Por Eduardo Luis Aguirre

 

El origen del patriotismo iberoamericano es un verdadero enigma. Lo más grave de ese desconocimiento colectivo es que lo ignoramos porque no nos interesa demasiado aclararlo. Ese desinterés no es gratuito. Lo mismo que la democracia, la libertad, la seguridad o la honradez, por dar algunos ejemplos, el concepto de patria, de apasionada identidad con el suelo que pisamos se convirtieron -todos ellos- en valores de los que históricamente se apropió la derecha, y los rellenó con los contenidos ideológicos que coinciden con su concepción de la vida y del mundo. Por si esto fuera poco, la noción de patria se asoció, de manera para nada inocente, con el de nación. ¿Pero cuál es el origen y el sentido originario de esa pertenencia crucial a la que denominamos patriotismo? Dicho de otra manera ¿qué es la patria? Las diferencias etimológicas que atraviesan este significante constan incluso en el diccionario de la RAE. Por un lado, se explica a la patria como la tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos.

Por el otro, con una paradójica y precisa laxitud el mismo diccionario la define como el lugar, ciudad o país en que se ha nacido.

Hasta ahora, podríamos convenir que la patria es un conjunto que incluye la tierra natal o adoptiva, una identidad colectiva, rasgos de cultura común, historias compartidas, vicisitudes y padecimientos, diversidades unitivas, afectos, paisajes, conocimientos y una idea de existencia en común.

Pero vayamos a la historia del patriotismo iberoamericano, porque en él habitan algunos de aquellos elementos que tal vez nos deparen algunas precisiones que nos conmuevan y nos ayuden.

El historiador español José Enrique Ruiz-Doménec, uno de los medievalistas más respetados del mundo, es el autor de un libro extraordinario, escrito durante la primera década del tercer milenio. Se trata de “El Gran Capitán”. En la historia española, el personaje tiene nombre y apellido. Se llamó Gonzalo Fernández de Córdoba, un hijo de nobles nacido en Montilla en 1453 en un castillo que ya no existe y fallecido en Granada en 1515. Gonzalo, que con el tiempo sería el estratega militar más respetado de España, cuyas innovadoras ideas en la guerra hace que todavía ahora las mismas sean utilizadas por las fuerzas armadas españolas, era el segundo hijo de una familia andaluza, como él. Es decir, era un segundón, uno de esos hijos que en el derecho medieval no tenía posibilidades de convertirse en legal heredero. En la España precapitalista, las posibilidades de los varones se limitaban al comercio, la explotación de la tierra, la milicia o el santo oficio de la religión. Gonzalo, todavía un niño, le confesó a su madre y su abuela su preocupación existencial. No tendría legado ni tampoco le atraían los hábitos eclesiásticos. Esas dos grandes mujeres comprendieron enseguida que un mozo de semejante brillantez podía y debía aspirar a desarrollar sus precoces habilidades personales. Ninguna de las dos dudó: le aconsejaron que visitara a un familiar, que no era otro que el Rey Fernando. Cuenta Ruiz-Doménec que, ni bien se conocieron, quedaron mutuamente subyugados. El monarca ya mayor y el joven Gonzalo, el futuro Gran Capitán. El rey no dudó en ofrecerle ser uno de sus capitanes. Y le encomendó una misión a la que Gonzalo no pudo resistirse. Fernando de Antequera quería crear un sentido de patriotismo para encarar la más grande de todas las guerras, tendiente a conquistar el resto de los reinos, pequeños pero balcanizados, incluyendo Granada, navarra y Portugal. La empresa era tan ambiciosa y tantas las posibilidades reales de que fracasara que le otorgó al joven un ´generoso plazo de veinte años en la tarea asignada. Se traba de un protectorado de Génova, una de las mayores potencias de la época, y tenía al menos dos millones de habitantes. Un desafío por demás complejo y, además, decisivo para la lograr la unidad de la España de los reyes católicos. Gonzalo comenzó a demostrar que no solamente sería un eximio militar sino también un excepcional diplomático. Según relata el biógrafo, Fernández de Córdoba comprendió rápidamente que la corona no podía abrir tantos frentes militares a la vez. Decidió entonces fortalecer un acercamiento diplomático con la jerarquía árabe, compuesta por duros bereberes que dominaban Granada. El sitio era un enclave estratégico, crucial. Después de incesantes viajes y reuniones, el Gran Capitán comenzó a profundizar los diálogos tendientes a lograr la rendición de los árabes y su retiro del territorio ibérico de manera pacífica y absolutamente respetuosa. Escribió de su puño y letra un proyecto de tratado de capitulación de pocas hojas verdaderamente magistral. Ruiz Doménec dice al respecto que se trató del mejor proyecto de tratado diplomático producido en España, capaz incluso de solucionar en base a sus pautas la solución pacífica de conflictos que sacuden al mundo actual. Ese acuerdo no se cumpliría. Pero la impronta del diplomático comenzaría a inscribir su nombre en una historia común que comenzaba. Esa epopeya, la suya, no solamente habría de contribuir decisivamente a la unificación de España sino que, una vez que los moros se retiraran de Granada a principios de 1492, la caída del último reducto nazarí permitiría que la misma corona emprendiera, por fin, los viajes colombinos y la conquista de América. Pasó menos de un año desde la caída de la Alhambra hasta que dos carabelas y una nao partieran del Puerto de Palos, con dirección a Canarias, donde se reaprovisionaron, completaron la selección de la tripulación y la carga (que incluía animales de granja y caballos) y pocos días después se lanzaran a la mar océano desde La Gomera, el sitio que les permitía aprovechar los vientos alisios para emprender el histórico viaje y, sobre todo, para conservar expectativas inciertas de un regreso a Europa. El mayor encuentro de la historia humana y la unidad española suelen emparentarse a los reyes católicos y a Colón. El Gran Capitán, por su protagonismo indispensable debe ser justicieramente incluido en la construcción efectiva de un vertiginoso patriotismo, formateado en épocas de conquista imperial. Pocos años más tarde, España llegaría a ser la gran potencia mundial. Por ende, era una patria con forma de nación. Que, como vimos, no es la única.

Pongo especial esmero en destacar cómo el pesimismo de la razón frente a semejante empresa y el optimismo de la voluntad fueron y son capaces de producir un cambio cultural trascendental enraizado en el patriotismo.

La lucha emprendida por los reyes católicos fue una guerra de expansión, con ribetes fuertemente religiosos y oscuros y cruentos episodios de racialización, como toda expresión nacional que a lo largo de la historia caracterizó a las naciones imperiales. Pero allí, en la fragua del Gran Capitán se había esculpido un sentido de patriotismo. Con sus singularidades y solemnidades, pero un patriotismo al fin.

De este lado del océano, los pueblos de América no pudieron construir la Patria Grande, al menos como una unidad institucional. Los imperialismos se encargaron de crear una veintena de pomposas “repúblicas”, como evocaba Jorge Abelardo Ramos, para sellar su definitiva dominación. Esas repúblicas, algunas “federales”, como la nuestra, demuestran en estos tiempos monstruosos que en realidad los gobernadores de esas “provincias” que en el pacto de 1831 debían tener los mismos derechos que Buenos Aires, hoy están a expensas de los dislates que llegan desde el virreinato del gran puerto. Todos los días un golpe y toda la vida como una frustración. Será por eso que, si la Patria es el lugar en el que hacemos pie, la tierra que elegimos para vivir y morir sea nuestro terruño pampeano. Con su breve historia a cuestas, construida en menos tiempos que el que le demandó construir su patriotismo al Gran Capitán, hace de la privación un combustible y nos lleva a sentir que, esta vez, no hay adonde escapar, porque esta crisis es sistémica, circular, total. Y entonces la identidad se fortalece, es capaz de ponerse de pie, de conjugar pasado, presente, de reconocernos en la mismidad de la planicie. Con nuestras diferencias y nuestros comunes acervos. La fragmentación a la que se somete a la nación da pie a un sentido de pertenencia distinto, intenso pero delimitado en la hermandad de los pocos. El proceso es inverso al español. Aquella era una experiencia imperial y nosotros somos pueblos doblemente oprimidos. Por el control global punitivo del imperio y por la dañina concepción que del “interior” hace gala el gobierno nacional. Pensar La Pampa, fortalecerla, centrarnos en las verdaderas prioridades, “en el uso pleno de los poderes no delegados, propendiendo a la integración territorial como parte de la Patagonia, formulando planificaciones, celebrado acuerdos o convenios internacionales, interprovinciales, con la Nación o entes nacionales, con el objeto de lograr un mayor desarrollo económico y social.  Reconociendo la preexistencia étnica y cultural de los pueblos originarios. Estructurando la convivencia social en base a la solidaridad y la igualdad de oportunidades”. El acervo cultural, histórico, arquitectónico, arqueológico, documental y lingüístico de la Provincia es patrimonio inalienable de todos los habitantes. El Estado provincial y la comunidad protegerán y promoverán todas las manifestaciones culturales y garantizarán la identidad y pluralidad cultural y la propiedad tendrá un fin social”. Todo esto declara nuestra Constitución Provincial. Hay una serie de herramientas normativas conglobantes capaces de emular aquellas capitulaciones magistrales del legendario Gonzalo, el Gran Capitán, e incluso de superarlas. Primero, porque aquí no se rinde nadie y segundo porque la historia de nuestro derecho, la tradición que nos precedió, es nada más y nada menos que una Confederación de libres e iguales ideada por el gran Piedra Azul, al que conocemos mejor como Calfucurá.  Aquel que en Caseros peleó (como era esperable) del lado de Rosas en defensa de la Patria, contra el imperialismo y el unitarismo. Un militar brillante y un diplomático singular de este Sur, cuyo legado nos ilumina más que nunca en estos tiempos de tragedia.