Por Eduardo Luis Aguirre
Uno de los significantes que más incógnitas depara en nuestra época es, paradójicamente, la categoría de izquierda política. La derrota que las expresiones institucionales del marxismo clásico sufrieron a fines del siglo pasado, la deriva de las estrategias y de la fisonomía de las ideas de izquierda y el eufemístico fin de las ideología, confirmaban la imposición unánime del capitalismo neoliberal como nuevo y único bloque capaz de disciplinar al mundo sobreviniente a partir del Consenso de Washington.
El capitalismo y su nueva forma de acumulación neoliberal deparaban una catástrofe cuyas consecuencias están lejos de haberse agotado.
Thatcher lo había anunciado. El capitalismo, como siempre en la historia, había saldado una disputa por los mercados. Ahora iba por las almas de los sujetos. Desde ese entonces, ya no quedaron dudas: no había posibilidades de que el dispositivo neoliberal pudiera convivir con la democracia.
En esa larga etapa de resistencias defensivas insularizadas, las izquierdas no lograron construir de nuevo un paradigma totalizante. Los viejos macrorrelatos que equilibraron las disputas culturales durante cincuenta año cedían paso a activos microrrelatos que remitían las reivindicaciones a los reclamos de diferentes minorías cuya articulación y conversión en pueblo eran dificultosas y contingentes.
Paradójicamente, América Latina generó una constelación populista que marcó rumbos en el mundo e incluso generó la curiosidad y despertó debates entre marxistas y postmarxistas cuyas coordenadas de inspiración anclaban en los viejos postulados del iluminismo.
Por primera vez, era posible leer cómo politólogos, filósofos y pensadores ejecutaban este impensado ejercicio de conjugar la clásica razón griega y la reivindicación de los espacios o ágoras de argumentación y contra argumentación con los lenguajes políticos comunes que se habilitaban en nuestra América.
Conocemos, o al menos hacemos semblante de que lo sabemos, las distintas causas que produjeron la debacle de las experiencias emancipatorias regionales. Las formas descaradas de intervención a través de herramientas que se reiteran en todo el mundo dieron cuenta de una construcción farragosa. Desde los golpes blandos hasta las intervenciones policiales o militares, desde la sedición hasta las burocracias judiciales, desde las asonadas del “campo” hasta el espionaje y la persecución policial la derecha demostró no tener límites. No tuvo ni los tiene porque no tiene legados históricos ni verdades ante las que rendir cuenta. Es capaz de hacer cualquier cosa, y eso incluye la destrucción y el arrasamiento de todo lo existente.
Primer dilema para la izquierda. De pronto, conservar lo poco que el neoliberalismo dejaba en pie era una tarea de reconstitución, un gesto de resistencia comunitaria. La tarea histórica no era sustituir un estado por otro sino evitar que los gobiernos neoliberales destruyeran todo a su paso.
La segunda aporía esa impuesta por la rígida relación de fuerzas mundiales imperante. Es llamativo comprobar que cada presidente centroizquierdista que gana trabajosamente las elecciones en su país es cuestionado en lapsos cada vez más cortos por su tibieza, lentitud o gatopardismo. Muchas cuestiones contribuyen a edificar estas frustraciones continuas que ocurren en países tales como España, Portugal, Italia, Chile, Argentina, Perú y Colombia. Creo que hay algo del orden de la desesperación existencial que hace crisis frente a la decepción de no poder llegar a presenciar en el corto tracto de una vida una sociedad más justa, parecida a la que añoramos y por la cual luchamos. Lógicas impiadosas de la historia humana.
Esa sensación de desilusión, angustia o indignación multitudinaria observa también que las izquierdas actuales intervienen y operan sobre derechos civiles, o reclamos de minorías y sectores indudablemente justos pero que no afectan la materialidad de las sociedades, ni conmueven sus pérfidas desigualdades e injusticias. Esto es real. A veces no resulta fácil advertir las diferencias entre gobiernos de centroizquierda y sus pretensos rivales de la derecha “civilizada”. Europa occidental es un caso testigo de sistemas políticos que contienen, ahogan y sujetan cualquier tipo de cambio estructural. Los socialismos en su versión más tenue, casi de nomenclatura, defienden iniciativas que la derecha incita a exhibir como irrelevantes o al menos no urgentes. Eso se reproduce en muchos lados y nos lleva a repensar y replantear las formas convencionales y condescendientes con las que asimilamos los derechos burgueses a las democracias y aceptamos que las burguesías son un legado del iluminismo. Por ese lado vamos mal. El capitalismo ha demostrado que no puede convivir con la democracia aunque ésta exhiba su más baja intensidad. Tal vez tenga razón Carlos Fernández Liria. Tal vez la revolución francesa no fue una victoria de la democracia sino una derrota de los sectores populares. Desde allí a la enseñanza y el aprendizaje erróneo de la historia hay un paso. Y en ese punto se abre un nuevo espacio de discusión para las izquierdas.