores, en la Asamblea, alabasen la adopción forzada de nuestro código por Argelia como "uno de los beneficios de la civilización francesa".
He aquí los resultados de esta operación:
En 1850, el dominio de los colonos era de 115.000 hectáreas. En 1900, de 1.600.000; en 1950, de 2.703.000.
En la actualidad, 2.703.000 hectáreas pertenecen a los propietarios europeos; el Estado francés posee 11 millones de hectáreas bajo el nombre de "tierras patrimoniales"; se han dejado 7 millones de hectáreas a los argelinos. En resumen, ha bastado un siglo para desposeerlos de dos tercios de su suelo. La ley de concentración ha ido además en contra de los pequeños colonos. En el día de hoy, 6.000 propietarios tienen una renta agrícola, neta de más de 12 millones; algunos alcanzan los mil millones. El sistema colonial está en funciones: el Estado francés entrega la tierra árabe a los colonos para crear un poder adquisitivo que permita a las industrias metropolitanas venderles sus productos; los colonos venden a los mercados de la Metrópoli los frutos de esta tierra robada.
A partir de ahí, el sistema se refuerza por sí solo; gira en total; vamos a seguirlo en todas sus consecuencias y ver cómo se hace cada vez más riguroso.
Al afrancesar y dividir la propiedad se ha roto la armazón de la vieja sociedad tribal sin poner nada en lugar suyo. Esta destrucción de los cuadros ha sido sistemáticamente alentada: primero porque suprimía las fuerzas de resistencia, y substituía las fuerzas colectivas por una polvareda de individuos; luego, porque creaba la mano de obra (al menos en cuanto el cultivo no estaba mecanizado): sólo esta mano de obra permite compensar los gastos de transporte, sólo ella preserva los márgenes de beneficios de las empresas coloniales frente a las economías metropolitanas cuyo costo de producción baja incesantemente. De este modo, la colonización ha transformado la población argelina en un inmenso proletariado agrícola. Se ha podido decir de los argelinos: son los mismos hombres que en 1830 y trabajan las mismas tierras; pero, en lugar de poseerlas, son los esclavos de los que las poseen.
Si, al menos, el robo inicial no fuese del tipo colonial, se podría esperar, quizás, que una producción agrícola mecanizada permitiese a los argelinos mismos comprar los productos de -su suelo a un precio mejor. Pero los argelinos no son, ni pueden ser, los clientes de los colonos. El colono debe exportar para pagar, sus importaciones: produce para el mercado francés. Se ve llevado, por la lógica del sistema, a sacrificar las necesidades de los indígenas a las de los franceses de Francia.
Entre 1927 y 1932, la viticultura ha ganado 173.000 hectáreas, de las cuales más de la mitad ha sido arrancada a los musulmanes. Ahora bien, los musulmanes no beben vino. En las tierras que les han robado cultivaban cereales para el mercado argelino. Esta vez, no sólo se les quita la tierra; se plantan en ella viñas, se priva a la población argelina de su alimento principal. Medio millón de hectáreas, tomadas de las mejores tierras y consagradas enteramente a la viticultura, están reducidas a la improductividad y como anuladas para las masas musulmanas.
Y qué decir de los agrios que se hallan en todas las tiendas de comestibles musulmanas. ¿Creéis que los felás comen naranjas en el postre?
En consecuencia, la producción de cereales retrocede de año en año hacia el sur presahariano. Se han encontrado gentes, sin duda, para probar que era un beneficio de Francia: si los cultivos se desplazan es porque nuestros ingenieros han irrigado el país hasta los confines del desierto. Esas mentiras pueden engañar a los habitantes crédulos o indiferentes de la Metrópoli; pero el felá sabe muy bien que el sur no está irrigado; si se ve obligado a vivir en él, es sencillamente porque Francia, su bienhechora, le ha expulsado del norte; las tierras buenas están en la llanura, en torno de las ciudades; se ha dejado el desierto a los colonizados.
El resultado es una degradación continua de la situación: el cultivo de los cereales no ha progresado desde hace setenta años. Durante ese tiempo, la población argelina se ha triplicado. Y si se quiere contar ese exceso de natalidad entre los beneficios de Francia, recordemos que las poblaciones más miserables son las que tienen mayor natalidad. ¿Vamos a pedir a los argelinos que den las gracias a nuestro país por haber permitido que sus hijos nazcan en la miseria, vivan esclavos y mueran de hambre? Para los que duden de la demostración, he aquí las cifras oficiales:
En 1871, cada habitante disponía de 5 quintales de cereales.
En 1901, de 4 quintales.
En 1940, de 2 y medio.
En 1945, de 2.
Al mismo tiempo, la reducción de las propiedades individuales tenía por efecto el suprimir los terrenos de pasto y los derechos de peaje. En el sur presahariano, donde se acantona a los ganaderos musulmanes, el ganado se mantiene poco más o menos. En el norte, ha desaparecido.
Antes de 1914, Argelia disponía de 9 millones de cabezas de ganado.
En 1950, sólo tiene 4 millones.
Actualmente la producción agrícola se estima del modo siguiente:
Los musulmanes producen por 48 miles de millones de francos.
Los europeos, por 92 miles de millones.
Nueve millones de hombres suministran el tercio de la producción agrícola. Y no hay que olvidar que ellos sólo consumen ese tercio; el resto va a Francia. Tienen, pues, con sus instrumentos primitivos y sus tierras malas, la obligación de nutrirse ellos mismos. En la parte de los musulmanes –reduciendo el consumo de cereales a 2 quintales por persona- hay que rebajar 29 mil millones para el autoconsumo. Eso se traduce en los presupuestos familiares por la imposibilidad –de la mayor parte de las familias- de limitar sus gastos alimentarios. La comida absorbe todo su dinero; no queda nada para vestirse, para alojarse, para comprar grano o instrumentos.
Y la única razón de este pauperismo progresivo, es que la bella agricultura colonial se ha instalado como un cáncer en el centro del país y roe todo.
La concentración de las propiedades supone la mecanización de la agricultura. La Metrópoli está encantada de vender sus tractores a los colonos. Mientras la productividad del musulmán, acantonado en tierras malas, ha disminuido en una quinta parte, la de los colonos se acrecienta cada día para su solo provecho: los viñedos de 1 a 3 hectáreas, donde la modernización del cultivo es difícil, ya que no imposible, dan 44 hectólitros por hectárea. Los viñedos de más de 100 hectáreas producen 60 hectólitros por hectárea.
Ahora bien, la mecanización engendra el desempleo tecnológico: los obreros agrícolas son reemplazados por la máquina. Eso sería de una importancia considerable pero limitada, si Argelia poseyese una industria. Pero el sistema colonial se lo prohíbe. Los desempleados afluyen a las ciudades, donde se les ocupa unos días en trabajos de instalación, y luego se quedan allí, por no saber adónde ir: ese subproletariado desesperado crece de año en año. En 1953, no había más que 143.000 jornaleros registrados oficialmente como habiendo trabajado más de noventa días, o sea un día de cada cuatro. Nada muestra mejor el rigor creciente del sistema colonial: se comienza por ocupar el país, luego se toman las tierras y se explota a los antiguos propietarios con salarios de hambre. Y después, con la mecanización, esta mano de obra barata se hace aún demasiado cara: se termina por quitar a los indígenas hasta el derecho de trabajar. Al argelino, en su casa, en un país en plena prosperidad, no le queda más que morir de hambre.
Los que, entre nosotros, se atreven a quejarse de que los argelinos vengan a ocupar el lugar de los trabajadores franceses, ¿saben que el 80 % de ellos envían la mitad del salario a su familia y que millón y medio de personas que han quedado en los aduares viven exclusivamente de lo que les envían esto 400.000 exiliados voluntarios? Y esto también es la consecuencia rigurosa del sistema: los argelinos se ven obligados a buscar en Francia los empleos que Francia les niega en Argelia.
Para el 90% de los argelinos, la explotación colonial es metódica y rigurosa: expulsados de sus tierras, acantonados en suelos improductivos, obligados a trabajar por salarios irrisorios, el temor al desempleo desalienta sus revueltas; los huelguistas temen que se utilicen como esquiroles a los desempleados. En realidad, el colono es rey, no concede nada de lo que la presión de las masas ha podido arrancar a los patronos de Francia: no hay escala móvil, no hay convenios colectivos, no hay subsidios familiares, no hay cantinas, no hay viviendas obreras. Cuatro muros de barro seco, pan, higos, diez horas de trabajo diario: aquí el salario es verdadera y ostensiblemente el mínimo necesario para el mantenimiento de las fuerzas laborales.
He aquí el cuadro. ¿Se puede al menos hallar una compensación a esta miseria sistemáticamente creada por los usurpadores europeos en lo que se llama los bienes no directamente mensurables, instalaciones y trabajos públicos, higiene, instrucción? Si tuviésemos ese consuelo quizás podríamos conservar alguna esperanza: quizás reformas juiciosamente elegidas... Pero no; el sistema es implacable. Ya que Francia, desde el primer día, ha desposeído y rechazado a los argelinos, ya que los ha tratado como un bloque inasimilable, toda la obra francesa en Argelia se ha realizado en beneficio de los colonos.
No hablo siquiera de los aeródromos y los puertos: ¿le sirven de algo al felá como no sea para ir a morir de miseria y de frío en los barrios bajos de París?
¿Y las carreteras? Unen las grandes ciudades con las propiedades europeas y los sectores militarizados. Sólo que no han sido hechas para permitir que se llegue a las casas de los argelinos.
¿La prueba?
En la noche del 8 al 9 de septiembre de 1954, un sismo devasta Orleansville y la región del Bas-Chelif.
Los periódicos anuncian: 39 muertos europeos, 1.370 franceses musulmanes.
Ahora bien, entre esos muertos, 400 fueron descubiertos tres días después del cataclismo. Ciertos aduares recibieron los primeros auxilios con seis días de retraso. La excusa de los equipos de los salvadores es la condenación de la obra francesa: "¡Qué íbamos a hacer! ¡Estaban demasiado lejos de las carreteras!"
¿La higiene al menos? ¿La salud pública?
Después del sismo de Orleansville, la administración quiso indagar acerca de la condición de los aduares. Los que eligió, al azar, se hallaban a 30 ó 40 kilómetros de la ciudad y eran visitados únicamente dos veces por año por el médico encargado de la asistencia médica.
En cuanto a nuestra famosa cultura, ¿quién sabe si los argelinos tenían tantos deseos de adquirirla? Pero lo que es seguro es que nosotros se la hemos negado. No diré que hemos sido tan cínicos como en el Estado del Sur de los Estados Unidos, donde una ley, conservada hasta comienzos del siglo XIX, prohibía, bajo pena de multa, enseñar a leer a los esclavos negros. Pero en fin, nosotros hemos querido hacer de nuestros "hermanos musulmanes" una población de analfabetos. En la actualidad, todavía hay un 80 % de iletrados en Argelia. Pase todavía el que no les hubiésemos prohibido más que el uso de nuestro idioma. Pero en el sistema colonialista entra necesariamente el cerrar el camino de la historia a los colonizados; como en Europa las reivindicaciones nacionales se han apoyado siempre en la unidad de la lengua, se ha negado a los musulmanes el uso de su propio idioma. Desde 1830, la lengua árabe se considera en Argelia como una lengua extranjera; se habla aún, pero es sólo virtualmente una lengua escrita. Eso no es todo: para mantener a los árabes desmenuzados, la administración francesa les ha confiscado su religión; recluta los sacerdotes del culto islámico entre sus asalariados. Ha mantenido las supersticiones más bajas, porque desunen. La separación de la Iglesia y el Estado es un privilegio republicano, un lujo bueno para la Metrópoli. En Argelia, la República Francesa no puede permitirse el ser republicana. Mantiene la incultura y las creencias del feudalismo, pero suprime las estructuras y las costumbres que permiten a un feudalismo vivo ser, a pesar de todo, una sociedad humana; impone un código individualista para arruinar los cuadros y la libertad de espíritu de la colectividad argelina, pero mantiene reyezuelos, que reciben de ella su poder y gobiernan para ella. En una palabra, fabrica los "indígenas", por un doble movimiento que los separa de la colectividad arcaica dándoles o conservándoles, en la soledad del individualismo liberal, una mentalidad en la cual el arcaísmo sólo se puede perpetuar en relación con el arcaísmo de la sociedad. Crea las masas, pero impide que se conviertan en un proletariado consciente, mistificándolas mediante la caricatura de su propia ideología.
Aquí vuelvo a nuestro interlocutor del principio, a nuestro realista de corazón tierno que nos proponía reformas masivas diciendo: "¡La economía primero!" Yo le respondo: sí, el felá, se muere de hambre; sí, carece de todo, de tierras de trabajo y de instrucción; sí, le abruman las enfermedades; sí, el estado actual de Argelia es comparable a las peores miserias del Extremo Oriente. Y sin embargo, es imposible comenzar por las transformaciones económicas porque la miseria y la desesperación de los argelinos son el efecto directo y necesario del colonialismo, y no se suprimirán mientras el colonialismo dure. Eso lo saben todos los argelinos conscientes. Y todos están de acuerdo con esa palabra de un musulmán: "Un paso hacia adelante, dos pasos hacia atrás. Ésa es la reforma colonial".
Porque el sistema aniquila por sí solo y sin esfuerzo, todas las tentativas de arreglo: sólo puede mantenerse haciéndose cada día más duro, más inhumano.
Admitamos que la Metrópoli propone una reforma. Hay tres casos posibles:
La reforma es automáticamente ventajosa para el colono, y sólo para el colono.
Para aumentar el rendimiento de las tierras se han construido diques y todo un sistema de irrigación. Pero se comprenderá que el agua sólo puede alimentar las tierras de los valles. Ahora bien, esas tierras han sido siempre las mejores de Argelia, y los europeos las han acaparado. La ley Martin, en sus considerandos, reconoce que las tres cuartas partes de las tierras irrigadas pertenecen a los colonos. ¡Id, pues, a irrigar el sur presahariano!
Se la ha desnaturalizado hasta el punto de hacerla ineficaz. El estatuto de Argelia es monstruoso por sí solo. El gobierno francés, ¿esperaba mixtificar a las poblaciones musulmanas concediendo esta Asamblea de dos colegios? Lo que es seguro es que no se le ha dejado siquiera la oportunidad de llevar a cabo esta mixtificación. Los colonos no han querido siquiera dar al indígena la ocasión de ser mixtificado. Eso era ya demasiado para ellos: han hallado más sencillo falsear públicamente las elecciones. Y, desde su punto de vista, tenían una perfecta, razón: cuando se asesina a las gentes, es mejor amordazarlas antes. El colonialismo se vuelve, en persona, contra el neocolonialismo para suprimir sus consecuencias peligrosas.
Se la ha dejado dormitar con la complicidad de la administración.
La ley Martin preveía que los colonos, en compensación a la plusvalía dada a sus tierras por la irrigación, cederían algunas parcelas de suelo al Estado. El Estado habría vendido esas parcelas a los argelinos, que habrían podido pagar sus deudas en veinticinco años. Como se verá, la reforma era modesta: se trataba sencillamente de revender a varios indígenas elegidos una ínfima parte de las tierras que se les habían robado a sus padres. Los colonos no perdían nada con ello. Pero para ellos no se trataba de no perder nada: hay que ganar siempre más. Habituados desde cien años a los "sacrificios" que la Metrópoli hace por ellos, no podían reconocer que aquellos sacrificios pudiesen aprovechar a los indígenas. Resultado: se dejó dormir la ley Martin.
Se comprenderá la actitud colonialista si se reflexiona acerca de la suerte reservada a las "oficinas agrícolas para la instrucción técnica del campesino musulmán". Esta institución, creada en el papel y en París, no tenía otro objeto que elevar ligeramente la productividad del felá: lo suficiente para impedirle morir de hambre. Pero los neocolonialistas de la Metrópoli no se daban cuenta de que iba directamente contra el sistema: para que la mano de obra argelina fuese abundante, era necesario que el felá continuase produciendo poco y a precios altos. Si se propagaba la instrucción técnica ¿los obreros agrícolas no serían más escasos, más exigentes? ¿La competencia del propietario musulmán no sería temible? Y luego, sobre todo, la instrucción, cualquiera que sea y de donde venga, es un instrumento de emancipación. El gobierno, cuando es de derechas, lo sabe tan bien que se niega a instruir, en Francia, a nuestros propios campesinos. ¡De todos modos no es para difundir el conocimiento técnico entre los indígenas! Mal vistas, atacadas por todas partes -insidiosamente en Argelia, violentamente en Marruecos- esas oficinas son inoperantes.
A partir de ahí, todas las reformas son ineficaces. En particular, cuestan caras. Son demasiado pesadas para la Metrópoli, y los colonos de Argelia no tienen los medios ni la voluntad para financiarlas. La escolarización total -reforma que se ha propuesto con frecuencia- costaría 500 mil millones de francos antiguos (calculando en 32.000 francos el costo anual de un escolar). Ahora bien, la renta total de Argelia es de 300 mil millones. La reforma de la enseñanza no se puede realizar más que por una Argelia industrializada que hubiese triplicado al menos sus ingresos. Pero, como hemos visto, el sistema colonial se opone a la industrialización. Francia puede disipar millones en grandes obras: se sabe perfectamente que no quedará nada de ellas.
Y cuando hablamos de "sistema colonial" hay que entendemos: no se trata de un mecanismo abstracto. El sistema existe y funciona; el círculo infernal del colonialismo es una realidad. Pero esta realidad se encarna en un millón de colonos, hijos y nietos de colonos, que han sido formados por el colonialismo, y que piensan, hablan y actúan de acuerdo a los principios mismos del sistema colonial.
Porque el colono está fabricado como el indígena: es creación de su función y de sus intereses.
Unido a la Metrópoli por el pacto colonial, ha venido a comercializar para ella, a cambio de un importante beneficio, los productos del país colonizado. Ha creado incluso nuevos cultivos que reflejan las necesidades de la Metrópoli mucho más que las de los indígenas. Es, pues, doble y contradictorio: tiene su "patria", Francia; y su "país", Argelia. En Argelia representa a Francia, y no quiere tener más relaciones que con ella. Pero sus intereses económicos le llevan a enfrentarse con las instituciones políticas de su patria. Las instituciones francesas son las de una democracia burguesa fundada en el capitalismo liberal. Suponen el derecho de voto, el de asociación y la libertad de prensa.
Pero el colono, cuyos intereses son directamente contrarios a los de los argelinos, y que sólo puede fundar la superexplotación en la opresión pura y simple, únicamente puede reconocer esos derechos para él y para gozar en Francia, en medio de los franceses. En esta medida, detesta la universalidad -al menos formal- de las instituciones metropolitanas. Precisamente porque se aplican a todo el mundo, el argelino podría reivindicarlas. Uno de los fundamentos del racismo es compensar la universalidad latente del liberalismo burgués: ya que todos los hombres tienen los mismos derechos se hará del argelino un subhombre. Y ese rechazo de las instituciones de su patria, cuando sus conciudadanos quieren extenderlas a "su" país, determina en todo colono una tendencia secesionista. ¿Acaso el presidente de los alcaldes de Argelia no dijo, hace algunos meses: "Si Francia desfallece, nosotros la reemplazaremos"?
Pero la contradicción adquiere todo su sentido cuando el colono explica que los europeos están aislados en medio de los musulmanes, y que la relación de fuerzas es de nueve contra uno. Precisamente porque están aislados, rechazan todo estatuto que otorgue el poder a una mayoría. Y, por la misma razón, no les queda más recurso que el mantenerse por la fuerza. Pero precisamente por causa de eso -y porque las relaciones de fuerzas en sí sólo pueden volverse contra ellos- necesitan la potencia metropolitana, es decir, el ejército francés. De suerte que estos separatistas son también hiperpatriotas. Republicanos en Francia -en la medida en que nuestras instituciones les permitan constituir entre nosotros un poder político- son en Argelia fascistas que odian la República y aman apasionadamente el ejército republicano.
¿Pueden ser de otro modo? No. Mientras sean colonos. Ha ocurrido que los invasores, instalados en un país, se mezclan con la población autóctona y terminan constituyendo una nación: entonces es cuando se ve nacer -al menos para ciertas clases, intereses nacionales comunes. Pero los colonos son invasores separados completamente de los invadidos por el pacto colonial: desde hace más de un siglo que ocupamos Argelia, no se señalan apenas matrimonios mixtos ni amistades franco-musulmanas. Como colonos tienen interés en arruinar Argelia en beneficio de Francia. Como argelinos estarían obligados de una manera o de otra y por sus propios intereses, a interesarse en el desarrollo económico -y por consecuencia cultural- del país.
Durante ese tiempo, la Metrópoli está presa en la trampa del colonialismo. Mientras afirme su soberanía en Argelia, está comprometida por el sistema, es decir, por los colonos que niegan sus instituciones; y el colonialismo obliga a la Metrópoli a enviar a los demócratas franceses a la muerte para proteger la tiranía que los colonos antidemócratas ejercen sobre los argelinos. Pero ahí todavía, la trampa funciona y el círculo se estrecha: la represión que ejercemos en provecho suyo los hace cada día más odiosos; en la misma medida en que los protegen, nuestras tropas aumentan el peligro que corren, lo cual hace tanto más indispensable la presencia del ejército. La guerra costará este año, si se continúa, más de 300 mil millones, lo que corresponde al total de las rentas argelinas.
Llegamos al punto en que el sistema se destruye a sí mismo: las colonias cuestan más de lo que producen.
Al destruir la comunidad musulmana, al rechazar la asimilación de los musulmanes, los colonos eran lógicos consigo mismos; la asimilación suponía que se garantizase a los argelinos todos los derechos fundamentales, que se les beneficiara de nuestras instituciones de seguridad y de asistencia, que se les diese lugar en la Asamblea metropolitana, que se asegurase a los musulmanes un nivel de vida igual al de los franceses, realizando una reforma agraria e industrializando el país. La asimilación llevada al extremo era sencillamente la supresión del colonialismo; ¿cómo se quería obtenerla del propio colonialismo? Pero ya que los colonos sólo tienen que ofrecer la miseria a los colonizados, ya que los mantienen a distancia, ya que hacen de ellos un bloque inasimilable, esta actitud radicalmente negativa tiene que tener como contrapartida necesaria una nueva conciencia de las masas. La liquidación de las estructuras feudales, después de haber debilitado la resistencia árabe, tiene como efecto facilitar esta nueva conciencia colectiva: nacen estructuras nuevas. Como reacción a la segregación y en la lucha cotidiana se ha descubierto y forjado la personalidad argelina. El nacionalismo argelino no es la simple reviviscencia de antiguas tradiciones, de antiguos apegos: es la única salida de que disponen los argelinos para hacer cesar su explotación. Hemos visto a Jules Ferry declarar en la Cámara: "Allí donde está el predominio político está el predominio económico..." Los argelinos mueren de nuestro predominio económico, pero han aprovechado esta enseñanza: para suprimirlo, han decidido atacar nuestro predominio político. De este modo, los colonos han formado ellos mismos sus adversarios; han mostrado a los vacilantes que no había ninguna solución posible, aparte de una solución de fuerza.
El único beneficio del colonialismo, es que debe mostrarse intransigente para durar y que, prepara su pérdida por su intransigencia.
Nosotros, franceses de la Metrópoli, sólo podemos sacar una lección de esos hechos: el colonialismo está en camino de destruirse a sí mismo. Pero aún envenena la atmósfera: es nuestra vergüenza, se burla de nuestras leyes o las caricaturiza; nos infecta de su racismo, como lo ha probado el otro día el episodio de Montpellier, obliga a los jóvenes a morir a pesar suyo, por los principios nazis que combatíamos hace diez años; trata de defenderse suscitando un fascismo incluso entre nosotros, en Francia. Nuestro papel es ayudarle a morir. No sólo en Argelia, sino en todos los lugares donde existe. Las gentes que hablan de abandono son imbéciles: no se puede abandonar lo que no se ha poseído nunca. Se trata, por el contrario, de construir con los argelinos relaciones nuevas entre una Francia libre y una Argelia liberada. Pero no vayamos, sobre todo, a dejarnos apartar de nuestra tarea por la mixtificación reformista. El neocolonialista es un necio que cree aún que se puede arreglar el sistema colonial, o un maligno que propone reformas porque sabe que son ineficaces. Esas reformas vendrán a su tiempo: el que las hará será el pueblo argelino. La única cosa que podríamos y deberíamos intentar -que es esencial hoy en día- es luchar junto a ellos para librar a la vez a los argelinos y a los franceses de la tiranía colonial.
Fuente: Les Temps Modernes, Nº 123, marzo-abril de 1956. Intervención en un mitin "por la paz de Argelia"; en Jean-Paul Sartre, Colonialismo y neocolonialismo, Situations V, Editorial Losada, Buenos Aires, 1968, págs. 20-37. Reproducido en http://www.elhistoriador.com.ar/articulos/miscelaneas/sartre_contra_el_colonialismo.php, de donde fuera reproducido.
La historia del devenir del pensamiento de
los pueblos de lo que los conquistadores denominaran América, desde sus
culturas originarias[2]
hasta el presente, está colmada de ejemplos de humanismo práctico, expresado en
las concepciones y ejercicios democráticos, reconocedores de determinadas
formas de derechos humanos.
Basta un recorrido puntual por la historia
de su vida política, jurídica, filosófica, etc.,[3]
para percatarse de que la lucha por reivindicar la condición humana de
aborígenes y esclavos africanos, y los derechos de criollos que impulsaron los
movimientos emancipadores e independentistas contiene numerosas manifestaciones
de humanismo, algunas de ellas en su tradicional forma abstracta, y otras de evidente
carácter práctico.
Por humanismo
práctico –término utilizado por Marx en sus trabajos tempranos como La sagrada familia y los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844,
así como los de humanismo concreto, humanismo positivo y humanismoculto que se diferenciaba
del humanismo
real de Feuerbach[4]–
puede considerarse una postura de
compromiso activo, militante y arriesgado con la defensa de la dignidad de
determinados grupos humanos, que se diferencia del humanismo abstracto, el cual
se limita a simples declaraciones filantrópicas que no trascienden más allá de
cierta misericordia o postura piadosa ante indígenas, esclavos, siervos,
proletarios, mujeres, niños, minusválidos, etc. Un humanismo práctico debe
distanciarse también del antropocentrismo que ha caracterizado generalmente a
la cultura occidental y tomar en consideración la imprescindible
interdependencia entre el hombre y la naturaleza.
Son múltiples las evidencias de humanismo
práctico en los próceres de la independencia latinoamericana, quienes no
limitaban sus objetivos a la conquista de la independencia política respecto a
la metrópoli, sino también a alcanzar mayores grados de justicia social.[5]
Esto puede apreciarse desde Simón Bolívar y demás líderes iniciadores de tales
luchas emancipadoras, así como también en sus continuadores en nuevas etapas,
como José Martí,[6] e
incluso en la actualidad, cuando algunos pueblos, después del fracaso de
llamado “socialismo real”, ensayan nuevos proyectos de sociedad más justa y por
tanto humanista práctica.
La llamada filosofía de la liberación ha sido
uno de esos notables ejemplos de que algunos de sus más destacados
representantes –entre los cuales sobresale Enrique Dussel– han continuado
cultivando esa tendencia aportadora de nuevas formas de humanismo práctico. Resulta
válido el criterio de Pedro Enrique García Ruiz, según el cual: “La obra de
Dussel, a diferencia de otros miembros del movimiento de la filosofía de la
liberación, no ha abandonado sus hipótesis de trabajo originales y las ha
enriquecido a través de diversas polémicas, mostrando que no eran únicamente el
resultado de una coyuntura histórica determinada”.[7]
Es sabido que la filosofía de la liberación,
desde su inicio, no constituyó un movimiento homogéneo, pues incluso se ha
cuestionado si es propiamente una filosofía[8].
En el transcurso de su desarrollo, algunos de sus simpatizantes se han
distanciado de ella con la intención de generar nuevas propuestas, por
diferentes vías también, de humanismo práctico.
Esto
significa que la filosofía de la liberación no debe ser considerada como la
única continuadora o la expresión más reciente de dicha forma de humanismo,
pero sin duda, es una de sus manifestaciones más auténticas,[9]
del mismo modo que lo han sido también algunas expresiones del positivismo sui generis[10]
o del marxismo[11]
en el contexto latinoamericano.
La obra filosófica de Enrique Dussel es lo
suficientemente extensa y profunda para poder ser analizada de forma simple en
un artículo. De manera que el presente trabajo solo pretende abordar algunos de
los elementos que hacen que ella ocupe un merecido lugar en la historia universal
de la filosofía, y en particular de Latinoamérica, así como en la conformación
y despliegue de formas de humanismo práctico, tomando en consideración que la
preocupación por la práctica es un tema central no solo en sus reflexiones
epistemológicas, sino especialmente en el terreno de la ética y la filosofía
política[12]. Por
tal motivo, se atenderá este elemento básicamente en una de sus obras: Hacia una filosofía política crítica (2001),
que aunque no resulta la única, está entre las mejor expresan dicha postura.
El tema del humanismo ocupó la atención especial del filósofo argentino desde
sus primeros libros, como puede apreciarse en El humanismo semita.
Estructuras intencionales radicales del pueblo de Israel y otros semitas[13]
y El dualismo en la antropología de
la cristiandad. Desde los orígenes hasta antes de la conquista de América[14],
así como en El humanismo helénico.[15]
Indudablemente, estos estudios contribuyeron, como una de las fuentes teóricas
principales, a la conformación de su pensamiento humanista, pero sería su
sensibilidad ética y política para identificarse con las aspiraciones de los
sectores populares el factor decisivo en la orientación práctica de dicho
pensamiento.
Muchas de las determinaciones por las cuales
el pensamiento de Dussel debe ser considerado dentro de la tradición humanista
práctica pueden encontrarse en otros tantos de sus
trabajos anteriores. Sin embargo, no cabe la menor duda de que en ellos se
observa una favorable evolución hacia formas superiores no solo de humanismo,
sino también de superación del ideario utópico abstracto y de aproximación creciente
a las utopías concretas y de preocupación por el esclarecimiento del papel de
la praxis.[16]
A tenor de lo anteriormente definido como
humanismo práctico, son múltiples los ejemplos en que la obra de Enrique Dussel
ha expresado su identificación con causas emancipadoras de algunos pueblos e
incluso ha asumido formas de compromiso político con procesos revolucionarios coetáneos –entre ellos, los de Cuba, Nicaragua, El
Salvador, etc.–, así como con las ancestrales luchas de indígenas, de
afrodescendientes y de sectores sociales
explotados o marginados en general.
Sus abiertas críticas a la injerencia
norteamericana –propiciadora de golpes de Estado contra Gallegos en Venezuela, Arbenz
en Guatemala, Cuadros en Brasil, Allende
en Chile, y apoyo a dictaduras repudiadas por
amplios sectores populares, como la de Machado y Batista en Cuba, Rojas Pinilla
en Colombia, Trujillo en Dominicana, Somoza en Nicaragua, Stroessner en
Paraguay, Onganía y Videla en Argentina, Pinochet en Chile, etc.–, y en especial su más recientes expresiones de apoyo a las transformaciones
revolucionarias en Venezuela, Bolivia, Ecuador, así como a los éxitos de
gobiernos de distinto grado de izquierda en Brasil, Uruguay, Argentina, etc., son
suficientes razones para considerar que su postura filosófica ha sido la de un
intelectual con compromiso orgánico con causas populares de humanismo práctico,
interesado ante todo en la historia real de los pueblos dominados y marginados.[17]
Su interés ha sido poder a partir de la historia de esos pueblos oprimidos
elaborar una filosofía que contribuyese a su liberación.
Su clara comprensión de las verdaderas
causas de las nuevas guerras imperialistas que han sacudido el mundo en estos
últimos años es también expresión de identificación con las demandas de pueblos
invadidos y obligados por la fuerza a cambiar de gobierno bajo pretextos de
lucha por la democracia, escondiendo los verdaderos intereses de apropiarse de
sus recursos naturales.
Si
bien en ocasiones las formulaciones filosóficas en cualquier pensador pueden
parecer que por su naturaleza teórica empañan la aproximación crítica y
comprometida con procesos históricos reales, en verdad en la mayoría de los
casos, como Dussel plantea,[18]
sucede todo lo contrario. Al aproximarse críticamente a la esencia de dichos procesos,
contribuyen de algún modo al esclarecimiento de sus causas, nexos, efectos y
otras determinaciones, por lo que
facilitan una posible actitud práctico-transformadora de la realidad, siempre y
cuando los sujetos sociales encargados de asumirlos ejecuten su función de
manera consciente e ideológicamente fundamentada.
Cuando Gabriel García Márquez ejercía
como corresponsal de El Espectador
fue enviado a El Chocó a reportar un supuesto
levantamiento popular en esa marginada zona colombiana. Al llegar a ese lugar se
percató de que no existía tal sublevación. Se dio entonces a la tarea de
entrevistar a varios líderes sociales y otras personas de dicha región. Cuentan
que al publicar sus reportajes y entrevistas, en los cuales se revelaban las
injusticias sociales que allí se acrecentaban, contribuyó de tal manera al
incremento de la conciencia de insatisfacción de la población chocoana sobre su
angustiosa situación, que a los pocos días se produjo el anunciado levantamiento
popular.
Algunas razones habrán motivado a los
ideólogos del Partido Republicano de los Estados Unidos de América a citar a
Antonio Gramsci al elaborar la plataforma ideológica de dicho partido en el
Documento de Santa Fe II, cuando afirman que la clase obrera por sí misma no puede tomar el poder político, pero con
ayuda de los intelectuales sí lo puede hacer. De ahí que para las oligarquías
dominantes resulten más peligrosas las ideas que se generan en una universidad
que las surgidas en un sindicato obrero.
Es sabido que las posturas ideológicas no
siempre revelan una suficiente fundamentación científica o filosófica por parte
de sus portadores, aunque ello no significa que carezcan de ella. Ninguna ideología[19]
se expresa en sus representantes de forma
simple por reacciones meramente espontáneas.
En toda forma de humanismo, ya sea
abstracto, real, concreto o práctico, subyace algún tipo de postura ideológica.
Muchas veces tal elemento se esconde tras una maleza de formulaciones teóricas que
dificulta revelar de manera fácil su verdadera esencia, pero a la larga un
análisis pormenorizado de sus particularidades debe mostrar las raíces de su
diverso fermento ideológico, pues es como el oxígeno del aire que respiramos,
nos agrade o no, debemos consumirlo, a menos que se pretenda renunciar a la vital
existencia.
En
la obra filosófica dusseliana se ha expresado de forma cada vez más clara el momento
ideológico debidamente fundamentado por un andamiaje teórico de refinada
profundidad filosófica. Este hecho se revela en su identificación con los
sectores dominados y explotados de la población.[20]
Sin duda, tales expresiones ideológicas están presentes desde sus primeros
trabajos, aunque por supuesto, no en la misma forma e intensidad, pues es
evidente que en sus obras más recientes, como la que nos ocupa, su discurso filosófico, sin renunciar a su
calidad teórica, revela de manera cada vez más clara su firme postura
ideológica de articulación con los procesos emancipadores de los pueblos, no
solo del llamado Tercer Mundo, sino de todas las latitudes, y en especial de
los latinoamericanos en su lucha contra los poderes coloniales, neocoloniales e
imperialistas, como puede apreciarse en esta declaración: “En el caso de una «pragmática»
idealista, el problema del fetichismo pasa desapercibido en su determinación
económica. Es esto lo que nos interesa en América Latina, en la periferia mundial,
donde desde la invasión a Panamá y la guerra de Irak un Nuevo Orden Mundial
hegemónico del «Norte», bajo el poder militar norteamericano, impone a la mayoría de la
Humanidad, en el «Sur», el deber moral de resignarse con un mínimo vital de consumo,
en la miseria, contemplando pasiva la dilapidación ecológica del planeta en
manos de la irresponsabilidad destructora del Norte. El cinismo ocupa el lugar
de la ética, y la moral burguesa del sistema capitalista desarrollado (que
justifica la invasión de Panamá, pero se opone a la invasión de Kuwait) se
impone como la «Macro-moral de la Humanidad»: la pura violencia coactiva,
irracional e injusta del más fuerte (sea esa fuerza tecnológica o
económica, pero, por último, militar)”.[21]
Su abierta postura de enfrentamiento a cualquier forma de darwinismo social le
conduce a reiterar el nefasto carácter de tales concepciones seudocientíficas
tan distantes de cualquier forma de humanismo.
Desde sus primeras
reflexiones sobre las posibilidades de una filosofía de la liberación se
aprecia en la obra de Dussel una antropología filosófica, bien estructurada,
con fermentos propios del humanismo cristiano originario; la fenomenología existencialista
de Heidegger; la concepción de la exterioridad y la alteridad de Levinas, como
fundamento de su analéctica; el
marxismo, inicialmente en interpretaciones más cercanas a la teoría crítica, en
especial las reflexiones de Bloch sobre las utopías concretas [22]
y los enriquecedores análisis sobre la enajenación, especialmente de Marcuse.
Posteriormente en la evolución de su trayectoria intelectual se observa una
genuina profundización en la obra de Marx, así como enriquecedoras
críticas a la ética del discurso de Apel;[23]
la huella de la hermenéutica de Ricoeur; el estudio de la trayectoria humanista
del pensamiento filosófico latinoamericano, en especial la teoría de la
dominación y la liberación en Salazar Bondy y Zea, así como otros pensadores
críticos de toda forma de exclusión y discriminación, como Sartre, Fanon, etc.,
se puede apreciar que en la médula de su ideario se encuentra, por una parte, una auténtica filosofía política ─como él
mismo abiertamente así lo declara[24]─
y a la vez subyace permanentemente una
ética descarnadoras de las despiadadas formas de explotación de los pueblos
colonizados por las distintas metrópolis durante la modernidad, de ahí que
considere necesaria la generación de una nueva forma de sociedad transmoderna,[25]
superadora del capitalismo, esto es, generadora de nuevas formas de humanismo
práctico que dicha sociedad por sí misma jamás podrá engendrar.
La mirilla de su humanismo
práctico se orientaría hacia las causas reales de la miserable situación de
grandes sectores sociales de los pueblos conquistados, colonizados y esclavizados por los imperios gestores de
la dominación capitalista mundial. Por tal razón consideraría: “Esta liberación de la dependencia,
esta ruptura de las estructuras de la totalidad dominada por el «centro»,
quiere indicar la necesidad, de un pueblo hasta ahora oprimido, de llegar a
tener la «posibilidad» humana para cumplir un proyecto digno de tal nombre. El
proyecto vigente en el mundo presente asigna a nuestros pueblos, en la división
internacional del trabajo, de la cultura, de la libertad, una función bien
pobre y de todas maneras dependiente. De lo que se trata es de llegar a
participar libre, independiente, justamente en la civilización mundial que
progresa, en la cultura humana que analógicamente se va unificando en el plano
mundial”.[26]
La filosofía política y la ética
dusseliana están impregnadas de forma creciente de una marcada identificación
con todos los sectores sociales víctimas de algún tipo de explotación,
opresión, exclusión o discriminación. La búsqueda de una alteridad dignificante
de aquellos que en la historia y hasta el presente no son considerados
expresión de la condición humana, ha sido tema permanente de su ideario
humanista desde sus primeros trabajos, como él mismo declara: “La Ética de la Liberación desde
su inicio en 1969 ha insistido en Ia relevancia ética del pobre, como víctima
de sistemas económicos sociales. «Pobre» como categoría ética es «el Otro» de
Emmanuel Levinas que excluido de la posibilidad de la reproducción de la vida (pauper ante o post festum para Marx), interpela a la
conciencia ética y económica”.[27]
Por esa razón, Dussel asumió una postura
crítica ante la oposición de la Iglesia a algunos movimientos progresistas que se desarrollaron
a partir del Concilio Vaticano II. Al respecto sostuvo: “Lo único que puede agregarse es
que, al menos, estas críticas a la corriente eclesial surgida en
Medellín, a la teología de la liberación y a la opción por los pobres,
beneficiaban de hecho a los Estados de «seguridad nacional» y a los planes represivos del Departamento
de Estado, que cambiará la fisonomía del continente con violentos golpes de
Estado contra los procesos de liberación. La Iglesia se quedaba sin voz crítica, en silencio
ante tantos horrores que se cometerán en nombre de la «civilización
occidental y cristiana».”[28]
Su actitud
de identificación con los sectores humildes de la sociedad se puede apreciar también
entre otros momentos posteriores, cuando sostiene: “El Otro, excluido
de la «comunidad» de comunicación y de los productores, es el pobre.
La «interpelación» es el «acto-de-habla» originario por el que irrumpe en la
comunidad real de comunicación y de productores
(en nombre de la ideal), y pide cuenta, exige, desde mi derecho trascendental
por ser persona, «ser-parte» de dicha comunidad; y, además, pretende
transformarla, por medio de una praxis de liberación (que frecuentemente es
también lucha), en una unidad histórico-posible más justa. Es el «excluido» que
aparece desde una cierta nada para crear un nuevo momento de la historia de la
«comunidad». Irrumpe, entonces, no solo como el excluido de la argumentación,
afectado sin ser-parte, sino como el excluido de la vida, de la producción y
del consumo, en la miseria, la pobreza, el hambre, la muerte inminente. Este es
el tema que hiere con la angustia diaria de la muerte cercana y posible a la
mayoría de la humanidad presente, a América Latina, África y Asia. Este es el
lema de la filosofía en el mundo periférico, el «Sur»; es el tema de la filosofía de la
liberación, liberación de la exclusión, de la miseria, de la opresión: este es el fundamento (Grund), «la razón (Vemunft) del Otro» que tiene el derecho de
dar sus razones. No hay liberación sin racionalidad; pero no hay racionalidad crítica sin acoger la «interpelación»
del excluido, o sería solo racionalidad de dominación, inadvertidamente”.[29]
Es
en tal sentido que le otorga un protagonismo especial a la filosofía como
instrumento racional que posibilita analizar y enfrentar diversas formas de
alienación. Esto no significa que todas y cada una de las posturas filosóficas
se caractericen por esta función, al igual que la humanista, pero sin duda, la
filosofía de la liberación ocupa un digno lugar entre las que se destacan por las
funciones humanista y emancipadora.[30]
Si
su discurso se limitara a una simple denuncia o protesta, sin propuestas posibles
de solución a las diversas formas alienantes de explotación y discriminación en
distintas latitudes y sectores sociales –entre los que se encuentra la mujer–,
este podría quedar enmarcado dentro del esquema del humanismo abstracto
tradicional. Sin embargo, su actitud crítica del capitalismo real, lo mismo que
del llamado “socialismo real”, le han
conducido a proponer alternativas de socialismo como las que han
comenzado a ensayarse en el ámbito latinoamericano en los últimos años. Esta
actitud se expresa en su solidaria identificación con estos nuevos experimentos
de socialismo, más democráticos y propulsores de los derechos humanos,
consciente de que otra forma no sería socialismo.
Su especial atención a la crítica
situación de las mujeres en diversas circunstancias constituye también una
expresión de su humanismo práctico,[31]
en especial cuando les asigna un protagónico papel en el proceso de la
liberación, al plantear: “Como siempre ha acontecido en la historia, son los
oprimidos los que realizan el camino de la liberación. En nuestro caso son las
mujeres, injustamente oprimidas desde la relación erótica, las que lanzan el
proceso”.[32]
En ocasiones se subestiman aquellas
ideas de pensadores sobre el papel protagónico de las mujeres en el desarrollo
social, sin tomar en debida consideración que ellas constituyen aproximadamente
el 50 %, y en algunos países incluso algo más. Pero lo importante no es una
dimensión cuantitativa, sino la significación cualitativa de su actuación en la
historia, lo que llevó a Carlos Marx a plantear que todo el que sabe algo de
historia, sabe que las grandes transformaciones sociales se miden por el grado
de participación que en ellas tenga el bello sexo, incluyendo a las feas.[33]
Es evidente que ya desde sus trabajos de
los años sesenta la huella del marxismo aflora en el pensamiento de Dussel de
un modo u otro, como han reconocido varios de los que han analizado este tema,[34]
pero también es cierto que la concepción que tendría de este en aquellos años
resulta algo distante de la que asumiría posteriormente, cuando estudió la obra
de Marx con amplia dedicación y profundidad. Mas esta cuestión merece atención
especial y sobrepasa las posibilidades reales del presente análisis.
Ahora bien, para el tema que nos ocupa
resulta indispensable destacar la acertada tesis de Eduardo Medieta, según la
cual: “En opinión
de Dussel, el Marx realmente humanista es aquél que hallamos en El Capital, donde nos vemos confrontados no
con una ciencia económica, sino con una crítica de la economía política que
produce un sistema para la expropiación de la vida del trabajador”.[35]
Este criterio sitúa con razones suficientes al filósofo argentino en la orilla
totalmente opuesta del pretendido antihumanismo teórico atribuido a Marx
por Althusser.[36] Los análisis de Dussel sobre la trascendencia
humanista práctica del pensamiento de Marx han contribuido de alguna forma al
rescate del valor de dicho componente filosófico del pensador alemán.[37]
No se trata de valorar la obra filosófica
de Dussel por su mayor o menor aproximación al humanismo práctico de Marx,
aunque sean evidentes sus confluencias, como cuando plantea: “En nuestra sociedad, el trabajador es «libre»;
pero no libre en el sentido que tenga libertad para, sino libre o falto de
tierra, medios de producción y subsistencia: libertad como «pobreza absoluta»,
como «despojamiento total», como el que sólo tiene su propio pellejo para vender”.[38]
Del
mismo modo se puede apreciar su confluencia con el humanismo práctico de
Marx no solo cuando cita a Marx, sino simplemente cuando coincide con algunas
de sus tesis fundamentales. Es conveniente recordar que Michel Foucault
expresaba que él no necesitaba citar a Marx para coincidir con él. Y así se puede observar en el caso de Dussel cuando
plantea: “Liberar a la
tecnología para la humanidad a fin de permitir
al hombre un trabajo, no para el capital, sino para sí mismo: ampliación del
tiempo de re-creación, de reproducción de la vida, de expansión del espíritu,
del arte, de tensión trascendental más allá de los límites del reino de la necesidad aspirando el Reino de la
Libertad, como cantaba Schiller. De no
liberar la técnica para el hombre, el hombre seguirá siendo inmolado al Fetiche
a través y por medio de su materialidad en la máquina, [...]”[39]
En definitiva, lo importante no es tal vínculo,
sino en qué medida su producción intelectual en esa larga y prolífica vida de
creación teórica se ha correspondido o no con las circunstancias y la época
histórica que le ha tocado vivir. Es evidente que en su obra se aprecia un considerable incremento de la proyección
humanista práctica, de la misma manera que ha existido en determinadas
interpretaciones de la obra de Marx por parte de varios de
sus continuadores, que han fortalecido algunos de sus elementos esenciales o han
desarrollado otros, que apenas eran germinales en el pensador alemán o que ni
siquiera se planteó, pero en la actualidad resultan indispensables.
El
humanismo práctico en la filosofía política crítica de Dussel se asienta en una
antropología filosófica que parte del criterio según el cual “Si la vida humana es el criterio
de verdad práctica, el principio ético material universal puede describirse así: todo el que obre éticamente debe reproducir y desarrollar la vida humana en comunidad, en último
término de toda la humanidad, es, decir, con pretensión de verdad práctica universal”.[40]
De tal forma, el presupuesto básico de todas sus reflexiones teóricas descansa
en este principio –que si bien puede tener entre sus elementos fundamentales el
cristianismo, no debe reducirse unilateralmente a esa sustancial fuente–, el
cual constituye uno de los ejes principales que le permiten valorar todas las
posibles consecuencias de la praxis política. En la misma medida en que esta
última contribuya al enriquecimiento no solo espiritual, sino material de las
condiciones de existencia de los sectores populares, encontrará el beneplácito
del pensador argentino.
Por ello, de forma diáfana sostiene: “La vida humana, no la virtud (un
modo habitual de vivir), ni los valores (las mediaciones jerarquizadas de la
vida), o la felicidad (la repercusión subjetiva global del bienestar del
viviente), etc., es el modo-de-realidad (Realitátsmodus) del ser humano. El ser humano,
que no es un ángel ni una piedra, y ni siquiera un primate superior, es un ser
viviente lingüístico, autoconsciente o autor reflexivo y por ello
autorreferente: es el único viviente que «recibe» la vida
a-cargo-de o bajo su responsabilidad”.[41]
En ese sentido, su perspectiva
antropológica se articula adecuadamente con la tendencia general observada en
el pensamiento filosófico latinoamericano de otorgar mayor fundamento a la
existencia de una histórica, condicionada y progresiva condición humana,[42] que a una presunta determinista naturaleza humana o una metafísica esencia humana. Por esa razón, le da
especial atención a la consideración social y práctica de la vida humana al plantear: “La vida humana en comunidad es el
modo
de realidad del ser humano y, por ello, al mismo tiempo, es el criterio de verdad
práctica y teórica. Todo enunciado o «acto-de-habla» (Speech act) tiene por última «referencia a la vida humana»[43] y trata de otorgarle un
sentido concreto”.[44]
De tal modo se distancia tanto de las posturas vitalistas[45]
como de las esencialistas, que conciben la vida humana solo como algo
individualmente en sí y para sí, al margen de las condiciones
histórico-sociales en las que esta surge y se desarrolla.
Para Dussel, “La «vida humana» no consiste en
valores, en virtudes, en felicidad. No se agota en ninguna cultura, en su historia,
etc. La «vida humana» se desarrolla concretamente en cada cultura (Sittlichkeit); la historia de las culturas
(donde los contenidos han sido olvidados por la meta-ética analítica y por ello han perdido sentido) es
su propia historia. En cada cultura la vida humana es la fuente última de todos
sus valores (maneras concretas, categorizadas y jerarquizadas de reproducir la
«vida humana» en una particularidad concreta); es el origen de las virtudes;
organiza toda la vida pulsional; se expresa como felicidad cuando se vive
plenamente. Todas las éticas materiales indican «aspectos» de esta última
instancia «material» (contenido) que es la «vida humana»”.[46]
Independientemente
de la mayor o menor influencia de la ética kantiana que pueda observarse en su
pensamiento, lo que debe destacarse es el énfasis que pone en la dimensión práctica y en
la pretensión de universalizar el humanismo como criterio básico de todo juicio
moral, tal como se observa cuando afirma: “El que actúa éticamente debe (como obligación) producir, reproducir y desarrollar autorresponsablemente
la vida concreta de cada sujeto humano, contando con enunciados normativos con pretensión de verdad
práctica, en una comunidad de vida (desde una «vida buena» cultural e histórica, con su modo de concebir la
felicidad, en una cierta referencia a los valores y a una manera fundamental de comprender el ser
como deber-ser, por ello con pretensión de rectitud también), que se comparte pulsional y solidariamente teniendo como
horizonte último a toda la humanidad, es decir, con pretensión de universalidad”.[47]
A partir de la formulación de un
principio ético universal material, Dussel orienta sus reflexiones en favor de
los sectores explotados y marginados de la sociedad, con la intención de
evidenciar la utilidad práctica de tal tipo de enunciado humanista, base de
toda otra reflexión antropológico-filosófica. Ello se aprecia cuando plantea: “Pero, además, este principio fue
descubierto como punto de partida histórico de la reflexión de la Ética
de la Liberación desde los
«condenados de la
tierra» –como
escribía Frantz Fanont−. Si
hemos debido ocuparnos de un principio ético material universal del deber de producir, reproducir y desarrollar
la vida humana en comunidad, es a partir del «hecho empírico» de que buena
parte de la humanidad (los miserables del Sur, las naciones endeudadas, los
pobres en todo sistema, las clases oprimidas, los campesinos, los inmigrantes,
los marginales, los desempleados, las mujeres, niños de la calle, los ancianos
en asilos, las culturas originarias oprimidas por la Modernidad, las razas
no-blancas... y toda la humanidad en peligro de extinción ecológica) no puede vivir, o no puede «desarrollar» la
vida de una manera cualitativamente aceptable. El efecto no-intencional de un
tema vigente con pretensión de autorregulación (como el capitalismo de mercado
de libre competencia aparente) son las víctimas en intolerable situación
creciente de negatividad”.[48]
Por esa razón critica abiertamente a
aquellos autores que disfrazan o encubren
las causas de la pobreza en la sociedad capitalista, como el Premio
Nobel de Economía Amartya Sen, pues a su juicio: “[…], quizá por conocer el medio
intelectual en que se mueve, A. Sen se cuida mucho de indicar claramente las
«causas» de la pobreza en el mundo. Siempre analiza parcialmente el problema, porque
va al «hecho y estudia los criterios de su medida, pero jamás habla
de que la pobreza (tanto absoluta como relativa) pueda presuponer una relación
de dominación con respecto al trabajador o productor efectivo (capital-trabajo),
naciones postcoloniales (centro-periferia), como el posible origen estructural
de la pobreza”.[49]
O sea, mientras la notable economista no aterriza –o no le permiten aterrizar
sin riesgos de ser desacreditado– en las causas reales que producen la
enajenante situación de grandes sectores explotados en el mundo, Dussel desde
la ética de la liberación,[50]
aparentemente más distante de sus bases teóricas, confirma una vez más lo que
desde el marxismo o muy próximos a él han confirmado otros pensadores al
respecto. No se trata de elaboraciones teóricas edulcoradas que enmascaren las
causas reales por las cuales al humanismo práctico no le resulta fácil emerger.
El humanismo práctico de Dussel se pone de
manifiesto al plantear crudamente la situación de violación de los derechos humanos
de amplios sectores de la población. Al respecto plantea: “La situación crítica que le interesa a la
Ética (y a la Política) de la Liberación se presenta cuando ciertos ciudadanos
son excluidos no-intencionalmente del ejercicio de nuevos derechos que el «Sistema
del derecho»”.[51]
A su juicio, “Las víctimas de un «sistema del derecho vigente» son los «sin-derechos» (o los que todavía no tienen derechos institucionalizados, reconocidos. Se
trata entonces de la dialéctica de una comunidad política con «estado de
derecho» ante muchos grupos emergentes sin-derechos, víctimas del sistema económico, cultural, militar,
etc., vigente. Los «derechos humanos» no pueden ser contabilizados a priori, como un posible derecho
natural. Por naturaleza los derechos humanos son históricos. Es decir, estos se estructuran históricamente como «derechos (que) son puestos en cuestión desde la conciencia ético-política
de los
movimientos sociales que luchan por el reconocimiento de su dignidad negada”.[52]
Al criticar la inhumana postura de los
sistemas de salud predominantes en el capitalismo, donde lo que importa es el
cliente y no el paciente, Dussel revela su humanismo práctico de forma
descarnada ante tales enajenantes conductas mercantilistas, y en consecuencia
reclama “[…] poder
criticar éticamente desde la vida humana y desde una reconstrucción crítica del concepto de «enfermedad», el modo como el sistema capitalista
de la salud (fetichizado por el uso monopólico de la ciencia como «saber» sanar y de la
tecnología desarrollada –monopólicamente en manos de pocas corporaciones
transnacionales– como única mediación para la salud) «explota» al enfermo
económicamente, convirtiéndolo en un «cliente obligado» (víctima alienada e inocente) y
absolutamente dependiente, como mera mediación para permitir el aumento de la
tasa de ganancia de la industria farmacéutica, de los sistemas de instituciones
privadas de la salud (clínicas, sanatorios, hospitales), del gremio
autoprotegido de médicos como los únicos conocedores monopólicos del Poder de
«sanar» la «enfermedad», que hace tiempo Ivan Ilich comenzó a criticar tan
atinadamente, lo mismo que Michel Foucault –microsistemas
autorreferentes fetichizados–. Ética y ciencia política podrían cumplir así una labor diferenciada
pero articulable, y, además los principios éticos podrían fundarse
(explicitarse) desde enunciados descriptivos «de vida humana» (que incluirían
aspectos normativos)”.[53]
A esto habría que añadir que tales enajenantes mecanismos no solo explotan a
los enfermos, sino también a médicos, enfermeras y trabajadores de la salud en
general.
Existen numerosos ejemplos que pueden
validar la tesis de que las relaciones monetario-mercantiles pueden ser muy
útiles y válidas en la esfera productiva, industrial, financiera y de algunos
servicios, pero de ahí a que sea lo mismo en las esferas de la salud, la
seguridad social, la educación, y las instituciones culturales y deportivas, va
un largo trecho. De ahí que las nuevas izquierdas y los recientes ensayos de
socialismo emprendidos después de la caída del llamado “socialismo real”, y que
tienen una nueva concepción de lo que debe ser ese tipo superior de sociedad
radicalmente más humana que el capitalismo, al parecer hayan tomado en serio
tal consideración.[54]
Por ese motivo, el filósofo argentino
reconoce en muchas de sus obras que el capitalismo por su esencia es una
sociedad hostil a la humanidad y a la naturaleza, y considera que en un nuevo
tipo de socialismo, muy diferente al experimento del llamado socialismo real, es
posible la realización de un humanismo práctico. A partir de las nefastas
experiencias de algunos de aquellos ensayos, en los cuales se hiperbolizó el
Leviatán del Estado, Dussel considera: “No hay modelo hecho, el camino de
liberación sin embargo tiene que saber que la propiedad de mi casa no debe ser
apropiación de la casa ajena. Con voluntad
de servicio se deberán poner las
cosas en un mutuo don, lo que políticamente podría formularse como un socialismo nacido entre
nosotros y por eso criollo y latinoamericano”.[55]
Las confluencias entre la tradición
humanista del pensamiento filosófico latinoamericano y el ideario socialista
han sido evidentes, especialmente desde
fines del siglo xix e
inicios del pasado. Ahora bien, no en
todos los pensadores ni en todas y cada una de las expresiones de tal humanismo
se han evidenciado tales aproximaciones por comprensibles razones.[56]
Enrique Dussel ha tenido la posibilidad de
contrastar algunos de los intentos de construcción del socialismo que se han
producido en las últimas décadas con sus éxitos y fracasos. A diferencia de
algunos renegados y avergonzados de sus posturas juveniles de izquierda, él no
solo ha mantenido una consecuente postura de identificación con los sectores
humildes del pueblo, a sabiendas de que no han podido ni podrán jamás
satisfacer sus necesidades fundamentales, sino que ha realizado una meritoria
labor filosófica de profundización teórica para contribuir de algún modo a
encontrar vías de superación de esa enajenante sociedad.
Profunda satisfacción debe sentir al hacer
un balance de su vida intelectual y apreciar en ella una progresiva tendencia
de articulación con lo mejor del pensamiento humanista práctico universal, y en
particular latinoamericano, plasmada en una amplia y valiosa obra aportadora, para
orgullo de la vida filosófica de los pueblos de Nuestra América.
[1] Profesor de Mérito de la
Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas, Cuba. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.
[2] Véase: Guadarrama, P. “Democracia y los derechos humanos en los
pueblos originarios de América”, en
Cuadernos
Americanos, UNAM,
México, N. 149, 2014, pp. 135-147.
[3] Véase: Guadarrama, P. Pensamiento
Filosófico Latinoamericano. Humanismo, método e historia. Universitá
degli Studi di Salerno-Universidad Católica de Colombia-Planeta, Bogotá,
Tomo I y II, 2012; Tomo III, 2013.
[4] Marx, C. Manuscritos
económicos y filosóficos de 1844, Editora Política, La Habana, 1965, p. 174.
[6] Véase: Guadarrama, P. José
Martí:humanismo práctico y
latinoamericanista, Editorial Capiro, Santa Clara, 2014.
[7].
Ruíz, P. E “La filosofía de la
liberación de Enrique Dussel: un humanismo del otro hombre” Humanismo mexicano
del siglo. T.II. 2005. pp. 285-316.
[8] “En verdad, no fue esta una filosofía, sino una orientación múltiple
desarrollada inicial en la Argentina por un grupo de autores preocupados por algunas inquietudes comunes. Estas inquietudes no
llegaron a cuajar en un programa
compartido y persistentemente realizado, porque en momentos en que se tomaba
conciencia de la vigencia de intereses que parecían semejantes, se advertían
las divergencias. Así, lo que se ha conocido como filosofía de la liberación
oculta bajo esa denominación un conjunto complejo de posiciones, no fácilmente
diferenciables sí, pero conflictivas y en gran medida excluyentes. Incluso
profundizando el estudio de estas modalidades de filosofar, duda el
investigador no sólo de aplicarles el calificativo de
«liberación» sino
incluso de denominarlas «filosofía»”. Cerutti, H. Filosofías
para la liberación ¿Liberación del filosofar?, UAEM, México, 1997, p. 134.
[9] “Constituye
un movimiento intelectual progresista, humanista, reivindicador de la cultura y
en especial del papel de la filosofía en América Latina; crítico de las
distintas formas de enajenación capitalista y escrutador de una opción
sociopolítica más justa para el hombre latinoamericano, aun cuando ésta no
signifique de inmediato la conquista del socialismo”. Guadarrama
González, P. M. Rojas Gómez y G. Pérez Villacampa:
“Humanismo y filosofía latinoamericana de la liberación”, en Guadarrama, P. “Humanismo
y filosofía de la liberación en América Latina, Editorial El Búho, Bogotá,
1993, p. 199.
[11] Véase: Guadarrama, P. (director de colectivo de autores): Despojados de todo fetiche. La autenticidad
del pensamiento marxista en América Latina, Universidad INCCA de Colombia,
Bogotá, 1999.
[12] “El cerebro
humano (y todo cerebro de los vivientes) tiene como criterio último de
funcionamiento a la vida ante la muerte siempre posible. La permanencia en vida
del ser humano viviente es «criterio de verdad práctica»: los objetos
constituidos son «sabidos» en su contenido en relación última a la posibilidad
de permanecer en vida. La verdad es primeramente «verdad práctica» en este
sentido27. Y la
«vida» –vida humana, por lo
tanto social, cultural, histórica, religiosa,
etc., en concreto de cada sujeto ético– es el criterio de constitución de los
objetos como «verdaderos»”. Dussel, E. Hacia
una filosofía política crítica, Editorial Desclee de Brouwer, España, 2001,
p. 116.
[13] Dussel, E. El humanismo semita. Estructuras
intencionales radicales del pueblo de Israel y otros semitas, EUDEBA,
Buenos Aires, 1969.
[14] Dussel, E. El
dualismo en la antropología de la cristiandad. Desde los orígenes hasta antes
de la conquista de América, Editorial Guadalupe, Buenos Aires, 1974.
[15] Dussel, E. El humanismo helénico, EUDEBA, Buenos
Aires, 1975.
[16]
“Lo que la praxis auténtica
permite que advenga en mí es la perfectio, el llegar a ser fácticamente
el poder-ser-ad-veniente pro-yectado y com-prendido dia-lécticamente... Esa perfectio
de la cual la praxis es mediación necesaria es la mía. La
«miidad» (Jemeinigkeit) del advenimiento es responsabilidad de la praxis,
de una praxis que es además y siempre con-otros en la historia que
por último es historia universal de mi época, es manifestación del ser del
hombre”. Dussel, E. Para una ética de
la liberación latinoamericana, volumen I, Siglo XXI, Buenos Aires, 1973, p.
95.
[17]
“Desde enero de 1970 comencé en mis cursos de ética con la hipótesis de fundamentar
una filosofía de la liberación latinoamericana. De esta manera reunía, sólo ahora,
mi recuperación de la barbarie con la filosofía. Mi preocupación histórica y
filosófica se integraba. Entiéndase que historia para mí era, no tanto la
historia del pensamiento latinoamericano –aunque también–, sino la historia de
los acontecimientos populares reales (historia en el sentido de la historia o
historia hispanoamericana). La tarea era estrictamente filosófica y todo
comenzó por una Destrucción de la historia de la ética. La terminología
era todavía heideggeriana, pero de intención latinoamericana”. Dussel, E. Filosofía ética de la liberación,
volumen III: De la erótica a la pedagógica, Edicol, México, 1977, p. 86.
[18] “La praxis
liberadora debe aniquilar la dialéctica de la dominación en vista de un nuevo
tipo de hombre histórico donde la dominación cósica y
cosificante sea superada en una fraternidad humanizante. En el mismo proceso
liberador la filosofía irá encontrando, en la
cotidianidad de la praxis histórico-liberadora, la manera de repensar
al hombre, de indicarle una nueva interpretación ontológica. La función de
la filosofía en el proceso de liberación es insustituible
ninguna ciencia, ninguna praxis podrá jamás reemplazar a la filosofía
en su función esclarecedora y fundamental. Si a veces el hombre que
se lanza en la acción liberadora desconfía y hasta critica al
«filósofo» es porque éste apoya, sofística y pretendidamente sin comprometerse,
de hecho, el polo del dominador nordatlántico, donde ha bebido
estudiosamente su sistema de conocimiento pero sin saber pensar
la realidad que
lo rodea: el filósofo
criticado por el hombre
que se compromete en la acción liberadora es el alienado y alienante,
y la crítica del hombre de acción es sumamente valiosa,
esclarecedora”. Dussel, E. Historia de la filosofía y filosofía de la
liberación, Editorial Nueva América, Bogotá, 1994, p. 319.
[19] “Por ideología se debe entender el conjunto
de ideas
que pueden constituirse en creencias,
valoraciones y opiniones comúnmente aceptadas y que articuladas integralmente
pretenden fundamentar las concepciones teóricas de algún
sujeto social (clase, grupo, Estado, país, iglesia, etc.), con el
objetivo de validar algún proyecto bien
de permanencia o de subversión de
un orden socioeconómico y político, lo cual presupone
a la vez una determinada actitud ética
ante la relación hombre-hombre y hombre-naturaleza. Para lograr
ese objetivo puede apoyarse o no
en pilares científicos, en tanto
estos contribuyan a los fines
perseguidos, de lo contrario pueden ser desatendidos e
incluso ocultados
conscientemente. El componente ideológico en las reflexiones filosóficas por sí mismo no es dado a estimular concepciones
científicas, pero no excluye la posibilidad de la confluencia con ellas en
tanto estas contribuyan a la validación de sus propuestas”. Guadarrama,
P. “La funcional interrelación
epistemológica e ideológica entre filosofía, ética y política”, en Ángel Álvarez, J. A. (coordinador):
Aportes para una filosofía del sujeto, el
derecho y el poder, Universidad Libre,
Bogotá, 2012, pp. 232-233.
[20] “El punto de partida de E.
Dussel es la situación de dominación, de la negativa de
respeto al otro. Por lo tanto, la aceptación del otro, del oprimido, la
destotalización del Yo o del Nosotros se mueve hacia el centro de la
teoría moral; la argumentación aparece
sólo como la consecuencia de este acto moral originario. La teoría sigue el
camino de la dominación a la interpelación y del respeto a la comprensión y
argumentación. Pero la tesis de
Dussel de la exterioridad constitutiva del otro no pretende glorificar el «disenso», como lo ha hecho
Lyotard. Por el contrario, según Dussel la calidad de los consensos fácticos
depende del compromiso para entrar en
el mundo de la vida del otro y para comenzar a comprender la otredad del otro.
Esto no puede sustituir el momento cognitivo de la justicia en el sentido de
sopesar las demandas sin relacionarlas con las personas. Pero no hay justicia
sin una comprensión profunda de la otredad del otro, de su historia, de su
mundo de la vida, etcétera”. Schelkshorn, H. “Discurso y liberación”, en Ética del discurso y ética de la liberación,
Editorial Trotta, Enrique Dussel, Karl-Otto Apel, Madrid, 2005, pp. 19-20.
[21] Dussel, E. Las metáforas teológicas de Marx,
Fundación Editorial El Perro y la Rana, Caracas, 2007, pp. 296-297.
[22] Véase: Guadarrama,
P. “Por
qué Bloch en la filosofía latinoamericana de la liberación”, en Islas, Revista de la Universidad Central
“Marta Abreu” de Las Villas, Santa Clara, # 90, 1988, pp. 57-62.
[23] “El diálogo
de la Ética de la Liberación con la Ética del Discurso ha llegado a un punto en
que se pueden ver las diferencias. Si la moral no se articula al aspecto
material (de contenido), que es el principio universal de la reproducción de la
vida humana, su validez es meramente formal”. E. Dussel: Hacia una filosofía política crítica,
Editorial Desclee de Brouwer, España, 2001, p. 142.
[24] “La formulación hacía pensar que la «política»
quedaba definitivamente destituida. Fue necesario un largo trabajo teórico para
comprender que la política de la Totalidad (en el
sentido levinasiano) era a la que se hacía referencia en este texto. Era
posible, sin embargo, una nueva política,
otra política, una antipolítica que se
originara en la praxis emancipadora que partía de la
responsabilidad por el Otro. Una Política que tomara la «exterioridad», la exclusión,
la marginalidad, la alteridad de las víctimas como arranque inicial. Es en
este sentido en que yo indicaba en la década de los 70s (y lo pienso
así todavía hoy) que «la Política es la filosofía primera», como el momento
central de la «Ética», como el más radical y concreto ejercicio de la vida humana, el modo de realidad
singular de cada actor político”. E. Dussel:
Hacia una filosofía política critica,
Editorial Desclee de Brouwer, España, 2001, p. 11.
[25] “La Modernidad,
en su núcleo racional, es emancipación de la humanidad del estado de inmadurez
cultural, civilizatoria como mito, en el horizonte mundial, inmola a los hombres y mujeres del mundo
periférico, colonial (que los amerindios los primeros en sufrir), como víctimas
explotadas, cuya víctima es encubierta con el argumento del sacrificio a costo
de la mundialización. Este mito irracional es el horizonte que debe trascender
el acto de liberación (racional, como deconstructivo del práctico-político,
como acción que supera el capitalismo modernidad en un tipo transmoderno de
civilización ecológica de democracia popular y de justicia económica)”. Dussel,
E. El
encubrimiento del indio: 1492. Hacia el origen del mito de la modernidad,
Editorial Cambio-Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Administración
Pública, México, 1992, p. 180.
[26] Dussel, E. Método para una filosofía de la liberación. Superación analéctica de la
dialéctica hegeliana, Editorial Universidad de Guadalajara, México, 1974,
p. 224.
[27] Dussel, E. Hacia
una filosofía política crítica, Editorial Desclee de Brouwer, España, 2001,
p. 138.
[28] Dussel,
E. Historia
de la iglesia en América Latina. Medio milenio de coloniaje y liberación
(1492-1992), Mundo Negro-Esquila Misional, España, 1992, p. 383.
[29] Dussel, E. (compilador) Debate en torno a la ética del discurso de Apel. Diálogo filosófico norte-sur
desde América Latina, Siglo XXI, Editor Iztapalapa,México, 1994, pp. 88-89.
[30]. “Entre esas funciones de la
filosofía se pueden destacar, con sus
consecuentes objetivos, las siguientes:
1.
La cosmovisiva, que permite al hombre saber y comprender los diversos
fenómenos del universo incluyendo los de su propia vida, y pronosticar su desarrollo.
2.
La lógico-metodológica, que le posibilita examinarlos y
analizarlos con rigor epistemológico.
3.
La axiológica,
cuando se plantea valorar, enjuiciar, apreciar su actitud ante ellos.
4.
La función hegemónica,
orientada a que el hombre domine y controle sus condiciones de vida.
5.
La práctico-educativa,
cuya misión es que el hombre se transforme, se cultive, se supere, se
desarrolle.
6.
La emancipadora,
que hace factible su relativa liberación y
desalienación.
7.
La
ética, que le sugiere reflexionar
sobre su comportamiento y la justificación o no de su conducta.
8.
La ideológica,
destinada a orientar la disposición de medios de justificación de su praxis
política, social, religiosa, jurídica, etc.
9.
La estética,
que estimula en el ser humano el disfrute y aprecio de ciertos valores de
la naturaleza y de sus propias creaciones.
10.
Y,
finalmente, aunque tal vez sea su función principal, se encuentra la humanista, cuyo objetivo básico es contribuir
al perfeccionamiento del permanente e inacabado proceso de humanización del homo sapiens, a fin de que este alcance
niveles superiores de progreso omnilateral”. P. Guadarrama: ¿Para qué
filosofar?, Centro de Estudios Filosóficos “Adolfo García Díaz”,
Universidad del Zulia, Maracaibo, # 30, 1998, pp. 109-139; Filosofía y sociedad, Editorial Félix
Varela, La Habana, 2000, t. I, p. 44.
[31] “La praxis de
dominación erótica no es meramente individual, sino, como lo hemos indicado, es
socio-cultural y tradicional y no sólo por leyes promulgadas, sino por
costumbres ancestrales (la Sittlichkeit de Hegel o
el éthos de los
griegos), que reprime al alienado u oprimido, no sólo fáctica y externamente
sino, y mucho más sutilmente, en la estructura interna de su propio yo”. Dussel,
E. Liberación
de la mujer y erótica latinoamericana, Nueva América, Bogotá, 1998, p. 118.
[33] K. Marx: “Carta
a Kugelmann”. Cartas a Kugelmann,
Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1983. p. 122.
[34] “No obstante,
pese a que el análisis a que somete Dussel a la filosofía de Marx no deja de
estar atrapado en los conceptos de la metafísica de la alteridad, el filósofo
logra, a su modo, expresar la preocupación humanista central de la filosofía
marxista; el problema de la enajenación del hombre en el proceso de
valorización del trabajo y la fundamentación del «reino de la libertad»,
partiendo de criterios
en principio marxistas Dussel no sólo plantea el
problema de la enajenación humana en la sociedad capitalista, sino que suscribe
las posiciones de Marx acerca de la raíz social del fenómeno. Comparte el punto
de vista del humanismo real en lo tocante a la relación de la propiedad privada
sobre los medios de producción como determinante en el análisis de las causas
del fenómeno de la alienación, en tanto que el capital se apropia del trabajo
vivo en virtud de la posesión de los medios de producción y la materia prima:
la desigual relación de los hombres ante los medios de producción determina un
intercambio tan desigual que permite el divorcio entre el productor y el
producto de su trabajo, la imposibilidad, dadas las formas de apropiación
capitalistas, de utilizar el tiempo de trabajo libre en el pleno desarrollo de
la personalidad humana. Según Dussel, todo ello ocurre por la forma
totalizadora e inmoral que tiene el capital como totalidad”. Pérez Villacampa, G. “Enrique Dussel: De la metafísica de la
alteridad al humanismo real”, en Guadarrama, P. “Humanismo
y filosofía de la liberación en América Latina, Editorial El Búho, Bogotá,
1993, pp. 166-167.
[35] Mendieta,
E. “Introducción política en la era de
la globalización critica de la razón política de E. Dussel”, en Dussel, E. Hacia
una filosofía política critica, Editorial Desclee de Brouwer, España, 2001,
p. 24.
[36] “Pues, al menos en el caso de Althusser, el
enfrentamiento crítico al humanismo está
referido básicamente al cuestionamiento de los sistemas filantrópicos
idealistas[36]
y utópicos abstractos (Bloch), tan distantes y distintos del humanismo
positivo, real y concreto[36]
propugnado por Marx no sólo en sus escritos tempranos, sino destilado
científica, filosófica y políticamente en todas sus obras más significativas,
empezando por El Capital”. P. Guadarrama: “¿Ciencia o ideología? Estructuralismo
y marxismo en Louis Althusser”, en Marx Ahor. Revista Internacional, La
Habana, No. 23, 2007, pp. 61-77.
[37] “La
acumulación de riqueza de un polo es al
propio tiempo, pues, acumulación
de miseria, tormentos de trabajo,
esclavitud, ignorancia, embrutecimiento y
degradación ética en el polo opuesto, esto es,
donde se halla la clase que produce su propio producto como capital. (Marx, C. El
Capital)
(ante esta tesis Dussel
acertadamente considera que PGG.) “Si esto no
se llama «ética», no creo que ningún tratado tenga el derecho de llevar ese
nombre, desde la Ética a Nicómaco del propio Aristóteles. Y, para terminar, hay que
decir que el «pauperismo», los «ejércitos de trabajo de reserva» o
«disponibles», las masas de «pobres»,
desempleados y semiempleados, la transferencia gigantesca de valor de nuestra
América Latina a los países desarrollados, manifiestan en su conjunto la
pertinencia de El capital hoy, en
nuestras condiciones objetivas; esa obra a la cual Marx entregó tanto,
manifestando en ella, además, su pathos «ético»
fundamental”.
Dussel, E. El último Marx (1863-1882) y
la liberación latinoamericana, Iztapalapa-Siglo XXI Editores, México, 1990,
pp. 448-449.
[38] Dussel, E. Filosofía de la liberación, Nueva América, Bogotá, 1996, p. 55.
[39] Dusssel, E. Filosofía
de la producción, Editorial Nueva América, Bogotá, 1984, p. 179.
[40] Dussel, E. Hacia
una filosofía política crítica, Editorial Desclee de Brouwer, España, 2001,
p. 74.
[42]
Véase: Proyecto internacional de investigación. “El pensamiento latinoamericano
del siglo xx ante la condición
humana”. www.ensayistas.org/critica/generales/C-H/
[43] Dussel, E. Hacia
una filosofía política critica, edi.cit, p. 103.
[44] “La «vida humana» no tiene como referencia a un universal abstracto, a un
concepto de vida o a una definición. Es la «vida humana» concreta, empírica, de
cada ser humano. Es la vida que para vivirse necesita
comer, beber, vestirse, leer, pintar, crear música, danzar, cumplir ritos y
extasiarse en las experiencias estéticas y místicas. Vida humana plena, biológica, corporal, gozosa, cultural, que se
cumple en los valores supremos de las culturas, pero, como hemos dicho, no se
identifica con los valores, sino que los origina, los ordena en jerarquías, de
distintas maneras en cada cultura
particular”. Idem, p. 118.
[45] “En fin, la «vida
humana» de la que estamos hablando nada tiene que ver con el vitalismo de un Klages o Dilthey, con la «Lebensphilosophie»,
con un movimiento nazi de la «Lebensraum», con de la «Voluntad de poder»
narcisista (como la denomina Levinas) de un Nietzsche, o con el naturalismo
ético o el darwinismo altruista. Vida aquí tiene que ver con la experiencia de nuestras culturas originarias
latinoamericanas, como la de los mayas de Chiapas, con el pensamiento de Karl
Marx, S. Freud o F. Himkelammert”. Idem, pp. 118-119.
[50] “Opino que en
este aspecto la Ética de la Liberación fundamenta normativamente los avances
científicos del proyecto de A. Sen, ya que define a la pobreza como un efecto
negativo no-intencional del sistema económico que ha dejado de tener
posibilidad de medir empíricamente (desde sus propios modelos matemáticos
admitidos) dichos efectos de desigualdad en la distribución de la riqueza”. Idem, p. 138.
[54] “¿Qué entender por socialismo y por nuevas izquierdas? Acaso serán aquellas que
adoptan el conocido «principio de la renuncia a todos los principios» y ceden
tanto en sus posesiones que para evitar conflictos abandonan la lucha por
superar el capitalismo real aludiendo que es más deseable que el «socialismo
real», en lugar de elaborar propuestas y tratar de conformar un «socialismo
deseable» por amplios sectores populares. Siempre asaltan las dudas sobre qué
hay de nuevo en verdad en estas nuevas izquierdas y qué es lo que
conservan en relación a las
viejas. En particular, definir qué
actitud adoptan ante los principales rasgos que se asumen comúnmente como
propios e inalienables de una sociedad socialista y que podrían resumirse en
estos cinco elementos básicos:
1.
Predominio de la propiedad social (que no significa
propiedad estatal) en relación a los medios fundamentales de producción, aunque
simultáneamente sobrevivan formas de propiedad privada en determinadas esferas
productivas, comerciales, de servicio y bienes de consumo, vivienda,
transporte, recreación, etc.
2.
Distribución más equitativa de la
riqueza en correspondencia con la participación laboral y los aportes
individuales a la producción social de bienes materiales e intelectuales.
3.
Democracia participativa que supere
a la democracia burguesa y la subsuma trascendiendo del plano político
al social teniendo presente la indicación de Rosa Luxemburgo, según la
cual no puede haber socialismo sin democracia, pero tampoco democracia sin
socialismo.
4.
Aseguramiento de los derechos
elementales a la salud, la educación, la seguridad social, la cultura y el
deporte con independencia del status económico,
5.
Gestación de nuevos valores humanos
y una cultura superadora de las alienantes formas de expresión capitalistas
orientados hacia la formación de un hombre superior al que han gestado las
sociedades clasistas, etc.” Guadarrama, P. “El
socialismo en el pensamiento latinoamericano: de la utopía abstracta a la
utopía concreta”, en Taller. Bogotá,
septiembre 2007, # 19. pp. 111-125;
Islas, Revista
de la Universidad
Central de Las Villas, Año 50, n. 158, pp. 152-174, octubre-diciembre
2008. http://biblioteca.filosofia.cu/php/export.php?format=htm&id=2402&view=1
[55] Dussel, E. Liberación
latinoamericana y Emmanuel Levinas, Editorial BONUM, Buenos Aires, 1975, p.
45.
[56] “Entre las principales razones de divergencias con
el ideario socialista, que en algunos casos eran comprensibles por la experiencia
histórica de tales proyectos, y en otras no eran plenamente justificadas, pues se asentaban en
una visión deformada de las ideas de Marx o de otros pensadores socialistas,
se pueden señalar las siguientes: reducción de todo el materialismo filosófico
a su expresión vulgar, presuponiendo que este no tomaba en consideración
adecuadamente el papel de los factores espirituales en el desarrollo social;
hiperbolización de su determinismo, al atribuirle subestimación del papel de la
libertad humana; crítica al estatismo y al colectivismo que atentaban contra
el desarrollo de la individualidad; rechazo de la concepción de la «dictadura
del proletariado» por contravenirse con los
principios de la democracia; identificación incorrecta de la lucha de
clases con la visión socialdarwinista de la lucha por la existencia; considerar
el socialismo como otro producto ideológico europeo que no se correspondía con
las particularidades históricas, sociales y culturales de los pueblos latinoamericanos. Algunas de estas críticas
encontrarían posteriormente lamentable justificación con la experiencia del
socialismo soviético. Sin embargo, tales discrepancias no obstaculizaron las
confluencias entre las posiciones ideológicas del democratismo liberal y, aún
más, del democratismo revolucionario de algunos de los más destacados
pensadores latinoamericanos que entroncaron
estos dos últimos siglos con el humanismo socialista. Entre las
principales razones de este fenómeno pueden destacarse: las contradicciones reales de la sociedad
capitalista, evidenciadas en crisis económicas, huelgas obreras, guerras neocoloniales y mundiales; procesos
revolucionarios, como la Comuna de París o la Revolución de Octubre, que
anunciaban los exigidos cambios; la crítica a las miserables condiciones de
existencia de la mayoría de la población, especialmente a la explotación a que
han sido sometidos indios, campesinos, artesanos, empleados, obreros, etc.; la
aberrantemente injusta forma de distribución de la riqueza social; las bases
individualistas, utilitaristas y pragmáticas que fundamentan filosóficamente
el capitalismo; el deseo de consumar las aspiraciones paradigmáticas que proclamó la sociedad
burguesa con su nacimiento de igualdad, libertad y fraternidad, llevando la
democracia hasta parámetros superiores y más consecuentes; considerar la
educación popular como una de las vías que posibilitaran la dignificación
humana de los latinoamericanos y el ejercicio democrático; enfrentarse a la
dominación neocolonial e imperialista a que fueron sometidos los países
latinoamericanos, especialmente por la injerencia de los Estados Unidos, con
el objetivo de salvaguardar la soberanía
y la identidad cultural de los pueblos de «nuestra América», como propugnaba
Martí. La razón que en última instancia explica las confluencias de los más
significativos y progresistas representantes del pensamiento latinoamericano
con el ideario socialista es la respectiva y consecuente imbricación en el
pensamiento humanista universal”. Guadarrama, P. Pensamiento
filosófico latinoamericano: Humanismo vs. Alienación, Editorial El Perro
y la Rana, Ministerio de Cultura, República Bolivariana de Venezuela, Caracas,
Tomo II, 2008, pp. 314-315.
Construye conciencia, una manera de ser que nos transforma en participantes voluntarios, nos transforma en personas convencidas que hacen el trabajo del sistema y disfrutan las recompensas del liderazgo, que implementan políticas desastrosas tanto para sí mismos como para los otros. Es una empresa psicológica; inculca una manera de ser con relación al poder en general. Así describe el profesor de Harvard, Duncan Kennedy, a la escuela de derecho como modelo de enseñanza e institución fundamental en el proceso de construcción, reproducción y sostenimiento de las elites en los Estado Unidos. En La enseñanza del derecho como forma de acción política (Siglo Veintiuno editores, 2012) se presentan cuatro textos de Duncan Kennedy y una entrevista a través de los cuales se aborda el tema de la enseñanza del derecho desde una perspectiva que pretende desmitificar al sistema legal como el producto de una deliberación sobre lo bueno y lo justo y lo presenta como el resultado de un combate político en el seno de la sociedad en el cual, generalmente, se imponen los sectores conservadores de la sociedad. En el primer ensayo del libro ─“La importancia política de la estructura del plan de estudios de la facultad de derecho”─ el autor aborda el problema de la configuración política del programa de estudios de una facultad de derecho. Desde un principio específica que yo parto de la intuición de que a menudo aceptamos la presencia del contenido político pero no hablamos de eso por que es embarazoso o por que podría provocar algún conflicto o porque no podríamos ser rigurosos al respecto.
A lo largo del ensayo el autor afirma que el estudio del derecho se ha partido en dos. Por un lado, las áreas del derecho que se identifican con postulados políticos de centro-derecha han sido mitificados como el núcleo de las ciencias jurídicas, esa parte que da coherencia y estructura a la ley. Por otro lado, las secciones del derecho que se relacionan a postulados de centro-izquierda han sido caracterizadas como la periferia del derecho, como las secciones del derecho que se han construido más con afanes sentimentales de igualdad que con una aproximación razonada a la construcción de la justicia. El autor pretende evidenciar esta falsedad y mostrar que en la enseñanza del derecho los estudiantes deben estar conscientes de que en el derecho no existe una “periferia” y un “núcleo” –por lo menos no en la forma en que se ha pretendido hacernos creer que existe─ y que todas las partes del derecho, tanto las que tienen orientaciones conservadoras de derecha como las que tienen orientaciones reformistas/redistributivas de izquierda se enfrentan a contradicciones internas que tienen que ser abordadas y enfrentadas por quien decide estudiar al derecho. En el segundo ensayo del libro, “La enseñanza del derecho en el primer año como acción política”, el autor aborda la tarea del profesor de derecho. Si partimos del supuesto que la facultad de derecho es una especie de centro de adoctrinamiento para el sostenimiento de las estructuras jurídico-políticas, la tarea del docente será negar eso, será retar a sus alumnos ─como colegas intelectuales─ a construir una nueva narrativa. En este ensayo, Kennedy abandona todas las pretensiones de objetividad que podrían existir y afirma que como académico de izquierda el cree que es su responsabilidad es oponerse al inmovilismo de la derecha desde el interior de uno de sus santuarios predilectos: la facultad de derecho. En este sentido, el autor escribe: Propongo que desarrollemos nuestros cursos de primer año de tal manera que encarnen nuestras opiniones y creencias acerca de la organización presente y futura de la vida social. En particular, deberíamos enseñarles a nuestros alumnos que el pensamiento jurídico burgués o liberal es una forma de mistificación. Deberíamos enseñarles a nuestros alumnos a comprender las contradicciones y deberíamos hacerles propuestas utópicas sobre cómo superar esas contradicciones. Para lograr esto, señala que quienes se sumen a este esfuerzo tendrán que empezar por ser humildes y reconocer que el trabajo en el aula probablemente no cambiará al mundo, pero existe la posibilidad de que ese trabajo modifique la forma en que los alumnos asumen su educación jurídica- trocándola en educación política. Si esto se logra, se habrá dado un gran paso hacia la reconfiguración paulatina de las estructuras sociales en algo más justo, más equitativo. En el tercer ensayo, “Politizar el aula”, Duncan Kennedy aboga por la construcción de un programa de clase específico. Llama a que en las clases se impulse a los estudiantes a pensar en las estructuras injustas sostenidas por el derecho, a partir del estudio de casos que ilustren las brechas sociales que no pueden ser cerradas sin transformar el sistema: La idea es que los estudiantes vivencien el aula como un lugar que implica tanto el aprendizaje de la doctrina como el debate de las brechas, los conflictos y las ambigüedades de la doctrina. Pero el autor lanza una advertencia que es fundamental para todo aquel que pretende impulsar cambios desde el aula. Si bien, es obligación del profesor explicar la doctrina jurídica desde su propio posicionamiento político, se debe evitar a toda costa pretender adoctrinar a los alumnos, son ellos quienes aprenderán “doctrina y argumentación jurídica en el proceso de autodefinirse como actores políticos en sus vidas profesionales” y el profesor no es quién para distorsionar ese proceso íntimamente personal. En el cuarto ensayo “Enseñar desde la izquierda en mi anecdotario”, Kennedy aborda la tarea de enseñar derecho desde la izquierda. Señala que existen dos tareas fundamentales para un docente que viene a la facultad de leyes desde la izquierda. Primero, debe de producir análisis polémicos pero bien razonados que obliguen a quienes se posicionan a la derecha a cuestionar sus creencias sobre el sistema jurídico (y sus postulados políticos implícitos). Segundo, debe apoyar a estudiantes para que, en el desarrollo de su propio proceso personal de autodefinición política, eviten ser cooptados por la “maquinaria de entrenamiento del régimen.” La tarea es muy clara para el autor. No se trata de “tomar las facultades de derecho. Debería ser reproducir y cultivar la izquierda dentro de las facultades de derecho.” Finalmente en la parte final del libro se incluye una conversación entre el autor y Gerard J. Clark ─profesor de la Universidad de Suffolk─ en la cual hablan acerca del desarrollo de los Critical Legal Studies y algunos otros temas relacionados con la docencia del profesor Kennedy. En esta conversación se describe el proceso de crecimiento y posterior desbandada de esta corriente de pensamiento del derecho. Pero, contrario a lo que uno podría creer, Kennedy se congratula con la fragmentación para la generación de corrientes nuevas ya que le permitió abordar los temas del derecho desde ópticas nuevas, ajenas a la perspectiva de los izquierdistas blancos de los años sesenta y setenta del siglo pasado. A lo largo de todo este pequeño volumen, hay tres ideas que me parece que es importante rescatar para la facultad de derecho y la construcción de una identidad política. En primer lugar, y a pesar de la monumental tarea que plantea Kennedy, a saber: trocar las facultades de derecho en lugares de transformación social en oposición a ser máquinas generadoras de una identidad única destinada a sostener estructuras inequitativas, el autor manifiesta una constante vocación esperanzadora. La fe que tiene en sus ideas y en el poder transformador del análisis hacen creer que es posible construir una sociedad más justa, misma que puede ser imaginada en el corazón mismo de la estructura injusta. En segundo lugar, el autor urge a quienes se dedican a la docencia en derecho a dejar de lado la idea de que el derecho (1) es un mundo aparte que puede permanecer ajeno a lo que sucede a su alrededor. No obstante la racionalidad y frialdad con las que se pretenda envolver las decisiones judiciales, estas estarán siempre sumidas en el fermento emocional-político de la sociedad en que se generan ─por lo que necesariamente estarán revestida de contradicciones y perspectivas distorsionadas. El autor nos llama a evitar eso, a evitar caer en la tentación de nuestra propia megalomanía. El llamado a la humildad que hace el autor es más urgente para profesores que para alumnos- pues son ellos quienes a través de su docencia o su pontificación, según sea el caso, afectaran el proceso de desarrollo y auto identificación política de los estudiantes de derecho. Finalmente, el trabajo de Duncan Kennedy es una reivindicación de la labor del profesor de derecho, particularmente del profesor de derecho ubicado a la izquierda del espectro ideológico y de la importancia de la escuela de derecho como la creadora o transformadora de un orden social. Pero esta reivindicación no es gratuita. Es un llamado a la responsabilidad de quien se asume como guía de sus colegas intelectuales en un momento específico. Pide a los profesores que no sean transmisores pasivos de información acumulada a lo largo del proceso de desarrollo del derecho, sino que sean catalizadores. Nadie mejor para describir esta tarea que el propio Kennedy: Si consigo dividir a los estudiantes justo a la mitad entre liberales y conservadores, si logro que se expresen y construyan alianzas que irán caminando con el tiempo, si posibilito que se descubran mutuamente como aliados políticos en el aula y si logro que construyan su propia vivencia del derecho como actividad política… me daré por hecho. (sic) En el fondo, Duncan Kennedy nos recuerda que todos somos actores políticos, queramos o no. Como participes de la vida de la comunidad y sus procesos, lo que hacemos afecta positiva o negativamente al desarrollo de la misma. En el caso de los profesores de derecho, nos recuerda el llamado de F. A. Hayek: Debemos hacer que la construcción de una sociedad libre sea una vez más una aventura intelectual, un acto de valentía. La enseñanza del derecho como forma de acción política. Duncan Kennedy Buenos Aires: Siglo Veintiuno editores, 2012, 110 pp.
(1) Ignacio López Vergara Newton es Licenciado en relaciones internacionales (’06) y licenciado en derecho (’08) por el ITESO. Tiene una maestría en Estudios Legales Internacionales con especialidad en Derecho Internacional de los Derechos Humanos por la Universidad de Georgetown (’12). Ha trabajado en la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente y actualmente es Coordinador de la Licenciatura en Derecho en el ITESO de Guadalajara.