Por Ignacio Castro Rey
Diga lo que diga nuestra religión democrática, mujeres y hombres siempre estamos en el ruedo, en el círculo donde todos los extremos se enlazan jugando con nuestra integridad física, de los pies a la cabeza.
Tardes de soledad (Albert Serra, 2024) es toda una historia, entreverada con ráfagas de tensión. No estamos ante otro documental más sobre el universo del toreo, que ya tiene su dignidad y su leyenda épica, de sobra conquistadas. Nos las vemos primeramente con una lenta y tensa digresión sobre la misteriosa condición común a bestias y humanos. Hasta se podría decir, y no porque Serra intente ninguna «venganza» al estilo animalista, que estamos ante un trabajo fílmico sobre la banalidad de los hombres y la inmortalidad de las bestias. Las primeras tomas nocturnas de dos toros, mugiendo y piafando inquietos mientras amagan embestidas y miran fijamente a la cámara, son un primer índice de todo lo que no sabemos de esa otra antigua leyenda, el misterio de los brutos.
Naturalmente, al fondo la muerte, un peligro oscuro como horizonte compartido de metamorfosis. La muerte viva en planos interminables, en los ojos del animal que expira. De las mejores imágenes, en una cámara que no pretende hurtarnos nada, son esos primeros planos del semblante animal en trance de desfallecer. Tardaremos en olvidar la inmensa piedad de unas tomas con los ojos en blanco y leves gemidos, con el esfuerzo dramático por sostenerse y una lengua que limpia por última vez la boca manchada. Después de aguantar en pie hasta el límite de sus fuerzas, las pobres bestias estiran su cuerpo para el último viaje. Igual que hacemos mujeres y hombres. Y sobre todo, la soledad casi animal del hombre, la humanidad de la fiera en un vértigo intransferible, que no se puede compartir con nada. Impresiona el dolor mortal de otro ser, que es también el nuestro en el trance último. Esta es parte de la historia, lo que tenemos en común con seres que no hablan.
Gestos vagos, hombres que callan o susurran a medias, animales que jadean. Si esta película es «monumental» es por ocuparse con veneración religiosa de lo nimio. No es casual que Tardes de soledad pueda hacerse repetitiva e interminable, igual que una corrida aburrida. Albert Serra discurre como si fuera libre, al margen de los miedos que a todos nos tienen más bien trabados. La primera impertinencia de esta cinta es que, igual que en Pacifiction, parece que Serra busca filmar la nada, la indecisión, la incertidumbre y el tedio que es la vida de los hombres. Y esto aunque sean heroicos y tengan muchos huevos. No tiene poco mérito. Además, con un trabajo en extremo experimental y artístico sobre un torero que tiene fama de ser tímido y a la vez temerario, excesivamente arrojado al astado. ¿Le falta a Andrés Roca Rey el arte y la finura que un torero sabio debe tener? No exactamente, porque este hombre emana garbo e inteligencia por todos los poros, incluso en sus largos momentos de reflexión y silencio solitario. Y cierta timidez humilde, hay que decirlo. «No sé qué es vivir sin miedo», insiste.
Cuanto más grande es el hombre, diría Unamuno, mayor es su duda. Mientras su cuadrilla lo ensalza con entusiasmo, él permanece impávido. Con frecuencia ignorando también a un público que apenas se presiente, excepto en el griterío de su dura exigencia. Otra sorpresa en este universo de testosterona y sangre, alejado de la industria vegana que parece haber conquistado la hegemonía del progresismo, es que Serra nos muestre un universo afeminado hasta el delirio. No sólo asombra la estudiada silueta de Andrés ante el espejo, su mesarse continuo los cabellos, sino también, entre elogios abruptos, el silencio intermitente de su cuadrilla en la furgoneta de ida y vuelta. Bendito callar el de estos hombres que han rozado la muerte. En vez de estallar en una euforia chillona, al estilo de las y los futbolistas, estos trabajadores del ruedo descansan tras la cercanía del pavor. Callan y piensan, incrédulos de que otra vez vuelvan a estar intactos. Tal vez el roce con la muerte tiene tal dignidad, una música callada que pone en suspenso todas las certezas. Estos hombres rudos y apuestos se hacen amables, igual que se puede amar la indecisión del invierno. Que los dioses perdonen su enigmática angustia, también su indiscreta insolencia.
Conocedor de este universo, Evaristo Bellotti insiste en dónde se pone la cámara en este documental, en qué ángulo, con qué veracidad y cercanía. Nada parece ocultarse. Tampoco en cuanto a las voces y su decir a medias, en susurros escondidos. Mal que le pese al director de esta historia, es posible que haya una inconsciente voluntad de verdad en la aproximación al lance justo de la capa y la espada, al gesto animal del humano que entra a matar; al estertor de una fiera semejante, por fin con faz y con ojos, aunque inescrutables. Es impresionante también el mugido del toro cuando embiste, ya herido, entre la rabia y la desesperanza. También lo es el ronco gemido de su desfallecer. Como diría la Biblia, que se abstengan los tibios. Aunque a algunos nos alegra algo hecho por fin no a medias, precisamente a semejanza de la vida animal.
Quizá la suerte de Chacón con las banderillas no tiene su réplica en el arte un poco más impulsivo de Andrés Roca, que a veces hace girar la plaza entera en torno a su figura quieta. Es posible. Pero también, aparte de los «cojones» que una y otra vez menta su cuadrilla, el torero tiene su donaire, una especie de hidalguía al borde mismo de lo imposible. Se diría que Roca Rey no deja de representar lo que se ha llamado una aristocracia de la intemperie. Aunque se pueda presentir, nos encantaría saber con justeza por qué y en qué términos este hombre, que reconoce en público apenas haber oído hablar de Bergamín, no gusta mucho de la película que lo tiene en el centro. La verdad es que, en caso de duda y litigio, que en este caso no lo hay, siempre habría que estar con el torero que apenas lee. No con el intelectual que presume de seguir a Bresson o Pasolini. Aunque hay que insistir en que Serra, en este trabajo donde se mete en las entrañas de la soledad y el miedo, no es exactamente un intelectual. Menos todavía un señorito cualquiera.
¿Carne de cañón, se podría decir del torero que el director ha escogido para esta historia? Quizá para buscar el arte intrínseco de los toros, sin ensayos previos y al borde mismo del desastre. «Sé lo que quiere el público, mi muerte», llegó a musitar Manolete. El arte del torero, y en este punto Roca parece un artista de los grandes, es colar su faena en los entresijos de un público que como tal, con su famosa «exigencia» y todo, es a día de hoy bastante despiadado. Ante eso, la soledad de los elegidos es inenarrable. Preguntado qué se siente al torear, un novillero responde: No importa nada, sólo el toro y yo… y a veces ni siquiera yo. ¿Es la soledad del torero también una forma de desaparecer, de resucitar? Recordemos que la cara de Andrés Roca Rey en el momento de matar no es exactamente humana. Tal vez tampoco es casual que la música de fondo, que a veces sube de tono, recuerde a un clásico de amor y metamorfosis.
Tardes de soledad es lenta. Se hace incluso necesariamente larga, por cierto, como tantas corridas de toros. Quizá un encuentro bien vale una misa. Nunca lo sabremos, pero tal vez Serra eligió a Roca Rey porque precisamente él no es, en el microcosmos del toreo, el colmo de la finura artística y prudente, sino un hombre antiguo y de una pieza que no retrocede ante el miedo. Loados sean los humildes, aunque se vistan de bordados, luces y seda.
Darwin, ¿dónde te perdiste? Serra realiza un largo travelling sobre unas misteriosas bestias atrasadas que están dentro de nosotros porque tienen también la muerte. Y su horizonte desconocido de catarsis y transformación, hay que decirlo. Como escribió una mujer del pasado siglo, la muerte es de tal inmensidad que no es posible que «después» haya nada: ella misma es ya la eternidad. Sabiéndolo Roca o sin saberlo, a veces parece que esa inmortalidad animal, coexistente con la más breve duración, es lo que captan esos temibles planos de un semblante taurino que, en cuanto a reflejos del alma común, poco tiene que aprender de los hombres. ¿Por esos unos y otros comparten el mismo ruedo?
Diga lo que diga nuestra religión democrática, mujeres y hombres siempre estamos en el ruedo, en el círculo donde todos los extremos se enlazan jugando con nuestra integridad física, de los pies a la cabeza. Los rusos, que no torean, han sido maestros en esta rueda que todo lo junta. Asomémonos solamente a El beso de Chéjov. Allí el teniente Riabóvich, representante sin saberlo de la humanidad entera, no deja de estar en ningún momento en el ruedo: vale decir, entre la vida y la muerte, la emoción y la humillación, la máxima esperanza y el colmo de la desolación. De ahí que el final de este cuento siempre nos sorprenda. Es de celebrar que haya alguien que, en medio de nuestra hipocresía política, se atreva a volver hoy a una vieja sabiduría intocable.
La película de Serra es tan arriesgada que nunca dejará de ser polémica. «Sucesión inconexa de primeros planos de sangre, violencia, sudor, dolor y crudeza», dice Antonio Lorca en una inteligente y sentida crítica (El País, 10/3/25) de algo que reconoce no dejará indiferente a nadie. Algunos no estamos en absoluto de acuerdo con tal percepción, tanto en cuanto a los valores estrictamente cinematográficos como en lo que esta obra aporta al mundo específico del toreo. Tampoco en esta frase: «Y no hay más. No hay historia, sino ráfagas de tensión». Muy lejos de esto, sin ser una hagiografía lineal ni un homenaje al heroísmo de la «fiesta nacional», la película de Serra tiene un mérito crucial: darle una forma extremadamente poética a la violencia intrínseca al toreo. En suma, al peligro ancestral de donde se extrae un arte que, hoy por hoy, tiene una difícil comparación con las formas domadas que por norma exponen los museos. La lección conjunta de Andrés Roca y Albert Serra, cada uno con su suerte, es que el arte nace de la sombra de Minotauro, no de los reflejos de Narciso.