Por Eduardo Luis Aguirre
Después de 20 años, los talibanes volvieron a asumir el control de Kabul, la capital afgana. El ex presidente Ashraf Ghani renunció a su cargo y abandonó el convulsionado país asiático mientras el ministro del interior interino Abdul Sattar Mirzakwal prometía que la transición sería pacífica y se garantizaría la vida y la seguridad de los ciudadanos. Al mismo tiempo, el funcionario decretaba el toque de queda en una ciudad aterrorizada por el retorno de sectores radicalizados al poder y el Consejo de Seguridad de la ONU convocaba a una reunión urgente de sus miembros para analizar un contexto de máxima sensibilidad.
La convulsiva situación ha despertado además una esperable tensión entre las mujeres afganas que imaginan un duro cercenamiento talibán de sus derechos y garantías y la región está atravesada por una marcada inestabilidad a la que contribuyó sin lugar a dudas la intervención estadounidense, que afronta el fantasma de un nuevo Vietnam. El gobierno de Biden responsabilizó por esta durísima derrota política y militar a las fuerzas de seguridad afganas y a la administración de su antecesor Donald Trump, mientras los republicanos calificaron de inexcusable y vergonzoso al manejo de la nueva administración demócrata.
Estados Unidos, en consecuencia, no asume su responsabilidad política ni su decisiva contribución de cara la provocación de un escenario de consecuencias imprevisibles, lo que ha generado una ola de indignación en todo el mundo. No es para menos: El secretario de Estado estadounidense Antony Blinken, lejos de hacerse cargo, reivindicó lo decidido durante la vigencia de la recordada “doctrina del loco” de George W. Bush y la fascistización definitiva de un mundo sometido a un sistema de control punitivo liderado por su propio país y la OTAN, los gendarmes que reaseguran desde los años 90 un férreo dispositivo mundial neoliberal. Para el jefe de la diplomacia norteamericana: "Fuimos a Afganistán hace 20 años, con una misión que consistía en lidiar con aquellos que nos atacaron el 11-S, y hemos tenido éxito en esa misión, en los objetivos que nos marcamos", fue la insólita expresión de Blinken, mientras las embajadas de las principales potencias conducían caóticamente a su ´personal al aeropuerto de Kabul, tratando de huir del país. Este lunes los militares estadounidenses asesinaron a dos hombres armados en el aeropuerto de Kabul, según informó The Wall Street Journal, al tiempo que Uzbekistán anunció que derribó un avión de la fuerza aérea afgana por violación de su espacio aéreo en medio del éxodo frenético de funcionarios gubernamentales del país.
Los ocupantes se van de Afganistán dejando atrás el recurrente y desastroso espectáculo de destrucción y muerte que provocan históricamente sus “intervenciones humanitarias”, en rigor excursiones desaforadamente violatorias de los derechos humanos. Aquella lógica setembrina que hace 20 años prometía utilizar todos los medios, incluso los ilegales, para perseguir a los responsables del ataque a las torres gemelas se cumplió al pie de la letra y terminó en una nueva y esperable catástrofe.
Como escribe David Torres: “Han abandonado a los afganos a su suerte, como lo hicieron en su día con vietnamitas, libios e iraquíes, después de forrarse los bolsillos y apadrinar gobiernos títeres repletos de corruptos y criminales. Todo en nombre de la libertad y la democracia, dos grandes palabras, tan grandes que por dentro rebosan toneladas de sangre. Como dijo Serrat en una de sus canciones, es una peculiar manera de entender la libertad esto de irse a cagar a casa de otra gente” (*). Los próximos días darán cuenta de la verdadera magnitud de la afrenta. Hasta ahora una sola cosa está clara: la mayor alianza militar de la historia ocupó Afganistán durante dos décadas y no pudo derrotar a un grupo de cruzados talibanes que, dotados únicamente de armas livianas, necesitaron solamente siete días para recuperar Kabul. Las últimas imágenes del naufragio occidental no pueden ser más elocuentes.
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