Por Eduardo Luis Aguirre
“Me llamo Jean Luc Mélenchon, nací el 19 de agosto de 1951 en Tánger. No he heredado un castillo ni un partido político de mi padre. No tengo coche ni chófer. No he empleado a ningún miembro de mi familia y ninguno de mis consejeros tiene una cuenta en Suiza". Así se define a sí mismo el referente de la izquierda democrática francesa en su propio sitio electrónico.
Este francés, originario de Marruecos, hijo de padres pobres nacidos en la Argelia colonial y nieto de españoles, que vivió muy cómodo entre musulmanes es, además del candidato del espacio “Francia Insumisa” de las últimas elecciones galas, la versión francesa de un populismo de izquierdas republicano, un orador excepcional, un brillante analista de la realidad mundial y un filósofo de origen. Un escritor y lector empedernido de poemas que es criticado justamente por su sensibilidad y su desarrollo teórico. El que advierte que entre el pueblo y las oligarquías contemporáneas existen “castas” que se ocupan de reproducir las condiciones de desigualdad de las sociedades. Contra ellas solamente es posible –asegura Mélenchon- oponer movimientos populares que fluyen en el subsuelo social de manera sorda, tumultuosa y contradictoria, conscientes del carácter contingente del sistema, pero también de la relación de fuerzas sociales vigentes, cuyos líderes deben necesariamente auscultar, comprender y sintetizar creativamente.
Esta versión francesa -y expectante todavía- de los Alexis Tsipras, Pablo Iglesias, Álvaro García Lineras o Pepe Mujica, encarna un recambio superador de los clásicos políticos de cabotaje apoyados en los aparatos partidarios o en poderes fácticos que pudieron caracterizar a algunos espacios alternativos durante décadas pasadas; de los cultores de la razón gestiva que recrean por doquier liderazgos verticalizados y disputan muchas veces espacios de poder inexistentes, funcionales o laterales. Este veterano militante del mayo francés – donde, por primera vez, dice haberse sentido “responsable de los Otros”- ayuda a conmover el panorama mayoritario de los líderes sociales del mundo entero a puro pensamiento. La herramienta menos valorada - aunque paradojalmente más temida- por la “realpolitik” del siglo XXI. La primera que quieren envilecer e invisibilizar los “coaches” de la insustancial política neoliberal.
.Admirador de los referentes revolucionarios de los últimos tres siglos, Mélenchon tiene, en cambio, poco tiempo para la canciller alemana Ángela Merkel. Eso marca, también, su estilo y su desprecio por el reunionismo obsecuente con el establishment. El todavía aspirante a presidente francés es un verdadero republicano social transmoderno, que defiende el aumento de los impuestos a los más poderosos, el incremento del gasto público como condición de probabilidad de un desarrollo social equitativo, que además abjura del racismo que se expande por el mundo, al que señala como el exclusivo responsable de presentes y futuras “guerras civiles legales”.
Impulsa, por el contrario, una redefinición actualizada de los valores republicanos franceses de igualdad, libertad y fraternidad, cuya clave decolonial ya hemos aludido en entregas anteriores. Por eso evoca, no sin nostalgia, el deterioro sostenido e irreversible del partido socialista de los últimos años (al que reconoce sus enormes conquistas hasta la década de los años ochenta), cuando el Consenso de Washington y el discurso único degradaron definitivamente esa expresión trascendental, a la que acusa de no haber analizado debidamente ni entendido el cambio del mundo que precipitaba la fase neoliberal del capitalismo.
Si alguna vez es elegido, este líder de 66 años del pequeño partido de izquierda nacional anuncia a quien quiera escucharlo que Francia gastará 100 mil millones de euros en grandes proyectos de construcción de viviendas y en energías renovables para estimular el crecimiento económico y la creación de empleo. Impondría además un impuesto del 90 por ciento sobre los que ganen más de 400 mil euros al año, rechazará las normas de la UE sobre la reducción del déficit y convocaría a un referendo para que su país salga de la Unión Europea, si Merkel y otros líderes se niegan a cambiar radicalmente el rumbo del bloque, sobre todo lo que implique una vuelta definitiva a los años de austeridad financiera.
En una multitudinaria manifestación del 12 de abril pasado, inolvidable por cierto, Mélenchon advirtió que los votantes franceses “toserían sangre” si elegían a cualquiera de los otros tres aspirantes a la presidencia en las elecciones del pasado 7 de mayo. Sus rivales eran entonces el “centrista” Emmanuel Macron-favorito en las encuestas-, Francois Fillon, otro derechista que balbuceaba durante la campaña las conocidas tentativas de reducción del gasto público y del número de empleados estatales y Marine Le Pen, la expresión hereditaria del neofascismo tradicional francés. El ballotaje, como sabemos, lo terminó ganando Macron. Muchos pronosticaron, entonces, el fin del candidato y de toda expresión transformadora en Francia, sobre todo a partir del colapso y la abdicación del colonizado partido socialista.
Mélenchon siguió pensando, como siempre, que la pobreza y el débil crecimiento económico son el resultado de una economía liberal y una reticencia al gasto para reducir el déficit, de la cual culpa a la Alemania de Merkel, verdadera locomotora europea.
Gastando mucho y elevando los salarios del sector público, dice Mélenchon, la economía francesa crecería más rápido y reduciría la tasa de desempleo del 10 por ciento al 6 por ciento en pocos años, estimulando los ingresos tributarios para el Estado y los servicios sociales.
El hombre que abandonó el Partido Socialista después de tres décadas en 2009 para luchar por una marca más dura de socialismo propone –además- nacionalizar sectores sensibles y cruciales como los aeropuertos y las autopistas y crear una robusta banca pública.
Pretende también devaluar el euro para impulsar la competitividad comercial y vetar los pactos de libre comercio, acabar con la independencia del Banco Central Europeo, abandonar el Fondo Monetario Internacional (FMI) y sacar a Francia de la OTAN, la alianza militar más poderosa de la historia humana.
Este impulsor de la revolución ciudadana -y ya no de la revolución “socialista” tradicional- se apoya en el poder de los despreciados, los invisibilizados, los débiles, los pobres que habitan la exterioridad y que constituyen, naturalmente, la mayoría del pueblo. También en las clases medias y acomodadas. Pero tiene en claro que la situación y las reivindicaciones de quienes ganan 3 o 4 mil euros no pueden constituir la vanguardia de las demandas equivalenciales. Antes que ellos, una interminable cola de víctimas y dolientes reclama un estado capaz de vincularse con ellos a través de la justicia y, fundamentalmente, del amor. Francia no puede tolerar que dos niños mueran por día en la tumba oscura y fría en la que se ha convertido el Mediterráneo. En ese estado de privación de derechos, la equidad pasa a ser una prioridad inexorable. Y Mélenchon, el filósofo, el escritor, el intelectual, el poeta, parece tenerlo en claro.