Por Eduardo Luis Aguirre 

A pocas horas de haberse concretado el paro general y las innumerables concentraciones y marchas en todo el país contra el regresivo paquete normativo que impulsa el gobierno de Javier Milei, sobresalen algunas singularidades que iluminan los posibles desenlaces ultaactivos de esas rotundas manifestaciones populares, que nos ayudan a pensar lo que por ahora siguen siendo meras conjeturas.


El gobierno, en apariencia, verbaliza y reivindica una obcecación llamativa. Su primera reacción fue reivindicar el objeto mismo de la protesta popular y amenazar con medidas todavía más duras. Sea porque el oficialismo sigue encerrado en su mito fundacional o porque asume que sigue navegando en las aguas incomprobables calmas de las primaveras iniciáticas de toda gestión, la postura es como minimo irresponsable.


La protesta social es el derecho que se encuentra más cerca del corazon constitucional (algo por el estilo enseñaba Roberto Gargarella) y por lo tanto aparece como un presagio lógico la multiplicación futura y nacionalizada de las mismas. Los protocolos de cotillón de la ministro de seguridad tienen la misma consistencia que la ética de los legisladores cómplices y los siempre inconfiables decisores judiciales. Este es un escenario de suma cero, porque en medio de la profundización de las contradicciones, el pueblo sabe que la calle y la construccion fraterna de lo común son, quizás, sus únicos aliados confiables.


La épica de los ejercicios continuos de democracia callejera quizás choquen de frente contra un gobierno que, en la cúspide de su conformación, exhibe un personaje de incógnito equilibrio, condicionado desivamente por fuertes actores corporativos internos y externos qje parecen los portadores reales del plan, que parece asemejarse a la imposición de un neoliberalismo de inedita crueldad e insensibilidad social.


El mundo, que repara curioso en las extravagancias de todo tipo de Milei (incluso las ideoĺógicas), deberia reparar en la materialidad veraz de los jugadores que de verdad importan en este tracto de imprevisible definición.

Probablemente la paridad de fuerzas se resuelva cuando el peronismo se reorganice y mande a la cola al progresismos y los demás grupos que ultimamente adquirieron por primera vez ontología propia desde adentro del gobierno de los Fernández, cometiendo tantos errores que cambiaron el eje orbital del movimiento y precipitaron una irremisible derrota.

No queda de aquí en más margen para estos desatinos de la flamígera y engolada verba progresista del AMBA. Pero superada esta anomalía, el peronismo tiene tiempo, conservará como siempre la calle y se puede (y debe) articular alrededor de su doctrina, un dato fundamental en la política y lo político.
El gobierno, en cambio, no tiene ninguna de esas fortalezas. Cuando comiencen a llegar las facturas de los servicios, tendrá menos todavía.
Si el movimiento nacional se hace fuerte y, como hace 200 años, se pliega al país real, terminará desmoronando por imperio de la ley la banalidad europeizante. Debe salir de la ciudad puerto, de su historica concepción colonial y de su espíritu rentista, oligárquico, financiero, contrabandista y antinacional mediante el que gobiernan históricamente sus clases dominantes.


Por algo Rosas y Calfucurá pensaron, cada cual a su manera, en una Confederación. Estamos aquí, hacemos pie muy lejos de un cantón suizo y hemos demostrado en innumerables ocasiones que el peronismo gana en esta generosa geografía. Sólo fala que el más grande movimiento de masas capaz de ensayar una epopeya emancipatoria se articule a partir de los sectores populares que nunca fallan, aunque los asedien con la derogación amenazante de la ley de tierras.
Con mucha mayor razón, si un tilingo jauretcheano piensa perjudicar en sus derechos históricos a estados que preceden a la propia nación mediante opacas maniobras