Por Eduardo Luis Aguirre



Hay una cuestión histórica y política pendiente con el marxismo clásico ,con las izquierdas sometidas a un proceso riesgoso de dudosa traducción y, sobre todo, con el progresismo militante. Esas formas, blancas y urbanas, de pensar el país neocolonial responden en general a una clara orientación eurocéntrica, que es la forma más cruda de expresar el uso eufemístico de la internacionalización de la cultura.


La cultura dependiente, una expresión categórica de la colonialidad, no solamente importa porque remite a las dificultades de sus cultores para comprender el país real y sus conflictividades relevantes. Se transforma en una cuestión irresuelta, en un territorio en disputa porque el progresismo ha adquirido ontología propia en el país y eso habilita otras discusiones y algunas necesarias advertencias.

Ni el marxismo ortodoxo, ni las izquierdas, ni mucho menos el progresismo, preocupan -como acontecía desde mediados del siglo pasado- por resultar un sendero de discusión teórica acerca del rol de la burguesía nacional o la contradicción principal entre nación e imperialismo. Ni siquiera porque el dilema de la traducción de los planteos internacionalistas subsista como una urgencia, ni porque exista una literatura extranjerizante que compita a gran altura con el pensamiento nacional. Todas esas disputas parecen haberse desvanecido en el aire.

La caída del relato totalizante de los países que conformaban el bloque socialista allanó muchas de estas polémicas domésticas. En su retirada, las izquierdas de este margen se refugiaron en los microrrelatos, mucho más cercanos, vale aclararlo, al individualismo candoroso de la reivindicación de los derechos individuales, civiles y políticos.

En ese tránsito se integraron a la construcción de pueblo, marcharon completando un nuevo sujeto político cuya sumatoria de demandas estimuló el kirchnerismo como un intento de garantizar las alianzas históricas que el peronismo promovió como forma de preservar su condición popular mayoritaria.

Pero el progresismo no pudo pensar a Perón ni tampoco a Cooke o Hernández Arregui. Mucho menos a Ernesto Laclau indagando su militancia iniciática, holgadamente previa a “La razón populista”. Su identificación condicional con el kirchnerismo nunca se pareció a la lealtad con una doctrina que no lo completaba en sus aspiraciones diletantes y su única herramienta (significativa, por cierto) es la calle. Obligado a completar la ausencia de sujetos sociales que se habían replegado con el neoliberalismo, se arrimó al peronismo porque muchas de las conquistas producidas durante la década ganada eran de imposible controversia. Se vio, por una parte, impulsado por los vientos de una nueva meteorología política que transformaba en protagónica su minúscula gravitación política de antaño y, por la otra, logró por primera vez influir en la lógica de las decisiones de un gobierno peronista, con los yerros abisales que sufrimos. Eso lo convirtió en un necesario objeto de análisis. También en un segmento que, por su actual calado y especialmente en tiempos críticos, debe ser interpelado mediante un denodado esfuerzo civilizatorio. Esa tarea no será sencilla pero ningún esfuerzo será vano para articular organizadamente un gran frente nacional, en el que ninguno de los sujetos políticos que integran el campo popular podrá ser dejado de lado. Me inclino por persistir incansablemente en la discusión política, en la advertencia de las múltiples formas de colonización que adquieren muchos de esos discursos laterales a las grandes construcciones sociales y en hacer gala del estoicismo militante que implica la ardua faena de acompañar al conjunto de las y los compañeros. Nadie sobra en esta hora donde lo que debe extremarse es la unidad. Es un momento de repetir las instancias dialógicas y el ensanchamiento social hasta donde resulte posible. El compromiso de no desfallecer en el intento es nuestra exclusiva responsabilidad propedéutica.