Por Ignacio Castro Rey (*)
EE.UU. es el racismo occidental, su platonismo, sin ningún complejo de culpa. Con América el odio occidental puede ser incluso sonriente y adoptar un aire indie. El siguiente esbozo de una arqueología palestina de los USA no está motivado tanto por la ignominia de los múltiples países —de "nombre impronunciable"— que la nación de Obama ha bombardeado en los últimos cincuenta años, cuanto por el poder de preocupante infiltración que, en la medianía progresista europea, desde la extrema derecha a la extrema izquierda, ha mostrado la propuesta de "salvación americana". Salvación de qué, se podría argüir, en medio de un planeta tan laico que ni siquiera necesita ortodoxia. Salvación del alma común y singular, en las cosas y en las personas. De Kamala Harris a Trump, de Thatcher a Mark Fisher, un común denominador de odio y aversión a la indefinición común, al afuera de las almas, caracteriza a la penetración americana. Esta espiritualidad bastarda articula la legendaria usura de los amos de la globalización, antes que una eficacia meramente económica. Si entramos en algún local de Lavapiés donde esta onda ligera y actual se haya empoderado, reina una elitista uniformidad antropológica tras la apariencia cool y personalizada. El signo monolítico de los cabellos de moda, de la sexualidad exhibida y normativa, del inglés fluido y las ropas de marca, calculadamente informales, sugiere sin palabras que la única prohibición atañe a la intensidad de existir. Todo lo demás, desde una sexualidad no normativa hasta cierto aire zen compatible con las finanzas, está permitido y es parte de la fiesta de la diversidad. Entre otros, un libro llamado Los engreídos (Sahra Wagenknecht) se ha tomado la molestia de detallar este furioso complot político contra lo real que explica nuestra pésima relación con los pueblos, de adentro y de afuera. Pero justamente por eso, tal documento, como muchos otros libros y personas, permanecerá desconocido, silenciosa y definitivamente cancelado.
Esto es hoy el progresismo, hijo natural de la severidad protestante: una pasión multicolor y sexy que nos desarma ante el inevitable B/N de cualquier decisión moral, cualquier estado de ánimo intenso que tenga un referente en la existencia. Va a ser por tanto inevitable, en el fenómeno actual de la compleja y adorable "América", usar a fondo los lugares comunes. Los tópicos son una fatalidad turística y casi siempre xenófoba, pero a la vez –también con España o Italia– indican algo central que, de puro obvio, puede pasar desapercibido. Lo cual es especialmente relevante en una nación construida desde cero y trazada, por así decirlo, a tiralíneas. Ni que decir tiene que la brocha gorda de lo sistémico no vale para el ser humano, que siempre —literalmente siempre, incluso en el peor de los casos— es un milagro. Basta con recordar ahora la inteligencia y el candor de una persona como Marilyn —y esto es otro tópico y a la vez no lo es— para que las presentes aproximaciones a la estructura metafísica de los EE.UU. se pongan en sordina. Que conste, pues, que lo que sigue es una reflexión sobre cierto registro ontológico de los Estados Unidos de América que para nada supone un juicio moral o antropológico sobre la humanidad que vive en esa nación. Naturalmente, a pesar de todo, también allí hay dioses.
Vayamos entonces a un primer índice escénico. El western, la comedia y el musical son románticos travellings, harto complejos y dudosos, a través de un pasado plagado de escenas sentimentales, de aventuras y cabalgadas, de indios buenos y forajidos malos. Recordamos, no obstante, y esto no ha dejado de acentuarse conforme la nación tropieza con dificultades, que los Estados Unidos se criaron bajo un constante efecto túnel de pánico ante la abigarrada amplitud de la vida en la tierra. No hablamos del miedo ante una u otra situación estresante, razonablemente peligrosa, sino de un pánico insular ante la ancestral finitud que gobierna casi todos los parámetros de una existencia humana rodeada, desde siempre y para siempre, por otras vidas que no son exactamente humanas. El fenómeno de este pánico en los nuevos pobladores es hasta tal punto relevante que la ecuánime Hannah Arendt, la pensadora de la "banalidad del mal" a propósito de Eichmann y el nazismo, lo reconoce desde el comienzo mismo de La condición humana.
Del clásico fundamentalismo Wasp al nihilismo multicolor actual, también fundamentalista, hay una línea de continuidad: la de un integrismo del vacío, justo por ello mucho más implacable. Podríamos decir, sin temor a exagerar demasiado, que tal integrismo incluye la salvación a través del poder del espectáculo y de las armas, del tamaño de los proyectos y del estruendo de las escalas. Pongamos otro ejemplo mínimo, casi ridículo. En el parque de secuoyas de Muir Woods, al lado de San Francisco, es prácticamente imposible –igual que en cualquier bar español– conseguir que los turistas estadounidenses guarden un relativo silencio que respete la supuesta vida natural del entorno. Sólo queda la esperanza de que las ardillas y los osos –como en las historias de Disney– fuesen también yankees y, por tanto, habituados al ruido y amantes de la diversión.
De origen violentamente protestante –separación de la comunidad terrenal y relación interior con Dios– la metafísica fundacional estadounidense ha tenido un doble efecto muy sencillo que explica su éxito "popular" en los territorios que invade; no sin antes, con frecuencia, destruirlos militarmente. Se puede resumir así esa eficaz pragmática de dos caras, tétricamente "espiritual" en el peor sentido de la palabra. Por una parte, una simplificación adolescente de los contenidos reales y de sus significados, esquematismo del que no se han librado siquiera sus humanidades. Por otra parte, una complicación artificial y espectacular de los escenarios de ficción social, judicial y política; a ser posible, plagados de focos. El cine de acción estadounidense —en cierto modo, ya que la modernidad adelgaza la vida, el propio cine es un invento "americano"— no deja de conectar con la violencia incesante de unos átomos sueltos, desarraigados y perdidos en un fondo desértico. Desterrados, tales individuos no tienen mucho más que la acción violenta para hacerse visibles y sentirse vivos. No hay mucho que contemplar para un fundamentalista inmigrante que quiere dejar atrás el pecado común de ser mortales y vivir en la tierra. Por eso es tan normal en la literatura y la cinematografía estadounidense que se haya de dar una situación excepcional –guerra justa, escena hilarante, juicio espectacular y estresante, catástrofe natural– para que se pueda producir algún tipo de encuentro, de eventual y emotiva comunidad humana.
En dirección exactamente contraria a la inicial metafísica paleocristiana, adelgazar insularmente la existencia y engrosar continentalmente la economía y el poder civil es la regla estadounidense. Aislar las vidas mortales, desarraigarlas de su alma antigua, común y a la vez singular, y conectar su reanimación posterior. Que esta resurrección civil sea bélica, sentimental, extremista, agresiva o cómica, es completamente secundario. Lo importante es que lo natal sea arrasado, en suma, que la fusión vaya después de la fisión. La propia comedia, un género con amplísimo recorrido estadounidense, debe incluso convertir el infortunio en una industria cultural. Si todo va fatal, por favor, nada de tragedias o de perder mucho tiempo en la queja y el llanto: intentemos montar una empresa y crear algo, a ser posible haciendo reír a los demás. Cuando hace unos años se tacha masivamente a Detachment de "pesimista", pasando inmediatamente a la categoría R (Restricted), es para orillarla y que no contamine, en el año de gracia de 2011, al empuje americano. Es significativa también, en esta misma línea, la anécdota del actor Tom Cruise que, visitando una sala hospitalaria de niños con cáncer, les anima enérgicamente: "Venga, alegría, a moverse, a saltar... ¡A bailar!". Si nuestras estrellas y comedias son casi siempre por completo insulsas, cuando no siniestras, es por esa expulsión de lo trágico de una "escena americana" que ha inundado todas las esquinas. Lo apartado como mortal regresa como un conductismo tedioso, letal. Hasta en la pornografía.
A pesar del militarismo israelí y de los peores USA, conviene no engañarse. A ser posible, nuestra violencia es por goteo –american way of death–, con unos dispositivos lentos de desgaste, e intimidación por redundancia, donde el papel represivo de la diversidad informativa es clave. Ya no estamos encerrados, sino personal y mentalmente endeudados. Personalización en masa. Esto explica el alcance de la censura actual y también el nuevo papel de la juventud y la mujer en el descaro del reciente poder ondulatorio. Efectivamente, más parecido a una tabla de surf que a un rompeolas. La evolución de la izquierda hacia el orgullo gay, especialmente patético en la versión española, ha tenido efectos funestos, pues dejó sumida a la heterosexualidad obrera –que era el motor de las luchas, también contra la censura – en el miedo, la tristeza y el complejo de culpa.
Que conste que algunos, frente al aburrimiento europeo, adoramos cierto registro de la creatividad estadounidense y tenemos la casa llena de algunas de joyas escondidas. Y no sólo Coltrane, Cage y Foster Wallace... Pero no se debe olvidar que un piélago social de soledad e íntima desesperanza es el trasfondo –en los propios Beatles– de la creatividad angloamericana. No se nos puede quitar de la cabeza que la viveza del espectáculo estadounidense, de la comedia y las aventuras al music hall, proviene de un autismo de fondo que alimenta una increíble agilidad escénica. Si ellos, la nación en la que Dios confía, son además una cantera de excelentes actores es, aparte de la tradición teatral inglesa, porque llevan años actuando ante los demás y se han arrancado —esa es la primera Gran Migración— cualquier nostalgia atávica de aquel resto llamado corazón. No les queda, apenas, nada realmente vernáculo que les frene. Así pues, no basta con estar, con habitar: hay que actuar. Se ha comentado mil veces que parte de la población afroamericana —no digamos ahora los latinos, republicanos o demócratas— es víctima de tal autoodio, de una esquizofrenia escénica en la que el espectáculo deportivo o musical es la única forma de escapar a la marginación y la pobreza.
Y esto es quizá lo que en el fondo tienen contra el Viejo Mundo comunitario, desde Europa y Rusia hasta el orbe musulmán o latinoamericano. No hablemos de Palestina, que para ellos nunca existió. Es preciso romper con el "comunismo" sin programa de la vieja vida terrenal practicando un Time is gold que ya está en los inicios protestantes del capitalismo. Intentemos recordar, en los últimos cincuenta años, una sola nación comunitaria que no hayan intentado bombardear o no hayan hostigado hasta el límite. Barras y estrellas. Destruir y después reconstruir geométricamente; balcanizar y después federar: este es el mensaje, convertido hace tiempo en enérgico medio imperial. Si enseguida son "el primer estado-delincuente del mundo", han dicho casi al unísono Chomsky y Michael Moore, es por esta furia puritana anterior. E interior. Ante todo, son el mayor disolvente cultural de Occidente, una fuerza insular de desarraigo, de ahí también sus eternas tensiones internas entre el Estado federal y la vida local, entre federados y confederados, entre la nación y las mil sectas emergentes.
El éxito de la quizá mal llamada americanización es que el mundo que ellos invaden logre practicar, con una nueva e ingenua fluidez —que puede tener incluso toques orientalistas— el desprecio del exterior que, en los propios territorios que se conquista, los occidentales hemos conseguido ignorar. EE.UU. es el racismo occidental, su platonismo, sin ningún complejo de culpa. Con America el odio occidental puede ser incluso sonriente y adoptar un aire indie: el movimiento MAGA no es del todo ajeno a esto... La vocación de limpieza que caracteriza a los gringos no es esencialmente étnica —el toque demócrata multicolor lo ha aprendido hasta la Pepsi—, sino antropológica y cultural, por no decir espiritual. Todo lo exterior sirve como materia prima —también las etnias, las lenguas minoritarias y la cocina exótica— para la trituradora turística; es decir, con tal de que se conserve en modo vibración, como un resto terrenal que no pase de una leve turbación numérica. En cuanto a esta aversión estadounidense a lo común a la humanidad es muy valiente —quizá sólo un judío podía atreverse a hacerlo— el texto de George Steiner "Los archivos del Edén", en Pasión intacta. Steiner vincula ahí la actividad ordenadora y archivadora de la cultura imperial norteamericana a un sectarismo puritano que quiere a toda costa fundar un presente limpio, que guarde el dédalo del viejo mundo momificado, libre de sangre en las venas. El propio historiador y antropólogo Emmanuel Todd, con una amplia y seria carrera académica detrás, vincula en La derrota de Occidente la increíble ceguera occidental ante Rusia, que todavía sigue al borde del ridículo y la tragedia, con esta sordera de origen genuinamente rigorista y protestante.
Enérgicamente liberado de ancestros, de indígenas y elementos contaminantes, el emergente Edén debe pasar cuanto antes a una ordenación compatible con la limpieza cristalina del registro digital. Los números, es una vieja tentación, son como el dedo de Dios. Antes y después de la actividad militar y de los aparatos de vigilancia, se trata de facilitar la labor austera de congelar el fondo ancestral de la Tierra. Se busca así un pasado disponible, empaquetado para el tránsito fluido que debe ser el presente. Tal vez esa es la usura de fondo que, antes incluso que la rapiña capitalista, tanto incomodaba a Pound. Todas las formas de ligereza y velocidad a las que desde hace tiempo cedemos, gracias a America, necesitan un presente libre de la lentitud sentimental de los espectros, que se dejan para el encanto turístico local o para el universo de las sectas. Poco después lo "analógico" será signo de antiguo, vale decir, demasiado análogo de nuestros abuelos.
Los Estados Unidos de América no siempre fueron así, ciertamente, ni hoy son del todo así. La hoy ignorada corriente trascendentalista estadounidense —Emerson y Thoreau, pero quizá ante todo Whitman— siempre alertó de que la libertad civil, incluso en el espacio de una nación, debe subordinase a la libertad natural. Es posible que esta cuestión del peso institucional y estatal, y no la cuestión de una esclavitud negra que en realidad continuó por otros medios en el progresismo capitalista, sea central en una guerra civil norteamericana que no parece haber terminado. Como tampoco han terminado, ni terminarán, las tensiones de la Inglaterra insular con el Continente que durante siglos, antes de esta aberrante americanización, fue realmente continental. Lo gracioso es que, aunque Francia y Alemania se clonen cada vez más según el modelo triunfal de las barras y estrellas, nunca será suficiente para el ansia aisladora de los penúltimos amos del mundo. America es como el superyó: como no puede arraigarse ni parar, nunca tiene suficiente en su huida hacia delante.
En un punto crucial que atañe a nuestra tradición materialista, sería importante no seguirse engañando. Más aún que en el resto del capitalismo, la pujanza "americana" proviene de una metafísica, no del simple peso gigantesco de una economía muy dinámica. Además, la economía y el fetichismo de sus mercancías —lo dice más de una vez el propio Marx— siempre ha sido resultado de un secularización, la forma más depurada e "inmanente" de cierto espíritu occidental convenientemente depurado. Si EE.UU. fascina, incluso en las mejores cabezas europeas, es por la posibilidad, por la promesa de una revolución civil e ilustrada que cale hasta los huesos, rescatando a la vida de sus atavismos sentimentales y llevándola a un doble público, a una insólita transparencia mundana. En eso están, y no menos el New York Times que cualquier periódico conservador del sur profundo: el progresismo sólo le ha puesto un color inclusivo a esta vieja furia. La ferocidad inmisericorde con la que los elegidos de "América" han tratado y tratan a sus propias minorías —oscuras, opacas y atrasadas—, sean inmigrantes latinos, población indígena india o afroamericanos, proviene de un rigor fúnebre que entiende que existir es ser transparente por medio de la actividad incesante. El Nuevo Israel es un archipiélago trepidante de puntos, almas aisladas y desarraigadas —desalmadas— de su raíz común y conectadas imperiosamente al espectáculo de la supervivencia. En algunas ocasiones se ha visto con detalle el papel de las sectas protestantes de Gran Bretaña y Europa en toda esta limpieza anímica.
Barras y estrellas. Estrellas de insularidad y líneas rápidas de contacto. Hasta la proverbial sencillez, el candor y la espontaneidad estadounidenses —tiene algo de ficción escénica y tiene algo de cierto— es la de una humanidad que ha logrado expulsar al demonio común, la noche terrenal que anidaba en nuestros corazones, para conectarlo a un cerebro diurno perpetuamente encendido. La fuerza civil angloamericana es la de una existencia mortal que huye de la esencia de la existencia. Todd lo dice de otro modo: al huir de lo trágico, del sentido de la muerte, al nihilismo de cuño estadounidense sólo le quedan las matanzas. De ahí quizá la alianza creciente y perversa, desde el asesinato de Kennedy, con un judaísmo que, como efigie congelada de las víctimas, se erige en la privilegiada coartada "espiritual" de un pragmatismo bestial. Exactamente igual que en el actual "Israel": con una orgía de impunidad envidiable para los nazis, Dios como coartada de los elegidos. Sería muy instructivo estudiar cómo la versión sureña y la norteña de los Estados Unidos, con una guerra civil que acaso todavía continua —igual que en tantas partes—, se enfrentan y de alían también en ese punto. ¿No tenemos a veces la intuición de que en el sur conservador, a pesar de un racismo tan tópico como real, se escucha mejor a la "vieja humanidad" que en el norte progresista? En este punto, como en tantos, el progresismo medio no hace más que repetir rancios mantras ilustrados. Repasemos con cuidado la pobreza de la Texas de Malick en The tree of life. Un niño pregunta, con una antigua zozobra cristiana: "Mamá, ¿esa desgracia puede pasarnos a nosotros?". La madre calla.
(*) Publicado originariamente en Brownstone España.
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