Por
Pablo Guadarrama González
Con anterioridad ya ha sido cuestionado el planteamiento comúnmente aceptado, según el cual la democracia y los derechos humanos constituyen un producto exclusivo de la cultura occidental.
[2] Al aceptar este último criterio se ignoran no solo las conquistas y aportes que al respecto lograron algunas civilizaciones del Oriente Antiguo, sino también las experiencias y concepciones de otros pueblos posteriores que se desarrollaron antes de la conformación de la cultura occidental o simultáneamente, pero sin contactos con ella, como el caso de los originarios del continente americano.
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Ante tal situación emergen las siguientes interrogantes: ¿Acaso las culturas ancestrales de América, especialmente las más avanzadas, no desarrollaron criterios y prácticas que hoy podrían dignamente ocupar algún lugar entre los antecedentes universales de los derechos humanos y la vida democrática? ¿Prevalecía o no entre estos pueblos una autoconciencia de su respectiva condición humana?
¿En qué medida han sido justipreciadas las ideas y experiencias sobre la democracia y los derechos humanos en algunos de los pueblos ancestrales más desarrollados de América o en los mestizos emergentes durante el proceso de conquista y colonización europea?
¿De qué forma la producción filosófica generada por los llamados «pueblos periféricos», como en el caso de los latinoamericanos, debe considerarse valiosa en la construcción y desarrollo de concepciones y prácticas democráticas y de respeto a los derechos humanos?
¿Acaso la elaboración y promoción de ideas de corte humanista constituye patrimonio exclusivo de la llamada cultura occidental, independientemente de una mayor o menor divulgación de las elaboradas en otras latitudes y épocas?
Ha constituido una nota muy común que en la historia universal se destaque el papel de declaraciones, filósofos, juristas, políticos, misioneros, etc., en la elaboración y conquistas democráticas, especialmente en cuanto a los derechos humanos, en tanto se subestima el protagonismo de aquellas clases y grupos sociales –esto es, esclavos, siervos, campesinos, indígenas, criollos, súbditos, artesanos, obreros, mujeres, etc.– que han sido los verdaderos promotores de tales logros, como puede apreciarse también en la historia latinoamericana.
Este hecho no debe inducir a ignorar o subestimar los significativos aportes de los pueblos y pensadores europeos, especialmente a partir del despliegue de la modernidad, al desarrollo de las concepciones y prácticas democráticas y de los derechos humanos. Pero, ¿qué razones hay para ignorar o subestimar las contribuciones de los pueblos y pensadores latinoamericanos al respecto en las distintas etapas de su evolución histórica desde el proceso de la conquista y colonización hasta nuestros días?
Sobre el pionero protagonismo de Occidente en relación con los derechos humanos, el filósofo mexicano Leopoldo Zea argumentaba: «El hecho de que haya sido el mundo occidental el que haya tomado, posiblemente por primera vez, conciencia de los mismos, no implica que ha de ser él el único mundo con capacidad para disfrutarlos. Pues este mundo, al reclamar para sí el respeto a tales derechos, ha hecho, también, conscientes de los mismos a otros pueblos. Una conciencia que, desde su aparición en la historia, tuvo el iberoamericano; conciencia que también encontraba su apoyo en aquellos valores, aparentemente desquiciados por la modernidad, que le permitieron, a su vez tener una conciencia más amplia de la dignidad, la individualidad y la libertad humana».
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Se hace necesario pensar qué posibles consecuencias puede tener en la formación de las actuales y futuras generaciones intelectuales que prevalezca el criterio de que solo autores europeos o norteamericanos han sido los exclusivos cultivadores de ideas originales y valiosas sobre los derechos humanos y las diversas formas de democracia.
Una investigación con objetivos de revalorización de los posibles aportes de la proyección humanista en relación con el derecho y la democracia puede resultar muy pertinente si, de algún modo, contribuye ─sin subestimar las contribuciones de Occidente ni de los pueblos y pensadores de otras latitudes, como los de América─ a revelar, destacar y valorar en particular los de los pueblos, desde los originarios hasta los surgidos posteriormente por el proceso de mestizaje y transculturación latinoamericanos.
Un estudio de esta naturaleza puede estimular la confianza epistemológica e ideológica en las actuales y futuras generaciones intelectuales para generar nuevos conceptos, teorías, reflexiones políticas, jurídicas, filosóficas, etc., sobre cómo orientar mejor la vida democrática de los pueblos de esta región y, a la vez, proponer ideas y experiencias de valor para otras latitudes del cada vez más globalizado mundo contemporáneo.
Cuestión aparte es el surgimiento del derecho internacional, el cual lógicamente solo podría comenzar a tomar mayor cuerpo con el desarrollo moderno del Estado-nación ─si bien algunos investigadores consideran que este ya existió en varias civilizaciones antiguas
[5] ─, en la que España sin duda desempeñó un papel protagónico con la unión de los reinos de Castilla y Aragón. De ahí que resulte válido ir a buscar sus antecedentes en aquellos sacerdotes dominicos que, como Francisco de Vitoria o Bartolomé de las Casas, motivaron tan significativas polémicas en defensa de los derechos de los aborígenes americanos.
Lo cierto es, como plantea el costarricense Arnoldo Mora, que «América se incorporaba a la historia universal pero no como sujeto sino como objeto, como tema, como asunto de controversia, pero nunca con voz propia ni con sus hombres y mujeres nativos hablando sobre cuál era su destino histórico como pueblos y cultura, que pensaban de sí mismos después de lo que para ellos fue una verdadera catástrofe, una hecatombe de la cual no se sobrepondrían nunca, qué conciencia tendrían de todo eso y cómo lo expresaron a través de sus escritos y tradiciones».
[6]
Un elemento a tomar en consideración es el profundo impacto que produjo la conquista
[7] al interrumpir de forma abrupta el ritmo tradicional de desarrollo de los pueblos aborígenes, acontecimiento que no significó simplemente una derrota militar, sino también cosmovisiva e intelectual para algunos,
[8] mientras que para Enrique Dusell la resistencia durante cinco siglos no debe calificarse como derrota.
[9] Ciertamente, con independencia de cómo se definan las expectativas de desarrollo histórico de aquellos pueblos, de pronto se vieron sacudidas por una catástrofe axiológica que les hizo perder la direccionalidad del rumbo que tenían previsto de acuerdo con la experiencia de su anterior evolución histórica.
[10]
Otras y muy diferentes eran las demandas y escalas de valores del naciente capitalismo en Europa, que, por una parte, trataba de distanciarse –aunque no siempre lo lograra– del oscurantismo y el dogmatismo mediante la reivindicación del humanismo grecolatino para convertirlo en buque insignia del Renacimiento, mientras que, por otro lado, restablecía la oprobiosa esclavitud, tan distante de un humanismo real.
Algunos que pretenden minimizar la culpabilidad de los conquistadores respecto a la cuestión de la inhumana esclavitud de indios y africanos, argumentan que esta institución ya existía entre algunos de los pueblos originarios, pero pasan por alto que generalmente esta no siempre tenía un carácter individual, con la excepción de algunos sirvientes de reyes, ni era tan despiadada
[11] , sino que era una forma de esclavitud generalizada, especie de servidumbre, que Marx caracterizó como modo de producción asiático.
[12]
De manera que aquellos que enarbolaban las banderas del humanismo lo hacían desde aparentes posturas filantrópicas enaltecedoras del pensamiento grecolatino, pero en verdad muy confluyentes con el humanismo abstracto que se quedaba en la formulación de vanas intenciones y distante de un humanismo real y práctico que propusiese y realizase transformaciones efectivas en favor de los sectores más humildes de la población.
También se debe tener presente que, independientemente de la existencia de sustanciales diferencias de clases, con algunas particularidades en relación con las existentes en otras latitudes,
[13] las formas de vida colectivas de los pueblos americanos inspiraron el humanismo de las ideas socialistas utópicas de Tomás Moro
[14] y Tomás Campanella,
[15] entre otros, además de las ideas de otros humanistas no solo españoles, como Miguel Montaigne.
No faltaron interpretaciones modernas sobre las formas de vida comunitaria de estos pueblos, y algunos investigadores llegaron a caracterizarlas como
comunistas [16] por el simple hecho de que realizaran trabajo colectivo y tuvieran formas de distribución de las cosechas de la misma forma
[17] ─criterio este muy cuestionable, pues de aceptarse, habría que considerar numerosas formas de trabajo cooperativo como comunistas─, e incluso plantearon que esta había sido la causa de la destrucción del imperio incaico.
[18] Identificación que por supuesto resultaría nefasta tanto para una adecuada comprensión de las relaciones socioeconómicas de los pueblos originarios de este continente, como para la caracterización de las ideas modernas sobre el socialismo y el comunismo, al menos para lo que por tal entendieron Marx y Engels, no como un tipo de Estado a implantar, sino como un movimiento crítico de superación de un estado de cosas, esto es, las relaciones capitalistas de producción, distribución y consumo.
[19]
Algunos cronistas, como Fernández de Quirós, describieron a los indios americanos con múltiples cualidades propiamente humanas.
[20] Otros, como José de Acosta, quedaron sorprendidos por la organización política de los incas ─a diferencia de la forma político-administrativa de los aztecas, quienes algunos consideran no conformaron propiamente un imperio
[21] , dada la autonomía de los pueblos que dominaban y las formas democráticas de elección y participación política que prevalecía entre ellos
[22] ─, lo que lleva a los investigadores a plantear que poseían una organización política y jurídica
[23] bien estructurada en consejos
[24] y jerarquizada
[25] , que a su vez se correspondía con sus concepciones religiosas.
[26] De ahí que sea muy cuestionable el criterio que pone en duda la existencia de unidad política, aun reconociendo la existencia de una ciudad-Estado con consejos y estructuras de gobierno bien establecidas.
[27]
También impresionaron gratamente a los cronistas la existencia de centros de enseñanza y la alta estimación de las heroicidades de sus ancestros, que rememoraban frecuentemente.
[28]
La mayor parte de los investigadores prestan mayor atención a la polémica sobre la condición humana
[29] de los aborígenes americanos, a quienes erróneamente desde un inicio denominaron indios, al creer Colón y sus seguidores que habían topado con las Indias Occidentales. Resulta de interés la visión que por su parte tuvieron algunos de los pueblos aborígenes sobre los conquistadores, que llegó como en las tribus amazónicas al observar su velluda piel, a identificarlos con los monos. Sin embargo, menos atención se le brinda a la concepción que de sí mismos tenían estos pueblos ancestrales, en su diferenciada perspectiva del reino animal y en general de la naturaleza.
Una de las primeras cuestiones a tener en consideración es el diferente nivel de desarrollo socioeconómico y jurídico-político, además de sus avances tecnológicos, constructivos, cosmovisivos, artístico-literarios, alcanzados por las culturas ancestrales, algunas de las cuales incluso declinaron mucho antes de la llegada de los europeos, como la caral
[30] y la maya, entre otras, en las que los valores morales tenían generalmente una mayor estimación que los políticos y jurídicos.
[31]
¿Acaso hubiera sido posible un imperio tan amplio, fuerte y bien organizado como el de los incas si no hubiesen elaborado un pensamiento político y jurídico bien estructurado y apoyado inteligentemente en ancestrales formas de organización socioeconómica, política y jurídica como el
ayllu? No en balde el ecuatoriano Benjamín Carrión sostiene que solo pudieron lograr la conformación de tal imperio sobre la base de aquella célula social indispensable.
[32]
Ahora bien, ¿un imperio preocupado porque cada uno de sus nuevos súbditos tuviese al menos un pedazo de tierra para sobrevivir y asegurar la supervivencia de sus hijos acaso no ponía en práctica el elemental derecho humano de la alimentación?
[33] ¿Por qué resultan siempre más promotores de los derechos humanos los «civilizados» países occidentales, como en Inglaterra durante el reinado de Enrique VIII, donde desposeían a los campesinos y expandían el latifundio, como lo continúan haciendo hasta nuestros días?
No resulta difícil demostrar que la mayoría de los pueblos ancestrales de América, por lo menos los más desarrollados –como lo demuestran sus leyendas transmitidas en forma oral, códices, estelas, jeroglíficos–, poseían una rica perspectiva antropológica de sí mismos. En especial tenían una alta autoestima, así como un gran orgullo de la historia de sus antepasados.
Algunos como los aztecas tenían tan alta estimación de su condición humana, al punto que llegaron a discriminar a otros pueblos, a los cuales consideraban de inferior grado de desarrollo por ser nómadas y recolectores, y denominaban como
chichimecas, que proviene del término perro sucio. De manera que, como sostiene Arizpe, «cada grupo lingüístico prehispánico, como en el resto del mundo, tenía tendencia a llamarse a sí mismos “los seres humanos”, “los hombres” y a referirse a los demás como “los bárbaros”, “los desconocidos” o, incluso, “los salvajes”. Es cierto que los europeos no son los únicos culpables del etnocentrismo. Los mexicas, por ejemplo, además de llamar
popolocas (i.e. “bárbaros”) a los pueblos que ellos consideraban más atrasados se dieron también a la práctica ─egipcia, entre otras─ de reescribir la historia para enaltecer su propio pasado».
[34]
La mayoría de estos pueblos de consideraban a sí mismos no solo superiores y radicalmente diferentes a los animales, sino también a otras tribus o pueblos circundantes. Una muestra de tales diferenciaciones se observaron cuando algunos de estos pueblos, como los tlaxcaltecas, apoyaron a los conquistadores europeos frente a los aztecas. Otros, como los taínos, caracterizaron a los caribes como salvajes por practicar la antropofagia, por lo que apoyaron la lucha contra ellos al considerarlos fieras.
Tenían plena conciencia de que, aun cuando tuviesen una concepción totémica de sus génesis ancestral, su condición humana era plenamente diferenciable de la de los animales. De ahí sus frecuentes quejas sobre el trato inhumano que les daban los conquistadores europeos.
[35]
En tal sentido, sus formas de organización social y política regida por determinados valores éticos ─como la reciprocidad no solo entre los hombres, sino también entre estos y la naturaleza
[36] ─ que cultivaban y respetaban, constituían una muestra de que sabían la gran importancia del cuidado del hábitat, de la madre tierra (
pachamama), de la interdependencia social, no obstante la plena conciencia de las diferencias de clases sociales
[37] o de elites
[38] como condición indispensable para cada individuo humano, de ahí que uno de los principales castigos fuese la expulsión de la comunidad.
En la actualidad se cuestiona la validez de los «derechos de la naturaleza», algo que ya era muy común en los pueblos originarios de este continente. No por casualidad la primera constitución que reconoce tales derechos es la de Bolivia, país este con tanta fuerza del componente indígena.
La existencia de determinadas normas de convivencia en las culturas precolombinas se expresaría con un nivel mayor de desarrollo en las más avanzadas, tomando lógicamente formas jurídicas y políticas cada vez mejor conformadas.
Aún hoy en día sorprenden a antropólogos las exigentes reglamentaciones democráticas que se conservan en múltiples comunidades indígenas, en las cuales las decisiones solo se toman después de un demorado análisis consensuado y por elección, en el que participan prácticamente todos individuos aptos, con independencia de género y edad.
[39]
Llamaría poderosamente la atención de muchos cronistas la existencia de Estado, de cierta forma de constitución,
[40] consejos y la toma de decisiones para la elección de nuevos gobernantes territoriales o incluso de reyes. En algunos de ellos prevalecían criterios de parentesco como es el caso de los aztecas,
[41] incas y chibchas,
[42] pero no siempre esta era una exigencia.
El hecho de que el término democracia provenga de la antigüedad griega no le confiere exclusividad alguna para considerar que antes de dicha civilización o con independencia de ella –del mismo modo que otros términos, como el de filosofía– no existiera ya en otros pueblos que no tuvieron el menor contacto con la civilización grecolatina. Una lógica de tal naturaleza podría conducir equivocadamente a la conclusión de que como los términos cultura (
cultus, cultivado)
[43] o derecho (
directum, lo que es conforme a la ley, las reglas o las normas establecidas) son de origen latino, entonces no existieron tales conceptos antes entre los griegos, babilonios, persas, chinos, etc.
Existen innumerables pruebas que demuestran que muchos de los conquistadores europeos y misioneros reconocieron la racionalidad y condición humana de aquellos pueblos ancestrales. Esto les hacía aptos y dignos para recibir la fe cristiana,
[44] especialmente por su criterio de tolerancia ante las concepciones religiosas de otros pueblos.
[45] También apreciaron también la existencia entre ellos de prácticas democráticas y jurídicas, con independencia de que estas no estuvieran escritas,
[46] pero se enseñaban en las escuelas por los propios legisladores, como reconoce Garcilaso de la Vega.
[47] Algun as de ellas hoy podrían considerarse superiores a las entonces existentes en Europa, como el respeto a las normas y leyes,
[48] la tolerancia religiosa,
[49] el ascenso de algunos plebeyos a altos cargos,
[50] la toma de decisiones importantes, como en caso de guerra,
[51] así como la participación de las mujeres,
[52] la elección de los reyes
[53] o de otros tipo de jefes,
[54] etc. Por ello con razón Armando Suescún sostiene que cultivan muchos de los postulados considerados inherentes a los derechos humanos.
[55]
A aquellos que se cuestionan la existencia de concepciones e instituciones jurídicas en los pueblos originarios, habría que preguntarles por qué el derecho indiano elaborado por los españoles asumió tantas figuras de las concepciones y prácticas jurídicas de las culturas indígenas.
[56]
Algo característico de las concepciones antropológicas de los pueblos aborígenes fue su perspectiva terrenal de la actuación humana, según la cual se evaluaba a los hombres no tanto por lo que los dioses esperarían de ellos, sino por lo que les demandaría la comunidad en la que se desarrollaban.
[57] De tal manera tendrían dificultades para comprender la razón por la cual eran pecadores.
Su perspectiva ética era mucho más realista que la de sus conquistadores y estaría movida por impulsos que emanaban de sus propias decisiones, dispuestas a corregirse en la vida inmediata y no en una presunta existencia celestial y eterna. Por tal razón fueron considerados escépticos e infieles que debían ser evangelizados a cualquier precio.
Por tanto, cabe entonces preguntarse hasta qué punto eran consecuentemente humanistas las ideas de algunos de los pensadores renacentistas o escolásticos europeos que llegaron incluso a justificar la esclavitud, al menos de los africanos, aunque defendiesen a los indígenas americanos, como es el caso, por ejemplo, de Las Casas, apoyándose dogmáticamente en el
principi autoritatis que les hacía adoptar como verdades absolutas y eternas las concepciones de Aristóteles. Ya en plena época de la conquista algunos mestizos, como Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala,
[58] a pesar de la ambivalencia de su progenie denunciaron las contradicciones y la hipocresía que intentaba justificar aquel genocidio.
En las culturas precolombinas, donde no prevalecía el derecho formalizado en códigos y leyes escritas, las concepciones morales poseían por lo general una mayor significación que las prácticas jurídicas
[59] en estos pueblos originarios. Este hecho aún se conserva en las que sobrevivieron a aquella hecatombe de todo tipo, también axiológica.
En ocasiones no se toma en debida atención que si bien podría resultar incomprensible para la escala de valores de los aborígenes no solo la imagen corpórea de los conquistadores, sus armaduras, caballos, armas, etc., sino también su cruel e inhumano comportamiento ─que fue tempranamente enjuiciado de manera crítica por el hijo de Colón cuando acompañó a su padre en su cuarto viaje
[60] ─, subordinado a la obtención de oro, plata, perlas, esmeraldas, etc., del mismo modo la perspectiva antropológica de estos últimos no les permitía apreciar debidamente muchas de las concepciones y prácticas de vida sociopolíticas y jurídicas de aquellos pueblos ancestrales.
De manera que este choque de civilizaciones, como consideraría Huntington, produciría un impacto en ambas culturas, aunque por supuesto en diverso grado. Muchas veces se valora únicamente la indudable trascendencia de aquel impacto cultural, que produjo no solo el mestizaje que hoy se aprecia y la aceleración en el ritmo de desarrollo socioeconómico, tecnológico, ideológico, etc., y se subestima el efecto recíproco de tal proceso de transculturación, que cambió no solo la imagen del mundo que tenían hasta ese momento los europeos, sino que también incidió ontológicamente en serias transformaciones de la cultura occidental. Europa ya no sería la misma a partir de aquel 12 de octubre de 1492.
La huella de España en América no se debe valorar si no se justiprecia a la vez la de esta última sobre la primera
[61] y sobre el mundo en general. Por supuesto que la incidencia de aquel encontronazo no sería la misma para unos pueblos que para otros. Si en algunos casos, como sucedió en el Caribe, la población aborigen fue prácticamente exterminada ─pues desde el primer viaje de Colón hubo resistencia y sublevaciones,
[62] y la importación de esclavos desde el África cambiaría sustancialmente el componente de nuevos tipos de mestizaje─, no fue así en el continente, donde desde un inicio se opusieron al poder colonial ibérico
[63] y supervivieron en lucha y resistencia hasta nuestros días innumerables pueblos,
[64] como prueba de que preferían mantener sus condiciones y formas de vida a las de las encomiendas y la esclavitud abierta o solapada que imponían los conquistadores.
Todo parece indicar que la idea que tenían los pueblos aborígenes que se enfrentaron a los europeos en cuanto a lo que debía ser considerado como humano, no coincidía en absoluto con lo que le trataban de imponer estos últimos por la fuerza; de ahí que prefiriesen luchar por tratar de mantener vivas sus respectivas culturas, estructuras sociopolíticas y concepciones sobre lo humano.
[65] Otra cuestión es la historia y los reveses que trajo la conquista para dichas culturas originarias.
Algunos de los testimonios que se conservan de los pueblos ya colonizados en relación con su apreciación de la conquista evidencian sus lamentaciones respecto a la destrucción de sus instituciones, religiones,
[66]valores y relaciones humanas.
[67]
Desafortunadamente, la historia no solo la escriben los vencedores, con independencia de su justificación o no y las lamentaciones de los vencidos, sino que también le imponen sus derroteros posteriores. Lo más triste es que luego algunos de los herederos de aquel mestizaje, del cual todos los latinoamericanos somos producto, reniegan de su estirpe, como Domingo Faustino Sarmiento,
[68] e incluso llegan a justificar tal genocidio, como es el caso de Germán Arciniegas
[69] .
Por supuesto, es necesario diferenciar la perspectiva humanista cristiana que inspiraba la consagración evangelizadora de numerosos sacerdotes en relación con las misantrópicas posturas de la mayoría de los encomenderos, militares y otros funcionarios de la corona. De ahí que el filósofo argentino Alejandro Korn plantee: «La leyenda que presenta la espada y la cruz unidas en la obra común, es una ficción. La cruz con frecuencia hubo de oponerse a las violencias de la espada. La interpretación de los misioneros en favor de los indios, sin duda contra la opresión de éstos, son críticas constantes del sistema de encomiendas, hacia los intereses de soldados y mercaderes y las resistencias y enemistades de la capa gobernante>>.
[70]
Y aun en ese caso se produjo un serio conflicto entre lo que debía ser considerado humano por aquellos pueblos originarios y lo que por tal entendían en su raigambre grecolatina, pero sobre todo marcada por el teocentrismo escolástico que le diferenciaba.
No cabe duda de que hubo recíprocos intentos de comprensión de sus respectivas alteridades culturales, incluso por elementales exigencias de supervivencia; sin embargo, no fue precisamente la cordura y el entendimiento lo que caracterizó el proceso de colonización, que en definitiva formaba parte del proceso del «secreto de la acumulación primitiva»
[71] del capitalismo.
Con independencia de las posibles filantrópicas intenciones de algunos de aquellos osados aventureros ─que intentaban justificar sus actuaciones con el hecho de acabar con las salvajes prácticas del canibalismo, que, como es sabido, era realmente muy reducido
[72] ─ que se precipitaron sobre estas ricas tierras tras la hazaña de Colón, lo cierto es que no fue precisamente el humanismo el que se impuso en tal época renacentista en que tanto se proclamaba. Por supuesto, tal postura no fue exclusiva de los conquistadores provenientes de España y Portugal, consideradas por Hegel y muchos otros, al igual que en Rusia, al margen de la modernidad, sino que fue común a todos los rapaces invasores europeos que se lanzaron voraces sobre el Nuevo Mundo, que luego se descubriría no era ni tan nuevo, ni tan inferior en sus concepciones y prácticas de vida sociopolítica y jurídica.
[73]
Al margen de la complicidad de muchos de los que devendrían cronistas de aquel genocidio, lo cierto es que tuvieron al menos la honestidad de reconocer ante el rey aquel latrocinio y ante la Iglesia sus pecados. Entre ellos se destaca Fernández de Quirós, quien denunciaba: «Y también podría yo asegurar que los indios no hacen mal y hacen bien a quien no les hace mal, y también con razón podría decir que los injustos daños que se les hacen que los toma Dios muy al cargo suyo y los castiga con las veras que todos fuimos castigados».
[74] Y a la vez justificaba las violentas naturales reacciones de los aborígenes al maltrato que sufrían.
[75]
En verdad existió una incongruencia total entre la legalidad concebida por la corona y la realidad de la esclavitud de los indios,
[76] que posibilitaba el desmesurado enriquecimiento de encomenderos,
[77] lo cual no solo ponía en peligro el mantenimiento de los tributos al rey, sino hasta la supervivencia de aquellos pueblos, como lo denunciaría Diego de Torres desde Tunja,
[78] quizás no tanto por filantrópica motivación, sino por la amenaza que se cernía sobre la corona y los propios conquistadores de quedar sin fuentes de ingresos.
[79]
Por otra parte, la vehemente argumentación de la condición humana de los aborígenes americanos, como puede apreciarse en Acosta,
[80] tendría una extraordinaria significación en aras del reconocimiento de los derechos humanos de esta población, hasta ese momento desconocida tanto por la cultura occidental como por la oriental. Tal vez su mayor trascendencia humanista radicaba en contribuir a ensanchar el concepto de seres humanos a otras etnias del orbe, y así aportar elementos al infinito proceso de universalización de la cultura,
[81] el cual parecía que ya desde esa época, gracias a esos misioneros, trataba de emanciparse de enfoques segregacionistas o racistas, que conducirían a nuevos genocidios, como los sufridos por la humanidad hasta el presente.
Basándose en el consuetudinario derecho natural, sobradas razones tuvieron Las Casas
[82] y Vitoria,
[83] desde una perspectiva cosmopolita de los derechos humanos,
[84] para cuestionarse la legitimidad de aquella empresa de conquista y colonización forzosa que desconocía la condición humana y la capacidad racional de aquellos pueblos para autogobernarse,
[85] tal como lo demostraba la existencia de instituciones políticas y jurídicas dignas de consideración,
[86] .
Aunque estas dos grandes personalidades sean las más conocidas en la defensa de los derechos de los aborígenes americanos, no fueron las únicas. Con anterioridad, Antonio de Montesinos había sido uno de los precursores de esta actitud que le llevó a enfrentarse tanto a las más recalcitrantes y misantrópicas posturas de los auspiciadores del esclavismo –tal es el caso de Ginés de Sepúlveda–, como a los presuntamente «neutrales» representantes de la corona española caracterizados por una consciente miopía política. Esta resultaba en cierto modo comprensible dada la lejanía, que justificaba el desconocimiento de las atrocidades cometidas en el «descubierto» continente. Al parecer, este sufriría inicialmente un visceral encubrimiento,
[87] que luego sería develado de forma gradual por los criollos y de manera acelerada a partir del proceso independentista.
Nunca se sabrá con exactitud el número de misioneros y funcionarios ─representantes de un humanismo práctico en lugar de la filantropía abstracta que el Renacimiento y posteriormente la modernidad propugnarían─ que sustentaron el debido reconocimiento de la condición humana de los aborígenes americanos, e incluso algunos de ellos fueron perseguidos y hasta asesinados.
[88]
Así, los latinoamericanos tenemos una deuda de gratitud eterna con aquellos mártires del humanismo occidental ─como debidamente reconoce el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón
[89] ─, ibero, hispano o latinoamericano, no importa cómo denominarlo entonces, pues la cuestión no se debe reducir a un debate filológico, sino que pertenece al terreno de la filosofía política. De manera que esta última, desde sus primeras expresiones en Latinoamérica ha estado estrechamente articulada con el debate sobre las posibilidades de un humanismo práctico. Por supuesto este iría incrementado sus dimensiones en la misma medida en que lo exigiría primero el proceso independentista
[90] y luego las luchas de mayor dimensión por la justicia social. Desde esa disciplina se inicia en estas tierras un proceso de lucha por la dignidad humana que parece dar pasos significativos en este siglo xxi, pero aún tiene mucho que lograr en esa tarea.
Por tal motivo, con justa razón múltiples representantes de la filosofía en esta región –entre quienes se encuentran el mexicano Mauricio Beuchot
[91] y el argentino Enrique Dusell, entre otros– les reconocen su condición de precursores de las luchas por la realización de los derechos humanos.
[92]
Tal vez uno de los factores que haya propiciado ese encontronazo axiológico entre las concepciones de los europeos y los aborígenes americanos haya sido que mientras los primeros provenían de sociedades en tránsito de relaciones socioeconómicas y políticas medievales decadentes ─en las que el individuo no ocupaba un lugar especial– hacia aquellas emergentes propulsoras de la modernidad burguesa –en las que la gestión individual y empresarial se iba convirtiendo en efectiva polea de transmisión del progreso capitalista─, los segundos procedían de sociedades recién surgidas de relaciones de gran interdependencia del colectivo humano. Ese factor incidiría en las respectivas cosmovisiones de conquistadores y conquistados. En estos últimos prevalecería una concepción, como plantea el mexicano Miguel Hernández Díaz, mucho más
nosótrica[93] y veladora de la supervivencia y el bienestar de la colectividad de su pueblo, mientras que a los primeros, más que los intereses de la corona o el proceso de evangelización, les interesaba el acelerado incremento del bolsillo propio, como reconocería el mismo Hernán Cortés.
[94]
En definitiva, mientras en los indígenas americanos prevalecía regularmente una filosofía y una ética en las que se priorizaba la alteridad y la reciprocidad ─también cierta consideración especial por el visitante que llegase con buena actitud, como en algunas situaciones se produjo y reconocieron algunos cronistas, tal es el caso en el río La Plata de Ruy Díaz de Guzmán
[95] ─, como sugiere Joseph Eastermann,
[96] en los conquistadores por el contrario se acrecentaba el individualismo más apropiado para los tiempos venideros.
El afán de ganancia a toda costa que estimularon las entonces nacientes relaciones capitalistas, o aún precapitalistas
[97] para algunos autores, inducía a una actuación individualista que tendría su expresión en el iusnaturalismo,
[98] sin preocuparse demasiado por la justificación ética de las actuaciones pragmáticas. Por esa razón, lo mismo se despojaba a los campesinos ingleses de sus tierras de cultivo, aunque murieran de hambre en los realengos, con el afán de cuidar ovejas para la naciente industria textil británica, que se restablecía con fuerza la esclavitud de los pueblos colonizados. El debate sobre el derecho de conquista y colonización quedó en definitiva relegado a un segundo plano, detrás del antropológico, pues se consideraba justificado por el derecho natural desde la antigüedad a la fagocitosis de un pueblo sobre otro.
No hacían falta entonces teorías socialdarwinistas para justificar aquellos actos imperiales, pues como sugiere el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez: «El colonialismo no es un fenómeno puramente
aditivo sino que es
constitutivo de la modernidad».
[99] Europa sabía muy bien que para llegar a realizarse como sociedad moderna necesitaba que otros pueblos mantuviesen, como hasta nuestros días, la condición de premodernos, y por tanto, habitados por hombres y mujeres semisalvajes, que justificasen la «benefactora» mano del civilizador.
El debate antropológico renacentista se ampliaría, pues se trataba no solo de la cuestión de la condición humana de los aborígenes americanos, sino también de los africanos y asiáticos. Sin duda, el humanismo renacentista se enriqueció considerablemente tras aquellas polémicas y obligó a innumerables pensadores, políticos, clérigos, juristas, a definirse. En cierta medida, lo que somos hoy se lo debemos también a ese humanismo occidental, pero a la vez, a telúricas fuerzas endógenas del continente americano que no desaparecerían del todo.
El emergente pensamiento filosófico, teológico, político y jurídico en tierras americanas se vería obligado a analizar el tema de la esclavitud de los indígenas el de los negros importados. Un nuevo eje temático del debate escindiría las posiciones humanistas de las alienantes misantrópicas. Y hasta bien avanzado el siglo xix se mantendrían vigorosas disputas ideológicas en las que prevalecería más el peso de los talegos de monedas que el peso de los argumentos.
No solo Bartolomé de las Casas confesaría su actitud pecaminosa, pues al tratar de salvaguardar a los indios de la esclavitud mantuvo una postura, si no justificativa, al menos indiferente en cuanto a la de los africanos. Aun así resulta extraordinariamente encomiástica la labor de este sacerdote y de tantos otros por argumentar por todos los medios posibles en esa época la condición humana y los derechos de los aborígenes.
Fueron los genuinos abogados defensores no solo de aquellos pueblos,
[100] sino de la dignidad del género humano, como reclamaba el humanismo moderno. Pero como plantea Rafael Sánchez Ferlosio: «Lo paradójico y pintoresco del caso fue que las únicas reservas de humanidad (cosa que no hay que confundir con “humanismo”) y de conciencia capaces de encarar la novedad con un mínimo de responsabilidad, de prudencia y de respeto, y, sobre todo, el único caudal de sentimientos universalistas que se requería, no estaban en el tan cacareado espíritu renacentista, sino en la tradición medieval de la escolástica tardía; los únicos que hicieron saltar la chispa del escándalo ante la barbarie desencadenada del renacimiento fueron los anticuados continuadores de Tomás de Aquino».
[101] Todo indica que Las Casas y Vitoria partieron de la concepción de este último sobre la naturaleza humana
[102] para reconocerla en los aborígenes americanos.
A todos los debates anteriores sobre el proceso de transculturación y mestizaje del cual surgiría el hombre latinoamericano, se le añadiría un nuevo componente: los esclavos africanos. Si bien los primeros años no pareció ser este un tema de gran debate,
[103] pues ya en los primeros barcos de Colón trajeron algunos de ellos, paulatinamente irían tomando fuerza los debates al respecto ─en la misma medida en que se producían insurrecciones de esclavos negros, que en ocasiones se entremezclaban con las de indígenas─, aunque no con la misma intensidad y ritmo que los de la esclavitud de los indios.
A manera de conclusiones preliminares puede sostenerse que las concepciones democráticas y jurídicas, y en especial sus formas de realización en las culturas originarias de América, no han sido debidamente valoradas por los investigadores debido al eurocentrismo predominante por lo general en las ciencias sociales.
Un conocimiento profundo y pormenorizado de estas, especialmente en las culturas más desarrolladas, como la maya, inca y azteca, puede revelar logros inimaginables que bien podrían ser considerados, al igual que los de otras civilizaciones antiguas, entre los antecedentes universales de los derechos humanos y la vida democrática.
De la misma manera que ha sido tradicionalmente subestimada o incluso negada la existencia de pensamiento filosófico en las culturas originarias de este continente, igual ha sucedido con el pensamiento político y jurídico. Sin embargo, las investigaciones más recientes desde la arqueología, la antropología, la lingüística, la historia, etc. –basadas en informes de cronistas, misioneros, funcionarios y otras fuentes de archivos, junto a la memorial oral conservada por pueblos testimonios de aquellas culturas ancestrales, como los clasifica Darcy Ribeiro–, han revelado una extraordinaria riqueza de manifestaciones en la vida jurídica y política de dichos pueblos.
El estudio de tales expresiones, y en particular la lucha por los derechos humanos y las conquistas democráticas, por lo general se reduce a analizar sus formas escritas a través de discursos de filósofos, juristas, políticos, misioneros, etc., y no se justiprecia el protagonismo de aquellos sectores sociales que han sido los verdaderos promotores de tales logros, esto es, esclavos, siervos, campesinos, indígenas, criollos, súbditos, artesanos, obreros, mujeres, etc. Tal subestimación del papel de los agentes sociales en el alcance de tales logros se produce a nivel mundial, y de ello América no escapa.
Tan erróneo puede resultar desconocer los valiosos aportes de los pueblos y pensadores europeos, especialmente a partir del despliegue de la modernidad, al desarrollo de las concepciones humanistas, prácticas democráticas y de los derechos humanos, como ignorar por completo las contribuciones de otras culturas del orbe que se desarrollaron al margen de la occidental, como es el caso de las amerindias.
No debe sorprender que algunos humanistas del Renacimiento, como los socialistas utópicos, así como otros ilustrados posteriormente se inspirasen en algunas formas colectivas de vida e instituciones políticas y jurídicas encontradas en América y que no se habían observado tal vez en otras culturas ya en ese momento conocidas, como las asiáticas y africanas. Algunas razones deben explicar los móviles de tales fuentes de inspiración.
Tal vez el hecho de que se le asegurase una parcela de tierra para la subsistencia de la familia, además de las formas de distribución de las cosechas y la participación colectiva en el trabajo, les haría pensar que constituían prácticas algo más humanistas que las predominantes en esos momentos en Europa.
Se conoce que algunas de las culturas aborígenes, al menos las más desarrolladas, llegaron a cultivar una alta estimación de sus antepasados, su historia y su respectivo presente, por lo que llegaron sentir orgullo de sus culturas, sus relaciones familiares, jerarquías e instituciones sociales, políticas, religiosas, jurídicas, así como de sus producciones arquitectónicas, artísticas, literarias, etc., a través de las cuales se expresaban sus cosmogonías, cosmologías, antropologías, axiologías, etc. Entonces, ¿qué fundamento real puede tener la tesis que pretende ignorar la existencia de formas políticas, y en particular democráticas, así como de derechos de hombres y mujeres, niños y ancianos en aquellos pueblos originarios de América?
Las formas de organización social y política de las culturas más avanzadas se basaban principalmente en valores éticos, algunos de los cuales adquirían dimensión jurídica, como la reciprocidad integral con la totalidad del cosmos, con la naturaleza en su conjunto, en la que quedaban subsumidas las relaciones humanas, si bien diferenciaban debidamente el estatus del hombre y el del resto de los seres vivos, aun en el caso de creencias totémicas.
Si los mayas, incas, aztecas y chibchas, que fueron los que lograron formas de organización estatal más avanzadas, no hubiesen desarrollado un correspondiente pensamiento político y jurídico, con un nivel adecuado a las exigencias de control, subordinación y fiscalización, difícilmente hubiesen podido lograr los grados de administración sobre las poblaciones y bienes que alcanzaron.
Si bien algunos de los más recalcitrantes defensores de la corona española trataron de buscar argumentos antropológicos que cuestionaban incluso la condición humana de los aborígenes americanos, debe tenerse presente que por lo general no sucedió lo contrario, es decir, estos últimos no subestimaron o consideraron inferiores a los conquistadores, porque aunque los más aguerridos se enorgullecían de su superioridad bélica, generalmente consideraban a los pueblos dominados por ellos como integrantes también del género humano. De manera que el conflicto axiológico producido por la conquista puso en discusión las diversas perspectivas sobre quiénes debían considerarse propiamente seres humanos y por tanto acreedores de algún tipo de derecho.
La supervivencia de estructuras democráticas en las comunidades indígenas ─con la activa participación de la mujer, de los jóvenes y no solo de los ancianos, e incluso la concesión de algunos derechos a los esclavos en aquellas culturas donde existía esta institución con modalidades muy diferentes a la de procedencia grecolatina─ que han sobrevivido constituyen pruebas evidentes refrendadas por los investigadores de formas de convivencia social, de respeto por las decisiones colegiadas, por las autoridades y normas elegidas, algunas de las cuales se incorporaron después de la conquista al derecho indiano.
Estos hechos demuestran que el proceso de transculturación no se limitó al intercambio recíproco de especies animales, vegetales, alimentos, vestidos, utensilios, técnicas agrícolas, etc., entre Europa y América, sino que también se produjo una recíproca transmutación axiológica que abarcó el plano político y jurídico, en particular en relación con experiencias democráticas y el respeto de algunos derechos humanos.
El hecho de que no estuviesen escritas las normas éticas y jurídicas en aquellos pueblos originarios no demerita en modo alguno su valor y trascendencia, pues la historia posterior de la conquista y colonización demostró que resultaron mucho más vulnerables e incumplidas las ordenanzas de la corona española y portuguesa que las consuetudinarias reglamentaciones indígenas.
Impresionó a muchos cronistas el respeto que sentían los indígenas por sus ancestrales leyes, la rigurosidad en su aplicación a los infractores, la tolerancia religiosa, el ascenso de algunos plebeyos a altos cargos independientemente de los nexos de parentesco, la toma de decisiones colegiadas en algunos asuntos importantes como la guerra, el voto femenino en la elección de reyes y otros funcionarios, etc.
La existencia de centros de enseñanza en los cuales los sabios transmitían a las nuevas generaciones de futuros gobernantes el cultivo del orgullo de sus antepasados y el valor de sus concepciones cosmológicas, normas éticas, jurídicas, políticas, etc., revela el alto grado de autoestima de aquellos pueblos.
No es difícil poner de acuerdo a investigadores respecto a la aceptación de formas de Estado en las culturas más desarrolladas con normas, leyes, jerarquías políticas, jurídicas y religiosas, sistemas tributarios y de comunicación, etc., bien establecidos, lo mismo que en el Antiguo Oriente, sin que hayan sido tomadas tales instituciones de la cultura occidental. Esto pone de manifiesto que en los procesos civilizatorios se producen formas algo similares en distintas culturas que han llegado al menos a la conformación de monarquías, lo cual pudo haber posibilitado incluso una mejor comprensión entre conquistadores y conquistados, como pudo apreciarse en las actitudes de Moctezuma, Atahualpa y otros reyes. Pero desafortunadamente, la historia no siempre se caracteriza por conducir al triunfo de la racionalidad.
Parece que en ningún momento los pueblos vencidos se cuestionaron o subestimaron la condición humana de los conquistadores, incluso en algunos casos los consideraron superiores, especie de semidioses o enviados por ellos, y en correspondencia con tal criterio se comportaron. En otras ocasiones estos pueblos, tal es el caso de los aztecas e incas, habían desempeñado el papel de conquistadores sobre sus vecinos, pero independientemente de que esclavizaran y en algunos casos sacrificaran determinados prisioneros, por lo general no aniquilaban a toda la población derrotada, pues podrían privarse de fuentes tributarias. Tampoco prevalecía el criterio de considerarlos animales, sino seres humanos también, aunque sí de pueblos inferiores, dada la vanagloria que regularmente caracteriza a los vencedores.
El hecho de que se generase una resistencia y luchas que perduraron, e incluso algunas aún perduran, de los indígenas frente a los patrones de sociedad impuestos por los conquistadores, significaba que preferían la conservación de sus instituciones y relaciones socioeconómicas y culturales que las que les imponían. En modo alguno puede entenderse que considerasen más humanas las emanadas de los arcabuces que las propias.
Las lamentaciones de los indígenas por la agresión a sus formas de vida, instituciones, religiones, valores y relaciones humanas evidencian que no siempre aceptaron como beneficiosas las «conquistas» del humanismo occidental. Fue y sigue siendo un profundo conflicto entre divergentes concepciones de lo que debía ser considerado humano y de las actitudes prácticas que se derivaban de ellas.
Aun cuando estas culturas desarrollaron ideas religiosas bien estructuradas, con la correspondiente cosmovisión escatológica, no prevalecía por lo general el criterio de que las actuaciones individuales tendrían su recompensa o sanción tras el umbral de la muerte, la cual generalmente consideraban como una forma nueva de vida. De ahí que su perspectiva penal haya sido eminentemente realista, caracterizada por castigar de manera inmediata y ejemplarizante aquellas actitudes consideradas delictivas, como el homicidio, el robo, el adulterio, la falsificación, etc.
El humanismo desde la antigüedad siempre ha estado en juego en la historia, pero mucho más en momentos de guerras de conquista, la mayoría de las veces basadas en fundamentalismos ideológicos. No obstante las intenciones de los más recalcitrantes justificadores de la esclavitud de los aborígenes, que analizaremos con posterioridad, fundamentada en criterios generalmente misantrópicos, por fortuna a la larga prevaleció el ancestral humanismo cristiano de algunos sacerdotes que ante todo argumentaron la racionalidad y la condición humana de aquellos pueblos ancestrales, lo cual les hacía aptos y dignos para recibir la fe cristiana. Una vez más se evidenció que a pesar de los serios obstáculos que siempre se le presentan al humanismo práctico, o a la práctica del humanismo, este a la larga se impone sobre las fuerzas alienantes.
Sin duda, si la imagen del hombre plasmada en el célebre dibujo de Da Vinci indicaba que con sus extremidades extendidas en múltiples direcciones pretendía alcanzar todas y cada una de las áreas no solo del globo terráqueo, sino del universo mismo, las argumentaciones de los defensores de que los indígenas americanos pertenecían también al género humano contribuirían notablemente a la lucha al respecto de africanos y asiáticos esclavizados, aun en la época en que las consignas o tal vez
paradogmas (falacias) de igualdad, libertad y fraternidad resonarían en tan ilustrados tiempos.
El denominado «descubrimiento de América» produjo un conflicto axiológico de gran envergadura porque muchos de los valores de los pueblos originarios de este continente no coincidían y ni siquiera confluían con los del conquistador europeo. No solo distintos criterios sobre la riqueza, el atesoramiento, el trabajo ─se debe tener presente que hasta los reyes trabajaban simbólicamente en labores agrícolas─, la tolerancia religiosa, la reciprocidad ética, la alta estimación de la colectividad en la que la individualidad quedaba muy marginada, el respeto a la naturaleza, etc.
Las conquistas de quienes, ─basándose en el consuetudinario derecho natural, como Montesinos, Las Casas, Vitoria, etc.─, emprendieron las luchas por los derechos humanos y el respeto por algunas de las formas de vida sociopolítica y jurídica de la población aborigen en tierras americanas recién «descubiertas», al ser auténticas y corresponderse con las exigencias de su época, resultan de validez universal.
El cultivo de la filosofía política en América desde sus inicios se vinculó a la urgencia de lograr formas prácticas de humanismo y de justicia social distantes de filantropías abstractas, que abarcaran cada vez a nuevos sectores de la población, pues si al inicio solo se trató de la nefasta situación de los indígenas, de inmediato se le sumaría el de los africanos eslavizados y luego el de mestizos y criollos discriminados. Este proceso se aceleró durante las luchas independentistas y se radicalizaría durante la vida republicana hasta nuestros días.
El choque transcultural iniciado en una mañana de octubre de 1492 aún no ha terminado. Con frecuencia se observan recíprocos reconocimientos de valores asimilables, del mismo modo que antivalores repudiables, en las distintas latitudes que comenzaron a imbricarse. Por supuesto que no era la primera vez en la historia que tal proceso de producía, pues ya Occidente lo había experimentado con el Antiguo Oriente. No en balde Alejandro Magno le tuvo que recordar a sus generales lo aprendido con Aristóteles en relación con lo mucho que debían aprender los griegos de los persas, cuando aquellos le recriminaban su matrimonio con la princesa «bárbara». Entre esos valores han estado las experiencias democráticas y las perspectivas sobre los derechos humanos. Cada día las ciencias sociales contribuyen a revelar nuevas fuentes demostrativas de que el humanismo no constituye una prerrogativa exclusiva ni de los occidentales ni de ningún pueblo en particular, sino que ha tenido diversas expresiones en las distintas culturas de la historia.
El estudio de las concepciones y prácticas jurídicas y políticas de los pueblos que habitaron este continente antes de la llegada de los conquistadores europeos, no constituye una simple cuestión académica, pues tiene implicaciones axiológicas e ideológicas de gran envergadura.
Estimular el desprecio o la subestimación de las culturas aborígenes en las actuales y nuevas generaciones puede contribuir aún más a la
nordomanía denunciada por el uruguayo José Enrique Rodó, especie de xenofilia que conduce a no confiar en la posibilidad de gestar ideas y experiencias propias de vida democrática y de cultivo adecuado de los derechos humanos. Con tales actitudes se fomenta la ilusión de que nunca el pensamiento vernáculo y la práctica político-jurídica criolla han sido, o serán, capaces de generar propuestas apropiadas y dignificadoras de los pueblos latinoamericanos.
Cuando José Martí insistía en su célebre ensayo
Nuestra América que con una frase de Sieyés o Montesquieu no se gobierna en estas tierras –y por ello recomendaba estudiar la historia de los arcontes americanos desde los incas hasta nuestros días–, no lo hacía por chauvinismo infundado, ni subestimaba la valiosa herencia grecolatina que supo exaltar. Su arraigado fervor latinoamericanista se articulaba con un humanismo cosmopolita identificado con todos los oprimidos del mundo, por lo que, al igual que Bolívar, reclamaba un nuevo equilibrio.
Es indudable que un mejor conocimiento de las concepciones y experiencias políticas y jurídicas de los pueblos originarios, así como de las luchas posteriores de criollos por su dignificación, puede ser fuente nutritiva de utilidad para las nuevas generaciones encargadas de conducirlas hacia niveles superiores de conquistas democráticas y de los derechos humanos.