Por Eduardo Luis Aguirre
Antonio Gramsci sostenía que todo hombre era un intelectual, porque en cualquier trabajo físico, incluso en el menos calificado que pueda haberse asignado en los distintos procesos históricos de producción existió un mínimo de calidad técnica, un espacio de actividad intelectual creadora. Por lo tanto, así como los no intelectuales no existen, la mayor complejidad sobreviniente del estado y de las clases dominantes fue destinando distintas tareas a diferentes personas que aquilataban diferentes calificaciones (1). Esas tareas, que bien podríamos enmarcar en la división interna del trabajo, fue reservando a través de la historia distintos roles a diferentes grupos sociales y personas. Entre esos grupos sociales, acaso el primero destinado a las tareas intelectuales haya sido el clero. La necesidad de desarrollar un relato, propalar una historia bíblica y desarrollar una filosofía requirió que muchos sujetos resignaran cualquier tipo de trabajo manual en aras de completar esas tareas inherentes a la cultura. Lo propio pasó con los jefes militares y políticos, destinados a comprender el poder y operar en distintos planos para conquistarlo y retenerlo o para sojuzgar la voluntad del adversario a la propia. El capitalismo, a través de un proceso marcado en el devenir de sus distintas fases necesitó también ingenieros, economistas, técnicos, astrónomos y demás individuos destinados a sostener los medios de producción, hacerlos más eficientes y modernos o conseguir nuevos mercados. Los filósofos y los sociólogos fueron los encargados de explicar el orden de las naciones sus cambios, los conflictos sociales, el sentido de la vida y la medrosa presencia de la muerte, una vez que la finitud se abrió paso contrariando las creencias que habilitaban la idea de la existencia de una nueva vida después de la muerte. En cada proceso social, los sistemas de creencias dominantes recurrieron a sus intelectuales para afianzar el funcionamiento de las sociedades y reproducir las relaciones de producción.
Más allá de este apretado resumen histórico, los intelectuales políticos del presente -orgánicos e inorgánicos- siguen teniendo un rol fundamental que, con la misma eficiencia de antaño, siguen utilizando los sectores poderosos que dominan el mundo y las clases y sectores hegemónicos de los diferentes estados nación. Por lo tanto, la batalla cultural se encuentra en un momento de particular desigualdad. Lo que llamamos eufemísticamente “campo popular” se ubica claramente a la zaga de las producciones, comprensiones, entendimientos y percepciones que utilizan los sectores conservadores de la sociedad en un escenario global dominado por la técnica, la tecnología y las modernas plataformas.
En la Argentina, y con las raras excepciones que comprueban la regla, los intelectuales no han estado a la altura de su obligación primera, que no es ni más ni menos que dirigir sus esfuerzos hacia estos objetivos inexorablemente imprescindibles. Nuestros intelectuales son divulgadores de sus propias rutinas, pero raramente ensamblan una afiatada comprensión de un mundo en permanente transformación ni logran llevar a cabo ejercicios de anticipación frente a las crisis que va desatando el capital en un horizonte de proyección que exige una actualización permanente en la observación de los pensadores. Este capitalismo ofrece contrastes y rupturas abismales. Los parámetros de observación del siglo XX ceden frente a las asimetrías y la desigualdad estrepitosa de la circularidad neoliberal del presente. India es una potencia nuclear, produjo su primer alunizaje en la luna, posee un PIB impresionante, pero a su vez exhibe centenares de millones de habitantes en situación de pobreza extrema. Estados Unidos conserva su hegemonía militar y económica, pero comienza a ceder en materia tecnológica, sus indicadores sociales han disminuido notablemente y la expectativa de vida de su población es sensiblemente más baja que la de otros países con menor incidencia mundial. ¿Cuántos serán los nuevos bloques de la multipolaridad y cómo estarán compuestos? ¿El problema es el neoliberalismo o simplemente el liberalismo? ¿es el liberalismo compatible con la democracia? ¿hasta dónde aumentará la desconfianza en la democracia que actualmente atraviesa el planeta? ¿por qué las personas tienden a preferir gobiernos autoritarios, como lo acreditan las mediciones realizadas en diversos países occidentales, empezando por Estados Unidos? ¿qué estrategias políticas debería llevar adelante el mentado campo popular en la Argentina para recuperar su hegemonía frente a la desarticulación nacional que comienza a dibujarse en un horizonte sombrío? Éstas y muchas otras preguntas constituyen tareas cotidianas de los intelectuales en su rol político. Y el panorama no es, desde luego, alentador. Con el último peronismo en el gobierno las recetas económicas fueron fallidas, aunque su ejecución se pusiera en manos de expertos indubitables. Los yerros de los marcos teóricos resultaron evidentes. Los medios de comunicación supuestamente opuestos al discurso y las concepciones oficiales no pueden trascender la insoportable levedad de enunciaciones monocordes y casi nunca consistentes. Las radios hacen encuestas para que los oyentes den cuenta de sus experiencias con malos vecinos. Los diarios en sus columnas “de opinión” repiten lo conocido cuando no cuelgan notas de periodistas que publicaron las mismas en otros diarios, generalmente porteños. La televisión congloba una espectacularidad mediocre capaz de obturar cualquier proceso reflexivo.
Hablemos de los intelectuales togados, parafraseando siempre a Gramsci. El ejemplo más poderoso y quizás uno de los más cuestionados por la sociedad sea la burocracia judicial. Haced un breve ejercicio de memoria o recurre a la lectura de las palabras de las principales autoridades de provincia en el rubro. Su concepción del mundo y de la vida es generalmente conservadora, sus argumentos son pueriles, su concepción del poder claramente artesanal y su mirada de la propia agencia es instrumental, gestiva, tan pobre como nítida es su imposibilidad de problematizar, al menos con la profundidad con la que deberían hacerlo. Ellos son los encargados de decir el derecho. De reflexionar sobre los conflictos, de poner las palabras acertadas que devuelvan la paz social frente a las ofensas, la violencia, la injusticia y la inequidad. Menudo agujero negro tenemos también en este plano.
No es demasiado diferente el panorama de la histórica fragua de intelectuales. Las universidades no han estado a la altura de las circunstancias ni fueron lo suficientemente generosas a la hora de reconocer a los docentes críticos, sobre todo a aquellos que, además de sus enunciados, enseñan a pensar y se animan a producir o avanzar en contenidos propios. Los profesores incómodos son siempre desdeñados por una cofradía progresista convenientemente afincada en intrincadas formas democráticas, que veta todo tipo de impulso intelectual recurriendo a la excusa de administrativizar decisiones que son en realidad claramente ideológicas.
Como vemos, un cuadro de situación por demás preocupante, que destaca en uno de los peores momentos de la historia. La tarea de la derecha se hace des esta manera mucho más fácil, puede crear y recrear un sentido común ramplón y en ese contexto de vulgaridad disputar lógicas y racionalidades porque enfrente la displicencia, la holganza o las prácticas políticas de gambeta corta frenan las urgentes tareas de construcción de discurso y comprensión democrática y emancipatoria de la realidad.
Desde la “edad dorada” del capitalismo llegamos al posfordismo posindustrial. Las consecuencias sociales de esa vertiginosa y drástica transformación no solamente han afectado los modos de producción e impactado en la subjetividad de los seres humanos, sino que puede deparar consecuencias cuya profundidad deben ser repensadas y analizadas con la máxima exhaustividad.
“¿Cómo impacta esta tendencia en el mundo del trabajo? De profundizarse el escenario prospectivo de globorobotización, la robofactura se comportará cada vez más como el sector de petróleo, gas y minería, que generan valor y exportaciones (algo extremadamente relevante en contextos fiscales extenuados), pero pocos empleos. El futuro de la industria se sostendrá cada vez más sobre la tecnología y a expensas del trabajo industrial. Dicho de otra manera, la industria ha dejado de ser la fuente principal de generación de empleo. Si en el fordismo, la fuente de creación de valor se movió de la tierra al capital, en el posfordismo se ha movido del capital al conocimiento. Haskel y Westlake hablan del capitalismo sin capital”. “El fin de la cinta de montaje trajo aparejada la ruptura de la sociología laboral típica del siglo XX: de un lado, quedaron los trabajadores calificados, capaces de resolver problemas complejos y desarrollar tareas creativas, y del otro lado, los trabajadores menos calificados, tendencialmente reemplazable por la tecnología. Si la revolución industrial había operado en favor del trabajo menos calificado al integrarlo al proceso de producción en masas, la revolución de la economía del conocimiento tracciona en forma inversa: los trabajadores de menor calificación y educación no sólo son los peores pagos, sino aquellos a los cuales será posible reemplazar por el avance de las máquinas. Corolario: el progreso técnico, de no mediar reconversiones posfordistas del entramado productivo, premia al trabajo intelectual (asociado a mayores ingresos) frente al trabajo manual (asociado menores ingresos), todo lo cual, ceteris paribus, tiende a impulsar sociedades desiguales que se parecen más a las del siglo XIX que a las del siglo XX. ¿Adiós clase media?” (2).
En síntesis, este capitalismo bulímico de plataformas y tecnología de máxima generación piensa en mandar a la desocupación a una cantidad incalculable de trabajadores. A aislarlos, como a todos los sujetos, de cualquier posibilidad de empoderamiento común o colectivo. Se desentiende de la suerte de la gran mayoría porque la disyuntiva de hierro es adaptarse o morir. Lo patético es que esos nuevos estados y sus respectivos gobiernos no parecen tener dificultades en valerse de los instrumentos de la democracia formal para llevar a cabo un verdadero genocidio global. Si en cuarenta años pasamos de las democracias sociales a una jungla atravesada por la moneda de cambio en particular, parece obvio que la urgencia de la intervención de los intelectuales en la construcción de una alternativa política es impostergable, se transforma en un clamor y gravita en el futuro mismo del planeta. Porque este capitalismo sueña con multimillonarios manejando el mundo, con el retroceso de los estados a sus funciones mínimas, pero seguramente manteniendo férreamente en sus manos los aparatos represivos que garanticen la reproducción de las nuevas formas de las sociedades, acaso las más injustas que hayamos conocido. Eso, hacia el interior de los países. En el plano internacional, no tendrá más que recurrir al sistema de control global que existe, vaya casualidad, desde hace alrededor de cuatro décadas. La OTAN reconvertida como alianza militar ofensiva.
(1) “La formación de los intelectuales”, Editorial Grijalbo, México, 1967, p. 25.
(2) Zapata, Federico: “Good Bye Siglo XX”, disponible en https://revistasupernova.com/nota/good-bye-siglo-xx
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