La crisis del fordismo de
posguerra puso al descubierto el quiebre de la utopía del "buen
capitalismo" a partir de mediados del Siglo XX. Años después, la
disolución de la Unión
Soviética y la caída del emblemático Muro de Berlín,
confirmaron un proceso inédito de
globalización de la economía y concentración de la riqueza (también el
advenimiento de una era de exclusión y fragmentación de las sociedades sin
precedentes), y profundizaron la crisis de credibilidad de un sistema que se
asentaba en la idea fuerza colectiva de formar parte de un "mundo
justo". Durante todo ese período histórico, se exacerbó la crítica a los
sistemas penales que desde la modernidad habían disciplinado a occidente en
torno a los paradigmas de previsibilidad y controlabilidad respecto de los aparatos ideológicos y
represivos del estado burgués, mediante los que se expresaba el modelo clásico
de control social en el capitalismo
temprano.
Las formas que ese criticismo postwelfarista asumió
en el ámbito de las ciencias sociales, referidas en particular a los sistemas
penales, fueron diversas: abolicionismo(s); criminología radical; criminología
crítica; minimalismo penal; teoría del etiquetamiento; dogmática crítica;
garantismo penal; nuevo realismo de izquierda, entre otras. Todas ellas han
venido cuestionando históricamente al sistema penal, por su brutalidad y/o su
selectividad. En general, todas
significaron, de una u otra forma, la puesta en crisis de la naturaleza
misma de las penas, de las connotaciones autoritarias y asimétricas de los procesos
de criminalización y de las formas a partir de las cuales el proceso penal se
realiza o, en definitiva, se ejecuta. Todas
insistieron en relevar la influencia que los condicionantes sociales
tienen respecto de la actividad delictiva. La diferencia central que entre
ellas podría hacerse, radica en las diversas actitudes que asumieron respecto de la legitimidad de los sistemas
punitivos.
Las
corrientes liberales, positivistas y funcionalistas, construyeron a manera de
común denominador la convalidación necesaria y contractual del sistema penal
como herramienta idónea para el mantenimiento y reproducción de una escala de
valores percibida como justa "por toda la sociedad", en medio de la influencia histórica de las ideologías
contractualistas. A ellas se opuso un criticismo dogmático que caracterizó al
sistema penal como un instrumento formidable de control y dominación en manos
de los sectores sociales más poderosos. Empero, la constatación histórica de
sociedades contemporáneas, organizadas mediante formas de producción y
distribución no capitalistas que conservaron (en algunos casos de manera
intacta) sus sistemas penales, obligó a repensar esos conceptos y a indagar si
el derecho penal no podía llegar a configurar una creación cultural distinta y
distante a las dos ya explicadas y que
-incluso- las trascendiera. Un instrumento de lucha política, por
ejemplo; o, en su defecto, un sistema de estabilización de expectativas
sociales.
Ante
esa mera posibilidad, entonces, sin atender tanto al perfil eventualmente ilegítimo del derecho penal (en
sentido lato) ni a sus violentas manifestaciones o expresiones cotidianas, en
virtud de su connotación polemogénea, es preciso centrar el interés y el propio
análisis en un aspecto tal vez insuficientemente explorado por la criminología:
las particularidades y la intensidad que
en cada caso esa tutela asume, y con qué objetivos.
Aún aceptando la disputa inacabada respecto de si
los bienes jurídicos anteceden a las normas penales o, por el contrario, son lo
que estas normas en definitiva expresan, es necesario, desde una perspectiva
crítica, inquirir acerca de la escala de valores que el sistema penal expresa.
Si el sistema penal es la autoconstatación del
estado, como sostienen algunos autores, tendiente a penalizar las conductas que
revelan cierta hostilidad de los delincuentes con relación a los valores que las sociedades tienden a defender, el dilema
central queda planteado en estos términos: ¿resulta
verosímil que el estado no exprese ideologías ni defienda estructuras
axiológicas con las que pretenda
disciplinar al conjunto, y que el sistema penal responda únicamente a su
arbitrariedad y violencia antes que a la vocación de preservar y reproducir
determinadas condiciones sociales? ¿O
deberíamos reconocer finalmente la “autonomía relativa” de los estados de
occidente y, por lo tanto, resultaría
difícil desatender o negar la existencia de determinados bienes jurídicos, cuya
protección asimétrica define, precisamente,
a nuestros sistemas penales? En
otros términos, deberíamos preguntarnos si este estado de la modernidad tardía,
en el marco de su mayor crisis histórica de legitimidad, no pone al descubierto
la crisis del modelo contractualista y termina expresando ciertos intereses de
determinados sectores sociales. Aceptada que fuera esta posibilidad, la
cuestión se desplaza a cuál es la tutela que se brinda a esos bienes y cuál es
la racionalidad de ese resguardo normativo.
Ese sesgo es
el que, por una parte, supongo que permitirá pensar el sistema penal desde una
perspectiva que exceda la visión estrictamente dogmática. Por otro lado, posibilitará analizar la racionalidad de la
escala de valores dominante, en función de la tutela que el sistema otorga a
determinados bienes jurídicos, atendiendo a los objetivos sociales que el
propio estado persigue mediante esos instrumentos, en lo que constituye un
análisis acaso relegado especialmente a partir del auge de las concepciones
post-estructuralistas.
En ese contexto, en lo que atañe específicamente a
la criminología, conviene destacar que la disciplina se debate todavía en la
incertidumbre de su perfil epistemológico. Históricamente, se ha admitido su
connotación inter y/o transdisciplinaria y en consecuencia, la multiplicidad de instrumentos que permiten
abordar la cuestión criminal. En cualquier caso, desde la dogmática
moderna, la discusión puntual de los bienes jurídicos es un aspecto que no deja
de concitar una renovada y necesaria atención. Por supuesto, el acercamiento a
ese objeto gnoseológico desde la
criminología, únicamente puede aspirar a constituir una especie de
constante profundización de la labor
reflexiva, en una dinámica imperfecta y permanente de tesis, antítesis y
síntesis.
Piénsese en la elocuencia de las comprobaciones emergentes del análisis
de la población carcelaria en virtud de los parámetros ya explicados
(verbigracia, la cantidad de internos condenados por afectar el derecho de propiedad privada), en las
características de los productos de los procesos de criminalización, en la
comparación entre distintos plexos normativos del saber penal, en las
peculiaridades del sistema penal de la posmodernidad, etcétera.
Si la estructura social constituye un objeto
esencial para comprender las características que asumen los sistemas penales,
los bienes protegidos y su forma y alcance de protección, no debe el análisis centrarse sobre individuos
aislados, sino respecto del modo en que ciertas conductas humanas "son
seleccionadas según ciertos mecanismos institucionales, dentro de una
conformación histórica de poder, en orden a organizar jerárquicamente valores
mediante normas"[1].