No resulta sencillo, ni existen vías rectas para aproximarnos a las perspectivas de Jean Paul Sartre respecto del poder punitivo y el castigo. En efecto, el marxismo sartriano no se ha ocupado expresamente de abordar un fenómeno, que, ya en su época, condicionaba la realidad mundial y era materia de permanentes debates, incluso al interior de otras vertientes existencialistas y humanistas.
Sus definiciones, su teoría, su práctica y su perfil multifacético, por otra parte, lo convierten en un sujeto inasible, difícil de escrutar, casi insondable respecto de problemas que, actualmente, ocupan de manera urgente y agónica a los pueblos del mundo. Sus propias especulaciones, por lo demás, conducen a los lectores desprevenidos a apasionantes aporías u obligan a verdaderos acertijos tendientes a dilucidar sus posturas sobre estos temas. ¿Qué Sartre podría proporcionarnos pistas más o menos ciertas sobre su propio pensamiento -he aquí la primera perplejidad- respecto del castigo? ¿El militante social? ¿el escritor? ¿el dramaturgo? ¿el pensador capaz de legitimar la violencia armada en cuanto la misma suponga la búsqueda de un ideal emancipador? ¿el creador de un tribunal de opinión que, lejos de valorizar el castigo y el poder punitivo, confió en la potencia de la opinión y la capacidad de la denuncia, único en lograr la condena de EEUU por sus crímenes en Vietnam? ¿el que es cuestionado por pensadores como Michel Onfray por su (supuesto) pasado durante la ocupación de Francia por parte de los nazis? ¿el que discrepaba con Camus respecto de la naturaleza humana y el ser? ¿Cuál de ellos? Frente a estos dilemas, el observador no tiene demasiadas salidas. Hace un ejercicio, arbitrario, de recorte. Recorre algún texto y escoge, sintetiza y sincretiza. Duda y se espanta por el margen de error abismal del desafío que él mismo propone. No obstante esas dificultades, algunos de los desarrollos de Sartre nos permiten la reconstrucción, falible, pero reconstrucción al fin, de sus perspectivas sobre las modernas formas de castigo y el ejercicio del poder punitivo estatal y supraestatal, partiendo de su rotunda concepción de la libertad.
La obra de Sartre se nos representa así, como una maravillosa caja de herramientas. Elijamos, recurriendo a esta endeble sistemática, algunos párrafos que escribiera sobre la libertad en "El ser y la nada", para comprender sus puntos de vista con relación al concepto de la libertad y, como contrapartida de la misma, a ciertas formas de alienación capaz de conculcarla o desnaturalizarla. Dice Sartre: "Es necesario, además, precisar, contra el sentido común, que la fórmula "ser libre" no significa "obtener lo que se ha querido" sino "determinarse a querer (en el sentido lato de elegir) por sí mismo". En otros términos, el éxito no importa en absoluto a la libertad. La discusión que el sentido común opone a los filósofos proviene en este caso de un malentendido: el concepto empírico y popular de "libertad", producto de circunstancias históricas, políticas y morales, equivale a "facultad de obtener los fines elegidos". El concepto técnico y filosófico de libertad, único que aquí consideramos, significa sólo: autonomía de la elección. Ha de advertirse, empero, que la elección, siendo idéntica al hacer, supone, para distinguirse del sueño y del deseo, un comienzo de realización. Así, no diremos que un cautivo es siempre libre de salir de la prisión, lo que sería absurdo, ni tampoco que es siempre libre de desear la liberación, lo que sería una perogrullada sin alcance, sino que es siempre libre de tratar de evadirse (o de hacerse liberar), es decir, que cualquiera que fuera su condición, puede pro-yectar su evasión y enseñarse a sí mismo el valor de su proyecto por medio de un comienzo de acción" (El ser y la nada, Ed. Losada, Buenos Aires, 2005, p. 657). Pero como también señala que "la libertad es libertad de elegir, pero no libertad de no elegir" (p. 655), y que "el sadismo es un esfuerzo por encarnar al Prójimo por la violencia y esa encarnación "a la fuerza" debe ser ya apropiación y utilización del otro (p. 545), algunas puntas con relación a su perspectiva sobre el castigo, y en especial sobre la violencia estatal (de la cual la cárcel es, modernamente, una de sus máximas y más brutales expresiones), comienzan a aparecer trabajosamente.
Las ideas de libertad, de autonomía de elección, de liberación, de perogrullo, de evasión, de sadismo y de apropiación del otro nos permiten articular, en un arduo pero apasionante tramo, una visión inaugural del fenomenal existencialista respecto del poder punitivo y la violencia. Esta mirada introductoria no pretende encontrar respuestas sino organizar preguntas. Problematizar acerca de la visión que uno de los más grandes pensadores del siglo XX no explica, pero tal vez implica, con relación al castigo y la violencia institucional. A eso pueden añadirse evidencias complementarias difícilmente contrastables. Se trata de un intelectual que en 1940 fue recluido en un campo de concentración alemán; que luchó por los derechos de los prisioneros en las cárceles francesas; que visitó presos políticos alojados en la cárcel de Stammheim; y que, finalmente, integró el tribunal que condenó por primera y única vez en la historia a la mayor potencia mundial por sus crímenes masivos, valiéndose para ello (únicamente) de la autoridad ética, sin necesidad alguna de glorificar ni justificar el oprobio de los castigos corporales.
Como se advierte, aceptar el desafío de analizar el pensamiento de Sartre y su relación con el castigo demanda una tarea integradora del investigador, destinada nada más y nada menos, que a re-posicionar el argumento como práctica política, de cara a la barbarie, la guerra y la cultura concentracionaria.