Por Eduardo Luis Aguirre (*)

Este es el título de mi libro, publicado hace apenas cuatro años. Durante todo este tiempo, y desde el año 2006, ha estado vigente la Ley Nacional Número 26 160, que declaraba en su artículo primero la emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras tradicionalmente ocupadas por comunidades indígenas originarias, cuya personería jurídica hubiera sido inscripta en el Registro Nacional de Comunidades Indígenas o en los organismos provinciales competentes.
El artículo segundo de la norma suspendía por el plazo de la emergencia declarada, la ejecución de sentencias, actos procesales o administrativos, cuyo objeto sea el desalojo o desocupación de las tierras contempladas en el artículo anterior. Se trataba de una ley que intentaba saldar, con una técnica perfectible, la imprescindible adecuación legislativa interna a los derechos y garantías emergentes de la Constitución Nacional y de los pactos y tratados internacionales que rigen la materia.
Ni bien asumió su mandato el presidente Milei derogó el DNU 805/21 del ex presidente Alberto Fernández que vencía en noviembre del 2025. Este DNU extendía la prórroga de la ley 26160 que justamente protegía y frenaba los desalojos a todas las comunidades del país y exigía la realización de los relevamientos territoriales por parte del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI).
El 10 de diciembre pasado, el gobierno nacional derogó mediante el DNU 1083/24 el decreto 805/21, declarando finalizada la ya citada “emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas originarias del país, establecida en el artículo 1º de la Ley Nº 26.160, y la suspensión dispuesta en el artículo 2° de la mencionada ley, a partir de la entrada en vigencia del presente decreto”. Lamentablemente, la pereza intelectual del gobierno anterior le impidió cristalizar definitivamente el texto protectivo original de los pueblos originarios. Pero eso forma parte de la desmañada historia política de los actores a quienes confiamos las tareas emancipatorias inconclusas y urgentes con resultados por todos conocidos.
El núcleo duro de este brutal retroceso puede dimensionarse en tres planos. El primero, que expresamente constaba en la ley 26160 es la categoría filosófica de comunidad. El segundo lo constituyen los fundamentos del mencionado decreto 1083 del gobierno mileísta.
El tercer punto, como correlato del anterior, es más complejo y no aparece en los textos legislativos. Surge del sistema de creencias ancestrales en la búsqueda de un orden cósmico, la conjuración del “hervidero espantoso” que relata Rodolfo Kusch, que también escribe el señero texto “Indios, porteños y dioses”, la verdadera dialéctica del continente mestizo en la ardua tarea de conjurar el caos originario y también la gravísima y permanente amenaza de la reimplantación del racismo descarnado.
Empecemos por reparar en los fundamentos del decreto, un descarado aluvión unilateral en la forma de regular la cuestión de las tierras ocupadas por los pueblos originarios. El centro argumental es la inviolabilidad de la propiedad privada. Un principio que no se discute pero que en las constituciones que preservan un estado social de derecho deben compatibilizarse con el sistema de creencias de aquellos para quienes, como en el caso indígena, la tierra no les pertenece” sino que, por el contrario, ellos son de la tierra”. La voz mapuche, sin ir más lejos, debe traducirse como “gente de la tierra”. En su filosofía, no hay elementos inanimados que puedan explotarse y expoliarse sin límite alguno. Hay vida en los seres humanos, en los animales, en los vegetales, pero también en el ambiente que nos rodea, en las piedras, el agua, la tierra, el mar y el aire. Para ellos el mayor valor es la armonía del universo. Un universo que antiguamente era un caos al que Viracocha vino a conferir un orden equitativo y totalizante. A conjurar el hervidero espantoso que en tiempos pretéritos era el mundo. Difícil forma de conciliar la convivencia con la ética del capitalismo. Es el gran agonismo, al parecer, no resuelto. La oposición entre el individualismo y lo común.
El decreto impacta sobre la mirada del universo mayoritaria del país, porque la Argentina tiene más de un 55% de población indígena, más allá de los avatares de continua aculturación al que han sido sometidos a la fuerza, incluso mediante el aniquilamiento perpetrado por el estado argentino durante el siglo XIX.
La Constitución argentina intentó saldar el activo enorme de la diversidad con el inciso 17 de su artículo 75, que establece que es competencia del Congreso reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar igualmente u participación en la gestión referida sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones, pero nunca derogarlas o incumplirlas.
El respeto a colectivos diversos, multiculturales, que conviven, con sus dificultades y desventajas provocadas con el resto del pueblo argentino potencian un mestizaje único, providencial, definitivamente superador, cuya perspectiva del mundo se basa en la alteridad y en lo sagrado de la naturaleza, de los niños, de las mujeres y los ancianos.
No obstante ello, prescindiendo del peso conceptual extraordinariamente necesario de la filosofía indígena, Milei opta por dictar este DNU 1083/24, que es el complemento del RIGI que a su vez es el reaseguro de los intereses de sectores concentrados del capital, mucho ellos externos en términos de expoliación y expropiación manifiestamente ilegal e inconstitucional. El mandato constitucional es un contenido pétreo de la Constitución, tan inconmovible como la protección de la vida, de la democracia, de la división de poderes o de la soberanía. La Argentina no podría existir como expresión republicana sin una extensión de derechos que contemple la perspectiva del mundo de la mayoría de su población. Es comprensible que desmitificar la creencia errática de que “descendemos de los barcos”, como han dicho dos presidentes recientes en distintos matices guturales.
Lo problemático del DNU, además, tiene que ver con la expectativa de privatizar y extranjerizar recursos que pertenecen de manera comunitaria a los pueblos originarios. Los que no asumen la propiedad privada de la tierra y las facultades predatorias como lo piensan los blancos y más precisamente el capitalismo voraz instaurado en la Argentina.
El gravísimo error que podría cometer el gobierno es considerar a los pueblos originarios como ciudadanos de segunda, subordinados, arrumbados por la prepotencia del capital, racializados por la verdadera ignorancia. Eso es justamente la amenaza que surge de los fundamentos del DNU. La invocación a la “seguridad jurídica” de los inversores, que no tiene mejor idea que prejuzgar desde su porteña ignorancia sobre la “ connivencia con grupos amparados circunstancialmente bajo normativa aplicable a pueblos indígenas, avasallaron los derechos de la ciudadanía y agraviaron las prerrogativas soberanas del Estado”, .que con vigencia de la Ley 26.160 y sus sucesivas prórrogas se han incrementado notoriamente las inscripciones de las supuestas comunidades, que se afecta el flujo de compra y venta de tierras. Finalmente, que “el conflicto por la toma y usurpación de tierras, en muchos casos ejerciendo violencia, bajo el amparo de la Ley N° 26.160 y sus respectivas prórrogas, ha llevado a que se vean amenazados o restringidos los derechos de los ciudadanos legitimados con respecto a la titularidad de la tierra y a la libre circulación, se han bloqueado el desarrollo de inversiones y las obras de infraestructura para el desarrollo de servicios públicos, e inclusive se ha vulnerado el derecho a la tierra de familias que pertenecen a los mismos pueblos originarios”. No otra sensibilidad podría esperarse de una ideología que naturaliza la agresión a las minorías, que se jacta de la barbarie de suponer que todo lo que pueda estar en el mercado deberá dirimirse en ese ámbito, incluyendo los órganos, que menoscaba la democracia y el pluralismo, que no registra al otro y más bien lo desprecia, que naturaliza la propiedad, abjura del estado e ignora olímpicamente el concepto de soberanía nacional.
En su obra “Indios, porteños y dioses”, el enorme Rodolfo Kusch jugaba con la paradoja herética del continente mestizo. Buenos Aires, decía, es implacable e incoherente. Su civilización nos restituye antiguos miedos. “Qué pasaría, por ejemplo, si nos suspendieran el sueldo eternamente? En ese caso se abriría un extraño pozo. Igual que el rayo, el trueno o la peste que puede asolar a Carabuco. Peor quizá: sería el miedo ante una muerte lenta, la de la miseria, una muerte civil, de traje roto, de cuello sucio, y con la pérdida de la posición social. Eso es peor que un abismo en el altiplano: menos heroico y más sucio, y también más implacable”. Es inútil, el hombre no vive sólo de las cosas que junta, sino de las que ama. “Carabuco y Buenos Aires, la chiquita, la nuestra, son la misma cosa”. Pero no deja de ser amargo que tengamos que expresar ese escamoteo de lo sagrado que sufrimos en la gran ciudad”.
(*) Docente de Derecho Indígena (UNLPam)