Por Eduardo Luis Aguirre
En los últimos días, Estados Unidos y otros países cerraron sus embajadas en Kiev, ante la alarma que genera la posibilidad de que Rusia elija responder fuertemente la utilización ucraniana de misiles estadounidenses e ingleses de mediano y largo alcance.
Un ejercicio de rápida memoria nos permite recordar que, durante la guerra de la ex Yugoslavia, la OTAN bombardeó la embajada China en Belgrado en 1999. En ese momento, Bill Clinton era el presidente demócrata de Estados Unidos. Esa fue la primera intervención de la mayor alianza defensiva militar de la historia, ya reconvertida en alianza ofensiva y el signo partidario del líder estadounidense era el mismo que el del que prohijó el golpe de estado de 2014 en Ucrania. El presidente de la primera potencia era en ese momento el también demócrata Barack Obama. Su vice era el actual presidente Joe Biden y en ambos episodios tuvo un desempeño por demás reprochable el atlantista español Josep Borrell, dando luz verde a una ofensiva en los Balcanes que no estaba autorizada por el Consejo de Seguridad de la ONU y haciendo en estos días una encendida defensa de la postura ucraniana y occidental. Borrell fue un alto funcionario de los presidentes socialistas Felipe González y Pedro Sanche ,hasta que en septiembre de 2018 la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) de su país decidió sancionarlo por el uso de información privilegiada en la venta de acciones de Abengoa, empresa de la que era consejero, en noviembre de 2015, imponiéndole una multa de 30 000 euros. Ahora es nada menos que Vice presidente de la Comisión Europea. Un burócrata poderoso que encarna perfectamente las características del “estado profundo”, una categoría a la que recurre con frecuencia y encono el trumpismo y que permite responder quién o quiénes influyen en determinados procesos políticos, por cruciales que estos sean. Los personajes se repiten como un mantra, la historia como farsa.
Pero volvamos en tiempo real a la guerra en Eurasia aclarando algunos puntos fundamentales. El golpe que destituyó al presidente Víktor Yanukóvich constituyó el verdadero inicio de un enfrentamiento que lleva 10 años y no 1000 días, como lo presenta la prensa de occidente, tomando como punto de inicio conflicto la intervención militar rusa en territorio ucraniano. Concretada la destitución “parlamentaria” del gobierno de Yanukóvich el 22 de febrero del 2014 la desembozada intervención estadounidense en los asuntos internos de Ucrania se tornó aún más ostensible. Es recordada la participación en esos hechos de la diplomática y lobista Victoria Nuland, una de las abanderadas del golpe de ultraderecha que precipitó el Euromaidan. Fue la representante de los halcones de Washington que, al ser consultada sobre la necesidad de contar con el aval o el conocimiento de la Unión europea antes de perpetrar el desplazamiento de un presidente constitucional pronunció la frase con la que puso de manifiesto su obsesión por Ucrania y su peculiar v aloración unionista: “¡Al carajo con la Unión Europea!”. El exabrupto todavía habita en las redes.
Ahora bien, aquel Joe Biden, luego presidente y después considerado no apto para postularse como candidato en las recientes elecciones estadounidenses en las que se impusiera ampliamente Donald Trump, seguirá siendo hasta el mes de enero el comandante de las fuerzas armadas de su país. Increíblemente, quien no estaba en condiciones psicofísicas de aspirar a su propia reelección acaba de autorizar al presidente ucraniano a lanzar misiles de mayor alcance en el corazón euroasiático.
Tres observaciones sobre el desarrollo anterior. La primera es el rol preponderante y reiterada de los demócratas como protagonistas del control geopolítico mundial, muchas veces a través de la eufemística fachada de las "operaciones humanitarias"..
La segunda, profundamente vinculada a la anterior, tiene que ver con la incertidumbre acerca de quién gobierna verdaderamente en Estados Unidos en estas singulares circunstancias históricas, más delicadas incluso que la recordadsa crisis de los misiles en Cuba, durante los años sesenta.
La tercera radica en la fundada sospecha de que la autorización para la utilización de los cohetes le había sido dada a Ucrania con antelación al momento en que se hizo pública. Las armas autorizadas son concretamente misiles supersónicos guiados, que pueden transportar cabezas convencionales o de racimo y tienen un alcance de unas 190 millas, unos 300 kilómetros que alteran sustancialmente la relación de fuerzas y la capacidad de daño que adquiere Kiev en zonas militares y estratégicamente sensibles de Rusia. Entre ellas bases militares, aeropuertos, puentes y dispositivos energéticos.
Esta decisión (probablemeente ya conocida por Kiev) puso al descubierto las verdaderas razones por las que el gobierno de Zelenski eligió una zona en particular para atacar Rusia. Cuando la contraofensiva ucraniana ocupó Kursk, la elección del lugar no fue motivo de demasiados análisis ni comentarios por parte de los grandes medios de comunicación. Pero una vez que se conoció que Ucrania dispara los proyectiles desde esa zona rusa, advertimos que esa maniobra estratégica no solamente amplía el radio de alcance de los misiles, sino que elude cualquier reproche jurídico que implique bombardear a otro país, precisamente porque las armas están enclavadas en territorio ruso. Toda una aceitada maniobra estratégica.
Por eso la esperada “respuesta” rusa a una agresión potenciada es vista como una resolución decisiva. En general, los analistas no esperan que la réplica de Putin sea incrementar de manera exponencial el bombardeo sobre Kiev. En primer lugar, porque eso implicaría una profundización del conflicto que quedaría en los bordes de una conflagración mundial. Hay que recordar que el conflicto comenzó a involucrar nuevos actores. Uno de ellos es Corea del Norte, con el envío de tropas regulares (se habla de 10 mil efectivos), algo que hubiera sido inimaginable 5 años atrás. En segundo término, el posicionamiento disidente dentro de la propia Europa por parte de países como Hungría y Eslovaquia. En un escenario de bloques tan volátiles optar por una réplica no demasiado meditada podría conducir a un callejón sin salida, sobre todo cuando EEUU acaba de autorizar también el envío de minas antipersonales para fortalecer la defensa de Kiev. También hay que atender un tablero que se vuelve cada día más complejo. Así como el presidente Orban es la bestia negra de la UE, la relación de Trump con Zelenski y Macron es pésima. Y el republicano asume su cargo en menos de dos meses. Podría pensarse que a Putin le convendría dilatar la decisión hasta que el nuevo ocupante de la Casa Blanca esté en funciones. Pero no sabemos adónde conducirá el belicismo desaforado del gobierno y las corporaciones americanas, empezando por el Complejo Militar Industrial. Tampoco conocemos a ciencia cierta cuánto tiempo más podrá resistir Ucrania: los misiles en cuestión no son demasiados (se habla de una veintena) y la guerra está devastando a un país que pasó de tener alrededor de 44 millones de habitantes a conservar sólo 29 millones, lo que configura una dramática pintura de un conflicto que podría volverse todavía más cruento. Estamos en los bordes de una historia que comienza a depender de la sutileza y el sentido común de quienes tienen en sus manos las decisiones más graves, entendiendo por grave (o gravísimo) aquello en lo que nos está vedado pensar. Y esos bordes suelen ser equívocos, cambiantes, inconsistentes y no siempre constatables. Allí radica la supremacía de todos los riesgos que atraviesa un mundo catatónico, como lo definiera nuestro amigo Ignacio Castro Rey.
La mezcla de obcecación, indiferencia, negación y vocación hegemónica de un neoliberalismo desenfrenado ha colocado al mundo en una encrucijada existencial.
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