“Las guerras no comienzan
con bombas, sino con mentiras” (Michel Collon)
El alineamiento acrítico con las
categorías de Derechos Humanos occidentocéntricas han reproducido las
condiciones de dominación y control en todo el mundo.
Un delicado entramado de baterías
epistemológicas coloniales han impedido analizar el concepto de DDHH en clave
emancipatoria. Los resultados están a la vista. Aunque, extrañamente, muchas
veces permanecen invisibilizados, frente a la pleitesía que se rinde frente al
Caballo de Troya postmoderno que implica el sistema orgánico e institucional
del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Estos precesos de alienación son
particularmente hegemónicosen las escuelas de derecho latinoamericana.
No existen recorridos epistemológicos
críticos que permitan porner en cuestión, desde los programas mediante los que
se imparten conocimientos a miles y miles de alumnos, la verdadera esencia de
la Organización de las Naciones Unidas, la Organización de los Estados
Americanos, los Tribunales internacionales institucionales en tanto elemento
legitimadores de un estado de cosas signado por el unilateralismo imperial.
Esta hegemonía es particularmente
impactante en lo que concierne al “sistema” penal internacional.
En efecto, el arduo desarrollo que a partir de la segunda
mitad del siglo XX fue alcanzando el sistema jurídico penal internacional
(particularmente durante el período ubicado entre los juicios de Nüremberg y
Tokio, el nacimiento de la Organización de las Naciones Unidas y la creación de
la Corte Penal Internacional) estuvo condicionado por la necesidad de las
potencias vencedora de brindar respuestas a los crímenes de masa y las grandes
violaciones a los Derechos Humanos, pero fundamentalmente a garantizar la
impunidad de las naciones más poderosas de la tierra.
Las respuestas que ese sistema jurídico ha proporcionado
(solamente) a algunos hechos de exterminio, que repugnan a la conciencia
colectiva de la humanidad, se limitaron casi exclusivamente (dejando al margen
abominables y sumarias ejecuciones) a la aplicación de graves penas privativas
de libertad a los vencidos en los conflictos armados[1].
El binarismo que
caracterizó a esta dinámica histórica y los logros relevantes obtenidos en
materia de persecución y enjuiciamiento penal de personas físicas implicadas en
delitos de lesa humanidad y genocidio, en efecto, no alcanzaron a disimular la
asimetría de esos procesos de criminalización y la profunda selectividad que
condicionaron desde su nacimiento al sistema penal internacional, el cual
reprodujo en ese sentido las realidades de los sistemas penales de los Estados
nacionales.
Se ha dicho, en punto a esta cuestión, y como forma de
entender y explicar este desarrollo particular del sistema penal global, que
“la Comunidad Internacional se encuentra, en la actualidad, donde el
Estado-Nación se encontraba en los albores de su existencia: en la formación y
consolidación de un monopolio de la fuerza en el ámbito del Derecho penal internacional,
sobre cuya base se puede fundar el ius
puniendi” de una ciudadanía mundial[2].
Pensamos, y esto debe quedar claro, que el sistema penal
internacional no ha avanzado hacia formas menos violentas de resolución de los
conflictos, precisamente porque la ideología punitiva hegemónica no ha
permitido la incorporación de las mismas -a
excepción del caso de algunos tribunales de opinión y otras escasas
experiencias que también detallaremos a lo largo de este trabajo- con el objeto
de reasegurar así el control punitivo de los diferentes y los disfuncionales,
recurriendo a la guerra más como
garantía de la preservación y reproducción de un orden determinado que como
exigencia por las demoras que impone una “transición a la democracia” global.
Es más, probablemente no se alcanzará el tránsito
democrático global hasta tanto se modifiquen determinadas condiciones
estructurales e institucionales a nivel mundial, se remuevan sistemas de
creencias fuertemente arraigados en la cultura de los hombres y se establezcan mecanismos
más democráticos de convivencia entre las multitudes diversas y multiculturales
del tercer milenio.
Lo cierto es que -como de ordinario ocurre con el Derecho
penal de las naciones- el sistema penal internacional, invocando el interés del
conjunto y la representatividad de la
mayoría de los países del mundo, no ha podido trascender los límites que la
selectividad y la asimetría de los procesos de criminalización le han impuesto,
y ha terminado en muchos casos reproduciendo un estado de cosas injusto,
coincidente con los intereses de los poderosos y los vencedores del planeta.
Pero además de este sesgamiento histórico notorio, las
respuestas que el sistema penal internacional y la justicia universal han
conferido en materia de genocidios y delitos de lesa humanidad, no han podido
superar el binarismo punitivo respecto de determinadas personas o grupos de
ofensores, que casi siempre carecen de poder o han perdido el que alguna vez
tuvieron, consagrando una consecuente impunidad respecto de estremecedoras
masacres llevadas a cabo por los “indispensables” del planeta.
Pueden nombrarse a título de ejemplo, y sin pretender
agotar la posible enumeración de los casos que registra la historia moderna,
aniquilamientos tales como los del Kurdistán, Dresden, Hiroshima y Nagasaki,
Vietnam, Irak, Afganistán, las guerras de los Balcanes, etcétera, muchas de las
cuales fueron denominadas “operaciones humanitarias” o esfuerzos realizados en
aras de la instauración de la democracia, conforme el particular léxico etnocéntrico
de los perpetradores.
Esta resignificación legitimante de la violencia jurídica,
no puede disociarse de la nueva concepción política de la guerra, que como relación social permanente, tiende a convertirse
en un organizador básico de las sociedades contemporáneas, prescindiendo de las
conquistas y límites de las democracias decimonónicas en materia penal,
asumiéndose como “la matriz general de todas las relaciones de poder y técnicas
de dominación, supongan o no derramamiento de sangre”. (…) “En estas guerras
hay cada vez menos diferencia entre lo interior y lo exterior, entre conflictos
extranjeros y seguridad interna”[3],
porque en todos esos casos se expresan intervenciones policiales perpetradas
mediante medidas militares.
Intervenciones militares de baja intensidad y operaciones
policiales de alta intensidad, no podrían ya diferenciarse apelando a las categorías biopolíticas de principios
de los siglos XIX y XX.
Por ese motivo, la principal consecuencia de este estado de guerra es que las relaciones
internacionales y la política interior se asemejan cada vez más entre sí, lo
que provoca una asimilación del derecho penal internacional a los derechos
internos, difuminando cualquier diferencia basada en distintos estados de desarrollo
de las formas y las prácticas jurídicas.
Guerras de baja intensidad y operaciones policiales de alta
intensidad, provocan, en consecuencia, que las ideas de Justicia y de Derecho no
formen parte del concepto de guerra de la era postmoderna.
Las intervenciones a cargo de los organismos de control
social punitivo resultan mecanismos aptos por igual, para ocupar una nación preventivamente, o
para incapacitar a sujetos o colectivos disfuncionales, aún a sabiendas de que
guerra y derecho son nociones contrapuestas que se excluyen entre sí.
Un ejemplo de esta preeminencia desembozada de la fuerza lo
encarna la política exterior asegurativa de los Estados Unidos, que se reconoce
a sí mismo, explícitamente, como una
excepción con respecto a la ley, que se exceptúa unilateralmente -vale
destacarlo- nada menos que del cumplimienrto de los Tratados y Convenciones
internacionales sobre medioambiente, derechos humanos y tribunales
internacionales, arguyendo, por ejemplo, que sus militares no tienen por qué atenerse
a las normas que obligan a otros en cuestiones tales como los ataques
preventivos, el control de armamentos, las torturas, las muertes
extrajudiciales y las detenciones ilegales.
En este sentido, la “excepción estadounidense remite a la
doble vara de medir de que disfruta el más poderoso, es decir, a la idea de que
donde hay patrón no manda marinero. Estados Unidos también es indispensable,
según la definición de Albright,
sencillamente porque tiene más poder que nadie”[4], y
lo usa discrecionalmente dentro y fuera de sus fronteras (el prevencionismo
extremo en materia internacional es un equivalente de las leyes de inmigración
de Arizona, la doctrina de las ventanas
rotas o la tolerancia cero que
caracterizan su Política criminal, lo que da idea de lo que significa -también-
un Derecho penal globalizado construido en esta misma clave).
Coexistimos con un estado de emergencia y,
consecuentemente, con un “Derecho penal de emergencia” que se expresa en un
pampenalismo que recurre de ordinario al aumento de las penas, la derogación o
relajamiento de las garantías procesales y constitucionales, las medidas
predelictuales y la afirmación de la tesis retribucionista extrema del
“merecimiento justo” (de pena), en sustitución
del ideal resocializador.
Es obvio que no puede ser éste el programa sobre el que se
asiente el Derecho penal democrático del futuro, tanto a nivel interno de los
Estados como en el plano internacional.
La
violencia que se ejercita en estos términos se concibe ahora como “fuerza legítima”, en cuanto logra demostrar la efectividad de esa misma
fuerza -a diferencia de lo que acontecía en el viejo orden internacional-
resignificándose así el concepto de “guerra justa” a partir de la reducción del derecho a una cuestión de
mera eficacia.
La otra
gran perplejidad que nos plantea el sistema jurídico imperial radica,
justamente, en la dudosa corrección de denominar “derecho” a una serie de técnicas y prácticas fundadas en un estado de excepción permanente y a un
poder de policía que legitima el derecho y la ley únicamente a partir de la
efectividad, entendida en términos de
imposición unilateral de la voluntad[5].
El Derecho
supranacional, aún en pleno estado de desarrollo global, influye decididamente
en los clásicos Derechos de los Estados-nación y los reformula en clave de
estas lógicas binarias.
Ese
proceso de reconfiguración de los Derechos internos se lleva adelante mediante
la segunda peculiaridad del sistema penal internacional actual: el llamado “derecho de intervención”.
Los
Estados soberanos o la ONU, como bisagra entre el derecho internacional clásico
y el derecho imperial, ya no intervienen en caso de incumplimiento de pactos o
tratados internacionales voluntariamente acordados, como acontecía en la
modernidad temprana.
En la
actualidad, estos sujetos políticos, legitimados por el consenso o la eficacia
en la imposición de la voluntad y lógicas de control policial, intervienen
frente a cualquier “emergencia”
con motivaciones “éticas”
tales como la paz, el orden o la democracia[6].
Algo
análogo acontece al interior de los Estados-nación: las reiteradas reformas de
los sistemas penales y procesales de las últimas dos décadas han apelado en
todos los casos al adelantamiento de la intervención corcitiva, el
endurecimiento de las penas, el aumento desmedido de la punición, el
debilitamiento del programa de garantías penales y procesales, la
desformalización del derecho y la anticipación de la reacción punitiva[7].
Por eso,
tanto a nivel local como global, asistimos al fenómeno de una ciudadanía
que naturaliza el aumento
geométrico del número de personas privadas de libertad y la policización
de las reacciones contra las “clases peligrosas”[8], operaciones éstas que producen verdaderas masacres,
descriptas como guerras de “baja intensidad” u operativos policiales
de “alta intensidad”, o el relajamiento de los derechos y garantías
liberales.
El Derecho
internacional, como todas las construcciones holísticas de la modernidad, entró
en una severa crisis con el advenimiento de la sociedad postmoderna, a partir
de la imposibilidad aparente de concretar las grandes utopías del siglo pasado,
en especial la de construir una “paz duradera” (que era prometida ya en
las sociedades imperiales antiguas).
La crisis
de los grandes relatos contribuyó, por una parte, a disolver los lazos de
solidaridad, produciendo el paso de colectividades sociales al estado de una
masa compuesta de “átomos individuales”[9], en
la que los grandes proyectos colapsan a manos de un individualismo hedonista
exacerbado, que no atiende ya a los antiguos “polos de atracción”; por la otra,
esta revolución insondable de la postmodernidad impactó también, decididamente,
sobre el derecho entendido como un conjunto de normas, de prácticas, de
narrativas y de valores.
Si se
acepta como correcta la tesis de la existencia de un organismo supranacional de
producción normativa -la ONU- capaz de desempeñar un papel jurídico soberano,
deberá agregarse la posible gestación de nuevos derechos al interior de las
naciones sin estado, protagonizado por “minorías” subalternas que no responden a la verticalidad con la que
se organiza dentro del Imperio el Derecho internacional[10].
Es un
hecho notorio que Estados Unidos no apoyó la formación de la Corte Penal
Internacional establecida por el Estatuto de Roma, ni tampoco ratificó el
Estatuto que entrara en vigor el 1 de julio de 2002[11].
A pesar de
esta conducta renuente estadounidense a integrarse de manera igualitaria a la
comunidad jurídica internacional, el 12 de julio de 2002, el Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas aprobó la resolución 1422 (2002) que impide
investigar o procesar a funcionarios y personal, en funciones o no, de los
Estados que no son parte en el Estatuto por acciones y omisiones relacionadas
con operaciones para el mantenimiento de la paz autorizadas por las Naciones
Unidas. El 12 de junio de 2003, la resolución 1487 (2003) renovó ese mandato
por el término de un año a partir del 23 de julio de 2003[12].
Este tipo
de resoluciones sucesivas podría sugerir una profundización de las asimetrías
en función de la relación de fuerzas favorables a las superpotencias.
Además, y
pese a no ratificar el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional,
Estados Unidos propuso un tribunal internacional para Saddam Hussein[13].
Conocemos el aberrante final de este “juicio”.
Lo propio
ha pasado en experiencias escandalosas como las que exhibió el comportamiento
del TPIY.
Por eso, cualquier
interpretación que se intente hacer respecto de la sociedad de la modernidad
tardía y sobre las particularidades del Derecho penal internacional actual -a
partir de octubre de 2009- debe incluir una necesaria referencia a la crisis
más profunda que registra el capitalismo global desde 1929.
Es de
reconocer que el impacto ha sido de tal magnitud que ha logrado transformar las
predicciones y certezas habituales de los analistas económicos, en incógnitas
diversas, hasta ahora sin respuestas.
Las
preguntas de los economistas y las distintas agencias estatales mundiales se
reparten entre las irresueltas incógnitas que
intentan diagnosticar el alcance, la duración y la profundidad de estas
drásticas transformaciones, y las que se plantean “qué
hacer” frente a las mismas.
Hasta
ahora, el sistema ha intentado recomponerse con rápidos reflejos y pragmáticas
recetas, adoptadas a partir de la crisis estadounidense y luego mundial,
mediante un paquete de medidas duramente ortodoxas que se direccionan a
auxiliar financieramente a la banca, a costa de brutales ajustes y recortes del
gasto público de los Estados, que impactan, como siempre ocurre, en el bolsillo
y la economía de los sectores populares.
Pero las
verdaderas y últimas razones de la crisis, su
naturaleza y sus consecuencias sociales, constituyen cuestiones no
dilucidadas por parte de los operadores financieros, las corporaciones
multinacionales y los medios de comunicación occidentales. La magnitud del
quebranto ha provocado también disidencias al interior de los intelectuales
progresistas de todo el mundo.
Algunos piensan al respecto lo siguiente: “Esta crisis financiera
no es el fruto del azar. No era imposible de prever, como pretenden hoy altos
responsables del mundo de las finanzas y de la política. La voz de alarma ya
había sido dada hace varios años, por personalidades de reconocido prestigio.
La crisis supone de facto el fracaso de los mercados poco o mal regulados, y
nos muestra una vez más que éstos no son capaces de autorregularse. También nos
recuerda que las enormes desigualdades de rentas no dejan de crecer en nuestras
sociedades y generan importantes dudas sobre nuestra capacidad de implicarnos
en un diálogo creíble con las naciones en desarrollo en lo que concierne a los
grandes desafíos mundiales”[14].
Otros, por
el contrario, exigen desde el centro del poder financiero que “el sistema
financiero debe ser recapitalizado, en este momento, probablemente con ayuda
pública. En la base de esta crisis se encuentra el hecho de que el sistema
financiero, como un todo, dispone de poco capital. Aun cuando el sistema se
está encogiendo y los malos activos están siendo eliminados, muchas
instituciones seguirán careciendo de capital suficiente para proveer de manera
segura crédito fresco a la economía. Es posible para el Estado proveer capital
a bancos en formas que no impliquen la nacionalización de éstos. Por ejemplo,
muchos miembros del FMI en una situación similar en el pasado han combinado
inyecciones de capital privado con acciones preferenciales y estructuras de
capital que dejan el control de la propiedad en manos privadas”[15].
Los menos,
prefieren la cautela y admiten la falta de insumos conceptuales para
diagnosticar con alguna precisión las consecuencias futuras: “Cuando intentamos comprender un fenómeno tan complejo como
la crisis financiera actual, la primera palabra que surge es modestia. Modestia
respecto del alcance de los conocimientos que tenemos los economistas para
entender lo que está sucediendo; no digamos para aventurar lo que pueda
acontecer”[16].
Lo que no
resulta materia de disputa, hasta ahora, es que la realidad social planetaria,
a partir de la crisis, será mucho más “riesgosa” todavía, producto del descalabro de las grandes variables
económicas y financieras y las nuevas dinámicas sociales que han transformado
al riesgo en la categoría conceptual
que sintetiza y torna inteligible la realidad global; a la incertidumbre como
un dato objetivo de las nuevas sociedades, al miedo (al delito y al “otro”) en un articulador de la vida
cotidiana y al Derecho penal en un fabuloso instrumento de control y dominación
de esas tensiones sociales cada vez más profundas.
No
solamente el terrorismo (especialmente a partir del trágico 11-S y sus réplicas
ulteriores ocurridas en distintas naciones), sino asimismo los desastres
medioambientales, el multiculturalismo, el crimen organizado, la diversidad y
la violencia de subsistencia o de calle, serán las consecuencias más inmediatas
del estatus de quiebra.
También
habrá que ocuparse de las grandes crisis por la que atraviesan las sociedades
contemporáneas, las demandas de soberanía de los países emergentes, la protesta
social y la debilidad de los liderazgos, asentados en consensos precarios y
fugaces, articulados éstos por la desconfianza como valor fundante de una
sociedad nihilista en la que los ciudadanos
se vinculan con sus pares (“los otros”) a través de un escrutinio permanente y cotidiano[17]
y hasta ahora sin vocación de coaligarse detrás de proyectos colectivos.
Esa
desconfianza alcanza también, y muy especialmente, a los que encarnan el rol de
gobernar la penalidad, sus instituciones, sus narrativas y prácticas
colectivas, e influye decididamente en la construcción de las nuevas relaciones
sociales, explicando, entre otras cosas, el peligro, el riesgo y el auge de
nuevas formas de control punitivo.
Las
sociedades de riesgo son, precisamente, aquellas donde la producción de riqueza
va acompañada de una creciente
producción social de riesgos[18].
El aumento de los riesgos está produciendo consecuencias
trascendentales en el ámbito de la política, el biopoder y la gubernamentalidad
de los agregados sociales actuales.
El primer efecto lo constituye la necesariedad de la
implementación de políticas públicas tendientes a gestionar, esto es, a controlar
los riesgos, cada vez más visibilizados por la opinión pública, e
internalizados por la multitud como los nuevos miedos derivados de la
modernidad tardía.
El “riesgo” termina
completando, entonces, un nuevo metarrelato cuya densidad sería capaz de sustituir
y recomponer los paradigmas totalizantes en aparente retirada, cohesionar los
discursos y los sistemas de creencias e imponer políticas públicas defensistas.
Estas
características se observan, particularmente, en lo que atañe a las respuestas
institucionales que se adoptan en materia de conflictividad social en todo el
mundo, ya sea adelantando la punición, inocuizando a los especialmente
peligrosos y propiciando estrategias de control que recurrentemente menoscaban
las libertades públicas y las garantías individuales decimonónicas, adoptadas
siempre en aras de una mayor “seguridad”, una suerte de “concepto estrella” del Derecho penal actual[19], al que todo le está permitido, sencillamente porque “todos estamos en peligro”.
Y todos lo estamos, porque el riesgo está identificado como riesgo de daño o de
peligro.
Se trata
de un riesgo “negativo”, que el Estado debe gestionar como fin primordial que dota de sentido su razón de ser
postmoderna, dejando de lado las expectativas asegurativas que caracterizaron
al Estado de Bienestar; por ejemplo, la justicia distributiva y la igualdad, la
seguridad social, la estabilidad en el empleo, los miedos a los malestares de
clase, etcétera[20].
El riesgo,
de tal suerte, opera como una forma de gobierno de los (nuevos) problemas “a través de la predicción y la previsión. Se trata de una
tecnología que es común y familiar en el campo de la salud pública”, pero que se extiende especialmente a la justicia penal, “un campo en el que el riesgo se ha vuelto cada vez más
importante como una técnica para ocuparse de aquellos condenados por delitos,
pero también para la prevención del delito”.
(…) “El lugar central ocupado por el riesgo en el gobierno
contemporáneo es un reflejo de un cambio epocal en la modernidad. Este
desplazamiento epocal desde la “modernidad
industrial” hacia la “modernidad reflexiva” es vinculado con la
aparición de los “riesgos de la modernización”, tales como el calentamiento y el terrorismo globales.
Producto del despliegue de las contradicciones del modernismo industrial -especialmente del rápido y autodestructivo desarrollo del
cambio tecnológico conducido por el capitalismo- estos riesgos amenazan a la
existencia humana y crean una nueva “conciencia del
riesgo” que, a su vez, se torna el rasgo organizador central de la
emergente “sociedad del riesgo”.
(…).. En otras palabras, aunque las divisiones sociales tales como la clase y
el género no desaparecen, son reconstituidas en comunidades de seguridad y
protección, unidas más por los riesgos compartidos que por las necesidades
materiales en común. En esta era, las instituciones y concepciones centrales de
la modernidad son puestas en cuestión: hasta el progreso en sí mismo se vuelve
algo que es puesto en duda y sobre lo que se reflexiona críticamente”[21].
Esa
conciencia de los riesgos presentes, parte fundamental de una cultura postmoderna hegemónica unidimensional, se
vale de un retribucionismo y un prevencionismo extremos para confirmar la
vigencia de las normas sociales y anticiparse a “riesgos futuros” ocasionados
por los peligrosos, mediante un “derecho” (interno y supranacional) en estado de permanente excepción[22].
A estas
decisiones draconianas recurrentes, conduce el segundo efecto de la
gubernamentalidad de las sociedades de riesgo, que está dado por el fracaso de
las políticas públicas en la gestión de administración y control de los
peligros, y la necesidad de los gestores institucionales de apelar a un urgente
populismo punitivo como única forma de conservar sus precarios y efímeros
consensos.
El Derecho
penal establece, de esta manera, formas específicas de reacción punitiva no
sólo contra infractores incidentales de la ley, sino también contra quienes
frontalmente desafían el ordenamiento jurídico con el que se identifica la
Sociedad y a los que la dogmática funcionalista denomina enemigos, en cuanto
conculcan las normas de flanqueo que constitucionalmente configuran la Sociedad,
revelan singular peligrosidad y no pueden garantizar que van a comportarse como
personas en Derecho, esto es, como
titulares de derechos y deberes[23]. Con ellos el Estado no dialoga, sino que los amenaza y
conmina con una sanción en clave prospectiva, no retrospectiva, esto es, no
tanto por el delito ya cometido cuanto para que no se cometa un ulterior delito
de especial gravedad (v.gr., la
configuración típica de la tenencia de armas o explosivos o actos de
favorecimiento del terrorismo, como delitos autónomamente incriminados, para
evitar la comisión de un atentado terrorista de gran magnitud destructiva).
Se ha
afirmado al respecto que “… el Derecho penal del enemigo es, tal y como lo
concibe Jakobs, un ordenamiento de
combate excepcional contra manifestaciones exteriores de peligro, desvaloradas
por el legislador y que éste considera necesario reprimir de manera más
agravada que en el resto de supuestos (Derecho penal del ciudadano). La razón
de ser de este combate más agravado estriba en que dichos sujetos (“enemigos”)
comprometen la vigencia del ordenamiento jurídico y dificultan que los
ciudadanos fieles a la norma o que normalmente se guían por ella (“personas en
Derecho”) puedan vincular al ordenamiento jurídico su confianza en el
desarrollo de su personalidad. Esa explicación se basa en el reconocimiento
básico de que toda institución normativa requiere de un mínimo de corroboración
cognitiva para poder orientar la comunicació en el mundo real. De la misma se
deriva, no sólo un derecho a la seguridad
(Recht auf Sicherheit), sino un
verdadero derecho fundamental a la
seguridad (Grundrecht auf
Sicherheit)”[24].
Es
necesario, no obstante, establecer algún tipo de precisiones con respecto al
Derecho penal de enemigo, toda vez que la noción ha sido simplificada, muchas
veces descontextualizada y desinterpretada en lo que tiene que ver con su
filiación histórica, sociológica y política.
La guerra ha sido el medio, tan eficaz como brutal,
mediante el cual el sistema capitalista
mundial ha superado sus crisis cíclicas, reconvertido su economía de paz,
disputado mercados coloniales y atravesado las grandes depresiones y las
dificultades que se plantearon a los procesos de acumulación y expansión del
capital.
Se ha afirmado: “En la etapa imperialista todos los
territorios coloniales ya se han repartido, lo mismo que las zonas de
influencia. Más necesitado aun de territorios económicos que en su afable ciclo
anterior, el imperialismo procede a una redistribución periódica del mundo
colonial. La penetrante observación de Clausewitz
cobra aquí pleno valor: “la guerra es la continuación de la política, pero por
otros medios. El apetito de materias primas, combustibles y mano de obra
barata, una irrefrenable necesidad de nuevas zonas para la inversión de
capitales, el control de las comunicaciones y la disputa feroz por los mercados
mundiales, son otros tantos signos distintivos del imperialismo contemporáneo.
(…) Las guerras devastadoras entre las potencias imperialistas rivales o el
“talón de Aquiles” fascista contra el proletariado llegan a ser las armas
primordiales en la lucha moderna por la plusvalía mundial”[25].
A través de la historia, el capitalismo ha superado sus crisis mediante la apelación
recurrente a la guerra. Los períodos de pacificación han permitido, en cada caso, una reconversión
de su economía y posibilitado nuevas etapas cíclicas de recomposición del
sistema a escala planetaria.
La guerra ha implicado además, desde siempre (en la
psicología, las representaciones y las intuiciones de las multitudes), un
elemento de galvanización social que, como denominador común de los Estados
soberanos durante la modernidad temprana, ha desatado enormes reacciones de
patriotismo y una necesaria coalición entre los partidos liberales y las
burguesías de los países centrales, que apelaron a las conflagraciones como
forma de hacer frente a las crisis sistémicas del capitalismo financiero[26].
Sin embargo, la guerra ha experimentado también importantes
transformaciones conceptuales y simbólicas. Desde los albores de la Modernidad,
y hasta comienzos del siglo pasado, la guerra era una cuestión que incumbía
únicamente a los Estados y se dirimía exclusivamente entre ellos.
Los enemigos, integrantes de los ejércitos regulares de
potencias extranjeras, eran reconocidos “como
iustus hostis (esto
es, como enemigo justo en el sentido,
no de ‘bueno’, sino de igual y, en tanto que igual,
apropiado) y distinguido tajantemente del rebelde, el criminal y el pirata.
Además, la guerra carecía de carácter penal y punitivo, y se limitaba a una
cuestión militar dilucidada entre los ejércitos estatalmente organizados de los
contendientes, en escenarios de guerra concretos que finalizaba mediante la
concertación de tratados de paz que incluían el intercambio de prisioneros y
cláusulas de amnistía”[27].
Ya en la Primera Guerra imperialista, se advirtió una
modificación cualitativa y cuantitativa en las formas de concebir y llevar a
cabo los enfrentamientos armados. Los cambios en la táctica y la estrategia
bélica acompañaban la evolución tecnológica y los progresos científicos, que
eran a su vez los emergentes de nuevas formas de articulación y ordenamiento
del poder mundial, el derecho internacional, la soberanía y los Estados.
Si bien la contienda quedaba ahora limitada a los
ejércitos, las nuevas tecnologías de la muerte y las formas masivas de
eliminación del enemigo, constituyeron el prólogo de la masacre que durante la
Segunda Guerra enlutó al planeta, con la devastación sin precedentes de la población
civil, ciudades arrasadas, la utilización de armas atómicas, y el juzgamiento
final de los vencidos por parte de los primeros tribunales competentes para
entender respecto de la comisión de crímenes contra la Humanidad. Esa fue la
última gran confrontación entre naciones, entendido el concepto con arreglo a
las pautas tradicionales mediante las que hemos incorporado culturalmente el
concepto de guerra.
Las guerras actuales, en cambio, ya no son cruzadas
expansionistas tendientes a anexar territorios, ni a imponer una determinada
voluntad o ganar espacios en la disputa por mercados internacionales.
Por el contrario,
representan hoy en día una disputa cultural, se llevan a cabo con la
pretensión de imponer valores, formas de gobierno y estilos de vida, que
coinciden con un sistema económico y político determinado: la democracia
capitalista impulsada por el Imperio, una novedosa figura supranacional de
poder político[28]
.
Por lo tanto, a partir del desmembramiento de la ex Unión
Soviética y la caída del Muro de Berlín, el Imperio fue el encargado de
administrar el aniquilamiento de los enemigos, en una confrontación que debe
acabar necesariamente con la colonización cultural, territorial y económica de
los “distintos” -generalmente estigmatizados como “terroristas”- en un mundo
unipolar.
Estas características se exacerbaron, indudablemente, a
partir del 11-S y el incremento del riesgo que surge del primer ataque sufrido
por los Estados Unidos en su propio territorio, aunque habían formado también
parte del arsenal ideológico y cultural de los genocidios reorganizadores
perpetrados luego de la segunda guerra mundial.
La inmediata decisión de enfrentar al terrorismo apelando a
cualquier tipo de medios, adquirió una renovada significación de “guerra justa”, en la que no era
valorada positivamente la condición pacífica de la neutralidad que caracterizó
al derecho de gentes hasta el siglo
XIX.
En cambio, la participación en este tipo de conflictos pasa
a ser exhibida como una obligación
moral, asumida para contrarrestar o neutralizar
los riesgos que supone la supervivencia de los enemigos. Cualquier
medio, entonces, es válido para eliminar a los enemigos, incluso antes de que
éstos hayan llevado a cabo conducta de agresión u ofensa alguna[29].
Todo es legítimo si lo que quiere preservarse es un
determinado orden global, liderado de manera unilateral. Precisamente, para que
ese poder único alcance los fines proclamados de la paz y la democracia, “se le concede la fuerza indispensable a los efectos de
librar -cuando sea necesario- guerras
justas en las fronteras, contra los bárbaros y, en el interior, contra los
rebeldes”[30].
La censurable noción de “guerra
justa” -vale señalarlo- estuvo vinculada a las representaciones
políticas de los antiguos órdenes imperiales, y había intentado ser erradicada,
al parecer infructuosamente, de la tradición medieval por el secularismo
moderno.
Entonces -y también ahora-
supuso una banalización de la guerra y una banalización y absolutización del
enemigo en cuanto sujeto político. A este último se le banaliza como objeto de
represión, y se lo absolutiza como una amenaza al orden ético que intenta
restaurar o reproducir la guerra, a través de la legitimidad del aparato
militar y la efectividad de las operaciones bélicas para lograr los objetivos
explícitos de la paz, el orden y la democracia[31].
El caso testigo de esta nueva impronta de la guerra lo
configura la política exterior de los Estados Unidos, que pese al cambio de su
administración y el padecimiento de una fenomenal crisis financiera y política
interna, podría igualmente emprender en el futuro una nueva cruzada ética
contra Irán o Corea del Norte, cuando no ha logrado todavía saldar
decorosamente sus cruentas intervenciones policiales en Irak y Afganistán.
Al respecto, se ha entenido que el 11 de septiembre ha
cambiado nuestra subjetividad de ciudadanos de occidente, ha puesto al
descubierto la falsa conciencia de nuestra invulnerabilidad, la ilusión
inconsistente de nuestra seguridad eterna, el miedo a que “nosotros” engrosemos
la lista de víctimas que, durante otras catástrofes terribles de la segunda
mitad del siglo XX, afectaban a un mundo que considerábamos exterior, habitado por otros, de cuya existencia y padecimientos el primer mundo tomaba
conocimiento a través de las plácidas lecturas de los periódicos o mirando en
la televisión programas informativos que relataban guerras sin muertos, heridos
ni destrucción masiva[32].
Nosotros creemos que desde la reformulación del rol de la
OTAN, puesto de manifiesto con el ataque a Yugoslavia, se construyó un nuevo
control global punitivo, que ahora se expresa en distintas latitudes, regiones
y continentes.
Ese control no solamente se expresa con las ingentes
rovocaciones a una Rusia de nuevo y decisivo protagonismo en el contexto
global, sino también en una multiplicidad de intervenciones policiales de alta
intensidad y guerras de baja intensidad asociadas a golpes de mercados y
“primaveras” que se diseminan por todo el mundo, incluyendo, desde luego, a
América Latina.
Todas esas intervenciones van precedidas de gigantescas
campañas propagandísticas destinadas a manipular la opinión pública mediante
los grandes medios de comunicación afines. Las guerras, ahora, no comienzan con
bombas, sino con mentiras, ha señalado Michel Collon.
También, ese proceso ha ganado un generoso espacio en
materia cultural, fascistizando las relaciones internacionales y legitimando el
derecho penal de emergencia a través de retóricas vindicativas y utilitaristas,
que se han insertado exitosamente en las lógicas de los ciudadanos de la aldea
global.
“En los quince años
transcurridos desde entonces, el mundo imperialista no aprendió nada ni olvidó
nada. Sus contradicciones internas se agudizaron. La crisis actual revela una
terrible desintegración social de la civilización capitalista, con señales
evidentes de que la gangrena avanza”, decía León Trotsky en 1932[33] , en un trabajo que describía las crisis cíclicas del
capitalismo y su imbricación con las guerras. La cita conserva una dramática actualidad
y se asemeja demasiado a una profecía autocumplida.
Puesto en marcha, desde hace décadas, como hemos visto, un
sistema penal global de indudable rigor y verificada selectividad en materia de
gravísimas infracciones contra los Derechos Humanos de importantes colectivos
de víctimas, se hizo necesario poner al descubierto algunas particularidades
que plantea la realidad mundial contemporánea, absolutamente distinta de la que
existía hace apenas unos años.
La
profundidad de la crisis capitalista, desatada hace apenas un lustro, ha
influido de manera directa en el Derecho penal internacional actual.
En efecto,
el impacto de la crisis sobre los estados nacionales, su economía y su cultura,
no reconoce precedentes cercanos en el tiempo.
Por un
lado, las medidas adoptadas a todo nivel por los países centrales no han dado
los resultados esperados. Más bien, en algunos casos, han profundizado la
zozobra y acrecentado los temores de amplias capas de las sociedades
occidentales.
La
sensación generalizada de estar frente a una crisis de cualidades diferentes,
la emergencia de un mundo multipolar en materia de desarrollo económico, que a
la vez conserva vigente la figura de un gigantesco gendarme imperial, en
materia militar, han acrecentado la apelación a la categoría de las sociedades
“de riesgo”.
Las
incertidumbres abismales configuran el nuevo organizador de las vidas
cotidianas, a la sazón, el nuevo nombre del miedo, consustancial a las
sociedades tardomodernas.
Las
demandas de mayor soberanía de los bloques emergentes, la protesta social
universal, la fugacidad de los liderazgos de todo orden, en el marco de una
crisis estructural, ayudan a construir sociedades globales nihilistas,
articuladas por la desconfianza, los miedos
y la percepción de que el futuro se ha vuelto indudablemente más
complejo.
Los encargados de gobernar la penalidad en el
mundo, han sido también alcanzados por esa desconfianza, y su reacción
recurrente ha sido crear formas regresivas de control punitivo de los
distintos, considerados a priori peligrosos. Para constatar la verosimilitud de
esta afirmación no hay más que hacer un seguimiento de la evolución de los
nuevos paradigmas del penalismo contemporáneo.
El incremento de los nuevos riesgos ha operado cambios
trascendentales en la forma de concebir el biopoder, gestionar la
gubernamentalidad y establecer la política criminal de los Estados y de la
Comunidad Internacional, que se expresan actualmente mediante un deterioro
sostenido de los derechos y garantías de las personas criminalizadas, y en un
prevencionismo y un retribucionismo penal de perfiles inéditos, que han
transformado al derecho en un insumo en estado de excepción permanente.
El Derecho
penal interno de los Estados, opera en la actualidad con las mismas categorías
que el sistema penal internacional, acercando, como nunca antes, sus lógicas, a
la de la guerra.
La
analogía no es azarosa: el capitalismo ha saldado sus crisis cíclicas
recurriendo invariablemente a las guerras. La guerra, expresada como
gigantescas operaciones de limpieza de clase dirigidas contra los “enemigos”,
condiciona indudablemente al Derecho Penal Internacional contemporáneo.
Si bien el
neoliberalismo, que hace menos de tres décadas se autoerigía como el relato
único que ponía fin de la historia, ha resultado ser el paradigma más corto de
la historia humana.
El Consenso de Washington y sus recetas han colapsado
estructuralmente, y buena parte de la supervivencia del capitalismo global
depende de su eficacia para encubrir su política de control, bajo el pretexto
de un combate sostenido contra nuevas amenazas como el terrorismo, las
dictaduras populistas, o las difusas y nunca comprobadas amenazas nucleares.
[5] Agamben,
Giorgio: “Estado de Excepción”, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, p.
58.
[6] Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Imperio”, Editorial
Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 33.
[7] Hardt,
Michael - Negri, Antonio:
“Multitud. Guerra
y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate,
Buenos Aires, 2004, p. 35.
[8] Hardt,
Michael - Negri, Antonio:
“Multitud. Guerra
y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate,
Buenos Aires, 2004, p. 39.
[9] Lyotard,
Jean-Francois: “La condición postmoderna”, Editorial Cátedra, Madrid, 2000, p.
36.
[10]
Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de control social en las
naciones sin Estado”, que se encuentra disponible en www.derecho-a-replica.blogspot.com
[11] Pinto,
Mónica: “El Derecho internacional. Vigencia y desafíos de un escenario
globalizado”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p. 163.
[12]
Pinto, Mónica: “El Derecho
internacional. Vigencia y desafíos de un escenario globalizado”, Editorial
Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008,
163 y 164. También en este caso, resultan como mínimo cuestionables las
remanidas “operaciones para el mantenimiento de la paz”, que no han sido sino
agresiones deliberadas, que costaron la vida de centenares de miles de personas
en la Ex Yugoslavia,
Irak, Afganistán, Libia, etcétera.
[13] Pinto,
Mónica: “El Derecho internacional. Vigencia y desafíos de un escenario
globalizado”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, 164.
[14] Delors, Jacques y Santer, Jacquees, ex presidentes de la Comisión Europea;
Helmut Schmiidt, ex canciller
aleman; Máximo d'Alema, Lionel Jospin, Pavvo Lipponen, Goran Persson,
Poul Rasmussen, Michel Rocard, Daniel Daianu, Hans Eichel,
Par Nuder, Ruairi Quinn y Otto Graf Lambsdorf: “La crisis no es el fruto del azar”,
disponible en http://www.lainsignia.org/2008/junio/int_002.htm
[15] Strauss-Kahn, Dominique, edición
del día 23 de septiembre de 2008 del
diario “La Nación”, disponible en http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1052547
[16]
Torrero Mañas, Antonio: “La crisis financiera internacional”,
Instituto Universitario de Análisis Económico y Social”, Universidad de Alcalá,
texto que aparece como disponible en
http://www.iaes.es/publicaciones/DT_08_08_esp.pdf
[17] Rosanvallon, Pierre: “La
contrademocracia”, Editorial Manantial, Buenos Aires, 2007.
[18] Climent
San Juan, Víctor: “Sociedad del Riesgo: Producción y Sostenibilidad”,
Revista de Sociología, N°. 82, 2006, p. 121, disponible en
http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2263896.
[19] Polaino
Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en
las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las
sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p.76.
[20] O´Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”,
Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 168 y 169.
[21] O´ Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”,
Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 21 y 22.
[22] Agamben, Giorgio: “Estado de excepción”,
Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, p. 6.
[23] Polaino
Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en
las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las
sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p. 76.
[24] Polaino-Orts, Miguel: “Verdades y
mentiras en el Derecho penal del enemigo”, en Revista de l Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales,
Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), nueva serie, año 5, nº 9, Editorial
Dunken, Buenos Aires, 2011, pp. 426 s.
[25] Ramos, Jorge Abelardo: “América Latina: un país”, Ediciones Octubre,
Buenos Aires, 1949, p. 16.
[26]
Aguirre, Eduardo Luis: “Inseguridades
globales y sociedades contrademocráticas. La desconfianza como articulador del
nuevo orden y como enmascaramiento de las contradicciones Fundamentales”, en “Elementos de Política Criminal. Un
abordaje de la Seguridad en clave democrática”, Universidad
de Sevilla, trabajo de investigación presentado para la obtención del DEA,
Programa de Doctorado “Derecho Penal y Procesal”, Universidad de Sevilla, 2010.
[27] Frade, Carlos: “La nueva naturaleza de la guerra en el
capitalismo global”, Le Monde Diplomatique en español, septiembre de 2002,
disponible en http://www.sindominio.net/afe/dos_guerra/naturaleza.pdf
[28] Hardt, Michael- Negri, Antonio: “Multitud.
Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos Aires, 2004, p
41.
[29]
Hardt,
Michael - Negri, Antonio:
“Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos
Aires, 2004, p 30.
[30] Hardt,
Michael - Negri, Antonio:
“Imperio”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 27. En este caso, lo
ocurrido en Irak importa un ejemplo por demás elocuente. Los invasores (la denominada
“Autoridad Provisional de Coalición Iraquí”) fueron habilitados para “colaborar” en la
creación de un Consejo de Gobierno,
compuesto fundamentalmente por “notables” afines a los intereses
norteamericanos, durante cuya “administración” entraría en vigencia
originariamente, desde el 10 de diciembre de 2003, el Alto Tribunal Penal Iraquí, que debería
juzgar (ratione materiae) las graves
violaciones a los derechos humanos (crímenes de guerra, delitos de lesa
humanidad y demás delitos considerados en la legislación interna
iraquí),cometidas entre el 17 de julio de 1968 y el 1° de mayo de 2003 (ratione temporis, según artículos 1 y 10
del Estatuto), abarcando los crímenes cometidos en Irak, pero también en la
guerra contra Irán y la
Invasión de Kuwait (ratione
loci). El Tribunal de Irak, en cuyas conformación y decisiones tvieron
activa participación juristas estadounidenses e igleses, debió ser constituido
con la participación de la ONU,
por tratarse de la persecución de crímenes contra el derecho internacional, que
no hubieran sido juzgados libremente por las autoridades iraquíes (al menos de
esta manera) si no hubiera mediado la invasión; contó con jueces de “identidad
reservada”, con la excepción de su presidente, que dimitió a los 4 meses de
comenzada su gestión denunciando presiones del gobierno provisional; violó las
garantías básicas del debido proceso, y fue un ejemplo de conversión ex post
facto de la guerra en “derecho”.
[31] Hardt,
Michael - Negri, Antonio:
“Imperio”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 29.
[32]
Ferrajoli, Luigi: “Las razones del pacifismo”, http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=174865.
El recuerdo de las sórdidas imágenes televisivas de la Guerra del Golfo y la
invasión ulterior de Irak remiten a esta nueva versión de guerras sin
consecuencias visibles, que reflejan contradicciones políticas de por sí
difícilmente inteligibles, de manera direccionada y tendenciosa.
[33]
“Declaración al Congreso contra la guerra de Ámsterdam”, que se halla disponible
en http://www.ceip.org.ar/escritos/Libro2/ContextHelp.htm,
2008.