Por Diego Tatián
Lisandro de la Torre nunca pretendió ser un revolucionario; fue un liberal y un propietario rural, al que su valentía política le valió una brutal operación de calumnia por la que quedó aislado y sin salida. Su última batalla fue la defensa parlamentaria de los comunistas -con quienes estaba lejos de comulgar ideológicamente- en la persecución que contra ellos establecía la llamada “Ley de Represión al Comunismo” de 1936. Derrotado en todos los aspectos, la renuncia a su banca en el Congreso -aceptada sobre tablas, se diría que casi anhelada por el resto- despojaba al debate político argentino de una de las voces más lúcidas que dieron testimonio de la infamia que se extendía por esa década aciaga -otra de esas voces era la de un joven escritor (en su caso sin dudas que con un espíritu más lúdico e irónico) que un año antes había publicado un libro llamado, precisamente, “Historia universal de la infamia”.
Algunas vidas son como un prisma del tiempo que les tocó en suerte. Pero proyectan también un significado con el que dialogar siempre que una desgracia social (un tiempo de “infamia” para el que debemos encontrar aún nuestra propia palabra) se abate sobre un pueblo con su torrente de daño económico, político y cultural.

El debate político en tiempos de infamia
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