Por Eduardo Luis Aguirre
Opaca historia la de la Corte Penal Internacional. Similar a la de los demás organismos internacionales creados durante el siglo pasado, después de la IIGM. Promedio perfecto de la relación de fuerzas vigentes en el mundo durante más de medio siglo y una de las más grandes organizaciones asegurativas de las crecientes desigualdades en el mundo.
Hace unos pocos días, en su desbocada hiperactividad ordenatoria, el presidente Donald Trump sancionó a la Corte Penal Internacional (CPI), acusándola de "acciones ilegítimas e infundadas contra Estados Unidos y nuestro aliado cercano Israel".
La resolución impone sanciones financieras y de visado a las personas y sus familias que colaboren en las investigaciones de la CPI sobre ciudadanos estadounidenses o aliados. Trump firmó la medida mientras el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, visitaba Washington.
El tribunal, con sede en La Haya, sólo expresó que "condenaba" la medida y dijo que Estados Unidos pretende "dañar su labor judicial independiente e imparcial". Ambas conductas resultan difícilmente explicables. La Corte, porque desde su formación consintió que Estados Unidos quedara fuera de toda posibilidad de persecución y enjuiciamiento y porque durante su vigencia fue un emblema de selectividad penal. Trump porque además de ratificar un sueño imperial explícito y coercitivo, no toma nota de los crímenes disfrazados en muchos casos de ”misiones humanitarias” que ha perpetrado su país (el más belicoso del mundo) a lo largo de décadas.
"La Corte respalda firmemente a su personal y se compromete a seguir brindando justicia y esperanza a millones de víctimas inocentes de atrocidades en todo el mundo, en todas las situaciones que se le presenten". Ese fue el tramo sustancial de la respuesta cortesama.
En noviembre pasado, la Corte emitió una orden de arresto contra el presidente Benjamín Netanyahu por presuntos crímenes de guerra en Gaza, pero se cuidó de hacer lo propio contra un jefe militar de Hamás.
La Casa Blanca acusó entonces al Tribunal de crear una "vergonzosa equivalencia moral" entre Hamás e Israel al emitir las órdenes al mismo tiempo.
Siempre según lo señaló la prensa internacional, Estados Unidos denunció que las recientes acciones de la CPI "sientan un precedente peligroso" que pone en peligro a los estadounidenses al exponerlos a "acoso, abuso y posible arresto".
"Esta conducta maligna a su vez amenaza con infringir la soberanía de Estados Unidos y socava la importante labor de seguridad nacional y política exterior del gobierno de Estados Unidos y de nuestros aliados, incluido Israel", dice la orden.
Añade que "ambas naciones [Estados Unidos e Israel] son democracias prósperas con ejércitos que se adhieren estrictamente a las leyes de guerra" (*).
Lo paradójico es que Estados Unidos no es miembro de la CPI (tampoco lo son, como era de esperar, China, Rusia, India e Israel) y ha desconocido sistemáticamente la jurisdicción del organismo sobre funcionarios o ciudadanos estadounidenses. Curiosamente, la misma potencia que patrocinó el tribunal de Nüremberg y manipuló los límites de la persecución en el de Tokio invoca ahora la necesidad de propia su impunidad en base al supuesto derecho a intervenir en cualquier sitio para “asegurar la democracia, la justicia y la paz”.
En el caso reciente que nos ocupa, la Casa Blanca acusó a la CPI de imponer restricciones al derecho de Israel a la legítima defensa, y de ignorar a Irán y a los grupos antiisraelíes.
Trump ha criticado repetidamente a la corte y tomó varias medidas para sancionar al organismo durante su primer mandato.
En 2020, ya había aplicado sanciones unilaterales a los funcionarios de la CPI que estaban investigando si las fuerzas estadounidenses habían cometido crímenes de guerra en Afganistán. Esas sanciones fueron levantadas por la administración del presidente Joe Biden.
El mes pasado, la Cámara de Representantes de Estados Unidos votó a favor de sancionar a la CPI, pero el proyecto de ley fracasó en el Senado. La CPI se fundó en 2002, tras la disolución de Yugoslavia y el genocidio de Ruanda, para investigar presuntas atrocidades. Más de 120 países han ratificado el Estatuto de Roma, que constituyó la CPI, mientras que otros 34 lo han firmado y podrían ratificarlo en el futuro.
Ni Estados Unidos ni Israel son parte del Estatuto de Roma. La CPI es un tribunal de última instancia y está destinada a intervenir únicamente cuando las autoridades nacionales no pueden o no quieren hacerlo.
Durante su mandato, el presidente Biden también criticó la orden de arresto de la CPI contra Netanyahu, calificando la medida de "escandalosa" y diciendo que no había equivalencia entre Israel y Hamás.
La reacción de Trump no puede dejar de ser observada como una nueva evidencia de un sistema capitalista mundial que ni siquiera está dispuesto a respetar el marco formal jurídico que las principales potencias crearon hace poco más de medio siglo. El sueño de una democracia mundial parece quebrantarse en mil pedazos a instancias de la multiplicación de las decisiones del nuevo gobierno republicano que pretende encarnar un nacionalismo plutocrático donde los megamillonarios ocupan un lugar hegemónico. Si bien el presidente se jactó en más de una oportunidad de sus objetivos tendientes a evitar las guerras y ser recordado por esa epopeya, el ataque a una corte que mantiene un opaco invicto histórico en materia de selectividad y pasividad frente a los grandes crímenes de masa parece indicar exactamente lo contrario.
El hecho de que ni Estados Unidos ni Israel no integren la corte y rechacen su jurisdicción pone en blanco sobre negro el nuevo cambio de época que el capitalismo viene amasando después del resquebrajamiento de las socialdemocracias europeas y las experiencias tercermundistas. El destino manifiesto de la potencia imperial se sigue reivindicando como una forma de garantizar la impunidad de las decenas de invasiones, intervenciones, golpes de estado en cualquiera de sus expresiones, diferentes formas de penetración cultural, económica y tecnológica y la fascistización acelerada de un sistema de control global punitivo en el que el imperio se reserva el derecho de quedar al margen de cualquier acusación o juzgamiento. Sugestiva manera de reivindicar.una “señera y próspera democracia”. La debilidad de la corte, debemos señalarlo, da cuenta de la imposibilidad de sujetar en base al derecho internacional su capacidad para intervenir en los más devastadores crímenes que se cometen en el mundo. Si bien la CPI comienza a funcionar a instancias de la ONU en el año 2002, un recorrido por su sitio oficial pone de relieve quiénes han sido los personajes acusados, perseguidos, condenados y absueltos por delitos de genocidio, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y agresión. Allí veremos cómo entre los sujetos criminalizados prevalecen escandalosamente los infractores de países africanos (https://www.icc-cpi.int/cases?page=0) como si desde julio de 2002 no se hubieran cometido este tipo de delitos en ninguna otra parte del mundo.