El reciente y violento ataque con un arma de fuego de que fuera víctima un niño de esta ciudad, ha dado lugar a una multiplicidad de opiniones, especulaciones, reflexiones, inferencias, reportajes y demás exteriorizaciones que han intentado explicar una situación singularmente problemática desde diferentes sistemas de creencias. Muchos de ellos, fuertemente condicionados por construcciones culturales estáticas, están caracterizados por una generalizada recurrencia a lugares comunes cuya verificación empírica se da por supuesta, y que justamente por eso mismo, intentaremos problematizar.
En la mayoría de esos casos, aquellas intervenciones aludían a la supuesta responsabilidad o culpabilidad de la familia del niño, por cuya pretendida acción o inacción el mismo habría sido colocado en una situación de “riesgo negativo”, que lo convertía en una especie de víctima propiciatoria en una suerte de profecía autocumplida y esperable (por lo tanto, más o menos legitimada) de acción- reacción.
La “familia de la víctima”, de esta manera, era expuesta como la fuente y razón de todos los males que la sociedad deparaba al menor, incluso el probable ejercicio violento de la justicia por mano propia por parte del agresor.
En algunos casos, el accionar reivindicativo del atacante era colocado en un pie de igualdad respecto de la supuesta infracción del adolescente baleado, y en otros (muchos), la pretendida “ausencia de la familia” de este último, daba pie para la elaboración de cualquier hipótesis conjetural respecto de la agresión, hasta terminar justificándola.
En lo que aquí importa, es interesante explorar, porque no se lo ha hecho hasta ahora en aquella ejercitación catártica, qué grado de razonabilidad tendría en realidad esa adjudicación de responsabilidad social a la conducta de la familia del niño, a la que se echa mano con la más firme convicción de certidumbre.
En primer lugar, hay que destacar que la familia a la que se remite, aquel primer elemento de endoculturación y control social paradigmático hasta la crisis del Estado de bienestar, ya no existe, lisa y llanamente, en las sociedades de occidente. Mucho menos, en el capitalismo postmoderno marginal y con mayor razón entre los sectores sociales vulnerables y expropiados de este margen. “De todos los cambios que ocurren en el mundo, ninguno supera en importancia a los que tienen lugar en nuestra vida privada -en la sexualidad, las relaciones, el matrimonio y la familia-. Hay en marcha una revolución mundial sobre cómo nos concebimos a nosotros mismos y cómo formamos lazos y relaciones con los demás”[1].

Por ende, el sujeto social al que se le adjudica responsabilidad en el caso, a esta altura de la historia, no encuentra correlato alguno con la realidad bulímica de las sociedades de la modernidad tardía, sino que se vincula a un imaginario colectivo que reenvía a una familia nuclear, articulada por el trabajo asalariado paterno y una escala de valores compartida mayoritariamente por el conjunto social, asociada a la existencia sacrificial, el férreo acatamiento normativo y la movilidad social vertical como expectativa fundante.
En efecto, con posterioridad a la segunda guerra mundial, la profunda transformación del mundo capitalista reformuló y reconfiguró los usos y costumbres de principios del siglo pasado. Y entre la década de los años 60´y 70´, la modernidad tardía resignificó el imaginario social tradicional, poniendo en crisis el ideal de la familia patriarcal que ya no se recompondría ni volvería a asumir su formato original.
Para abonar con cifras esta afirmación, tomemos como ejemplo el caso del Reino Unido, donde se ha llegado a calcular que casi el 40% de los bebés nacidos en 1980 serían, en algún momento de su vida adulta, miembro de una familia monoparental. Los hogares monoparentales son cada vez más habituales en esa región del planeta y la mayoría está encabezado por mujeres. En 1993 había un millón de hogares monoparentales y la cifra iba en aumento. Comprendía a una de cada cinco familias con niños a cargo[2] Fácil es imaginar lo que ocurre en un país latinoamericano si aquellos guarismos se constatan en un país del denominado “primer mundo”. Sólo una minoría de gente vive ahora en lo que podríamos llamar la familia estándar de los años cincuenta -ambos padres viviendo juntos con sus hijos matrimoniales, la madre ama de casa a tiempo completo y el padre ganando el pan-. En algunos países más de una tercera parte de todos los nacimientos tienen lugar fuera del matrimonio, mientras que la proporción de gente que vive sola ha crecido exorbitantemente y parece probable que lo haga aún más[3].

Sucede que la nueva estructura social no hace más que poner al descubierto la crisis generalizada de la sociedad disciplinar y de cada uno de los aparatos ideológicos y represivos del estado moderno. La prisión, la escuela, las profesiones, pero también la familia nuclear, agonizan en una sociedad de control que barre con lo clásico, aunque desde el estado se siga intentando prolongar la supervivencia histórica de estas instituciones apelando a innovaciones modélicas de la cárcel, la industria, las fuerzas armadas y de seguridad, la escuela y la familia. En palabras de Gilles Deleuze: “Los ministros competentes no han dejado de anunciar reformas supuestamente necesarias. Reformar la escuela, reformar la industria, el hospital, el ejército, la prisión: pero todos saben que estas instituciones están terminadas, a más o menos corto plazo. Sólo se trata de administrar su agonía y de ocupar a la gente hasta la instalación de las nuevas fuerzas que están golpeando a la puerta. Son las sociedades de control las que están reemplazando a las sociedades disciplinarias”[4]. Aquí es donde muchas opiniones creen lograr enmascarar su retribucionismo regresivo, tomando a la familia de los sectores juveniles pauperizados como chivo expiatorio. Se repiten, entonces, afirmaciones tales como: “no estamos de acuerdo con lo que hizo quien le disparó en la cabeza al niño con un arma de fuego, pero ¿dónde está la familia que debería haber impedido que este último llevara a cabo supuestas conductas predatorias de subsistencia?”. La familia debe ser entonces, castigada socialmente, porque no se ha comportado, precisamente, como lo que se supone que debería ser:”una familia”, nuclear, sostenida por el salario paterno o materno producto de un trabajo estable, que convive bajo un mismo techo y reproduce una escala de valores estimada como dominante o hegemónica.
Por supuesto, el fenómeno no es puramente local y remite a la nueva realidad planetaria. “Resulta alarmante constatar como en los últimos años han penetrado en los espacios de la vida cotidiana actitudes de reproches y censuras contra todo aquello que no se adecua a un determinado comportamiento social. Unas formas alentadas desde sectores sociales con poder suficiente para liderar empresas morales que quieren fabricar modelos concretos de comportamiento. Es así como una creciente cultura punitiva se manifiesta de forma vigorosa entre todos nosotros y nosotras[5]. Son los rasgos dominantes de la desaparición de una cultura del Welfare y de la expansión de la globalización. Así las cosas, la vida cotidiana se ha transformado en un contraste continuo entre una lluvia de incitaciones "positivas" a ciertas actividades que implican un autocontrol -como la práctica del deporte, la adquisición de bienes, el consumo de drogas legales...- y que conllevan una cadena de mensajes represivos que la sociedad reproduce y amplifica. Con ello se explica que amplios sectores sociales reclamen más dureza contra aquellos sujetos que, precisamente por no comportarse ni expresarse dentro de los límites del consenso social hegemónico, ya están inmersos en una serie continuada de exclusiones. Y cuando la desproporción de la venganza pública o privada es tan groseramente evidente, se reenvía la responsabilidad a “la familia” de los supuestos ofensores juveniles.Siempre con la excusa de que debe defenderse a una sociedad compuesta imaginariamente por ciudadanos inspirados en el cumplimiento de las normas, de esta multitud de excluidos que no respetan las reglas impuestas por los grupos mayoritarios de esa misma sociedad y desafían insensiblemente las bases constitutivas de esa misma sociedad, cono consecuencia del “abandono” al que los exponen sus familiares más.
Los “otros”, los diferentes, responden así a estereotipos concordantes. Se trata en realidad de hombres y mujeres jóvenes, provenientes de sectores sociales desfavorecidos, con escaso nivel de instrucción formal, casi siempre desocupados o con inserción laboral precaria, que a su vez son hijos de personas que accedieron a un mercado laboral signado por la inestabilidad de la década del 80’. Son la clientela habitual del sistema penal juvenil, precisamente porque la crisis del sistema judicial se atribuye prontamente al fracaso del “tratamiento” en pos de la “resocialización” de estos sujetos “socialmente peligrosos” y porque, en definitiva, el control penal postmoderno ya no opera sobre sujetos individuales sino sobre colectivos “en riesgo” En palabras de Tamar Pitch: “La juventud ha devenido, en tiempos modernos, una condición distinta, denotada por atributos contradictorios: es un estado cada vez más deseado, un valor en sí mismo, aunque, al mismo tiempo, es una condición concreta de marginalidad social y dependencia económica prolongada. Es un problema en sí mismo: lugar de innovación y autenticidad, pero también de incertidumbre, precariedad y riesgo”. “Esta interrelación es constitutiva de la justicia juvenil y la razón de ser de su existencia separada. La interrelación entre la tutela y el castigo, entre la intervención con fines “educativos” y la segregación con fines de “corrección”, declinada de maneras diferentes en períodos sucesivos, caracteriza a la definición y administración de la condición juvenil –en particular, de aquella de los jóvenes pobres, marginados económica y socialmente- desde el punto de vista de la justicia. Hasta hace no mucho tiempo atrás, alguna forma de institucionalización parecía la respuesta adecuada a cualquier problema: transgresión de leyes penales, “irregularidades de conducta y de carácter”, insuficiencias familiares, problemas escolares, etcétera”.
Ahora bien, qué es lo que ha quedado de la cultura de la familia concebida en clave de Estado de Bienestar. Muy poco, por cierto.
En los ‘60 y ‘70 con el inicio del capitalismo tardío, se impone un tipo de familia basado en la relatividad de los vínculos, donde las separaciones y las nuevas recomposiciones familiares son un destino posible de la organización familiar. A fines del Siglo XX nos encontramos que junto a la familia moderna ha aparecido una diversidad de organizaciones familiares que cuestionan la hegemonía del patriarcado: familias monoparentales, monoparentales extendidas, homoparentales, unipersonales, familias ensambladas, etc. Hay más mujeres jefas de hogar. Bajo número de casamientos y de divorcios, crecen las uniones consensuadas. Nos encontramos con un gran incremento de familias monoparentales y hogares sin hijos. Consolidación de familias ensambladas. Hay madres solas, parejas sin papeles, hijos fuera del matrimonio, uniones de parejas gay y lesbianas, estructura de familias ensambladas donde se integran hijos de parejas anteriores y nuevos hijos. Hoy las familias constituidas por una pareja e hijos representan menos del 40% de los hogares. En los noventa eran el 46,8%. En apenas dos décadas aumentó la proporción de mujeres que son jefas de hogar del 21% al 29%. El 80% de quienes se separan forman nuevas parejas. Hay una pérdida del modelo de la familia nuclear. Estas familias, atravesadas por nuevas tensiones, tienen serias dificultades para incidir en el comportamiento de sus hijos en una época en que todas las instituciones, como hemos visto, están siendo particularmente cuestionadas. En el caso de estas familias, se produce una mayor laxitud del control social informal y una pérdida de la eficacia en los procesos de socialización e internalización de normas[6].
En consecuencia, la “familia”, concebida en términos de una sociedad disciplinaria agonizante, aparece como un prejuicio mítico, un recurso dudosamente sustentable a la hora de intentar un nuevo proceso asimétrico de criminalización y condena social, que debería ser resignificado para evitar la aporía de la penalización normativa que, vale recordarlo, también se ha intentado llevar adelante respecto de los padres de ciertos niños considerados “en riesgo material o moral”.





1. [1] Giddens, Anthony: “Familia”, disponible en www.cholonautas.edu.pe/modulo/upload/Giddens%20cap4.pdf

[2] Giddens, Anthony: “Sociología”, Alianza Editorial, Madrid, 1998,, p. 201 y 207.
Carpintero, Enrique: “La crisis de la novela familiar freudiana”, Revista Topía, agosto de 2010, disponible en http://www.topia.com.ar/articulos/editorial-crisis-novela-familiar-freudiana
[3] http://www.cholonautas.edu.pe/modulo/upload/Giddens%20cap4.pdf
[4] Deleuze, Gilles: “Posdata de las sociedades de control”, disponible en www.catedras.fsoc.uba.ar/rubinich/.../adeles.html
[5] Asociación contra la cultura punitiva y la Exclusión social, disponible en http://acpes.8m.net/
[6] Kessler, Gabriel: “Sociología del delito amateur”, Paidós, Buenos Aires, 2004, p. 160 y 178.