Hace pocos días ensayábamos una reflexión sobre lo que podría sobrevenir en nuestro país una vez que se superara la preocupante incidencia del coronavirus. En ese artículo (“El día después”) nos planteábamos la necesidad de fortalecer lo Común, lo solidario, lo colectivo frente a lo grave. Imaginábamos, en algunos de sus párrafos, un ensanchamiento y a la vez una recuperación del concepto ancestral de comunidad, de la democratización de un sentí/pensar amoroso fortalecido en la adversidad, y nos representábamos a esta última como un combustible capaz de hermanarnos, quizás definitivamente, en nuestra condición humana y nuestra convivencia futura. Una esperanzada pulsión de vida atravesaba algunos de esos tramos.
“Hay algo de lo comunitario –señalábamos entonces- que intenta volver como camino posible que nos permita hacer frente a la pandemia, pero también nos permitirá reconstruirnos, como un sentimiento pleno y colectivo de comunidad. Pero este sentimiento se presenta la más de las veces como inestable”.Existe algo que el psicoanálisis nos ha enseñado desde sus inicios y que está vinculado a ese agujero o división constitutiva del sujeto con la que cada uno debe arreglárselas para que la vida humana y el lazo social sea posible aún en la imposibilidad del mismo.
Por estos días se verifican claramente -como señala el filósofo y escritor español Jorge Lago- dos formas distintas, aunque entrelazadas, de miedo: el miedo al contagio y el miedo a contagiar.[1]
De cómo se resuelva la tensión que supone la relación entre ambos miedos en la población y en nuestra propia subjetividad, dependerá –sigue diciendo el autor- “la dirección que tome la salida política y social a la crisis que atravesamos”.
En el miedo a contagiar se materializa la dimensión colectiva de la experiencia humana, el vivir en y con los otros, haciendo un llamamiento a la propia responsabilidad que deviene de ese vínculo, de esa forma de vivir en común unión, de ese modo de constituir el lazo social.
Hay una apelación al “#quedateencasa” como significante de cuidado, no sólo del propio cuidado sino de todos aquellos que se encuentran en situación de mayor vulnerabilidad frente al virus. Y esta referencia al cuidado como significante solidario, comunitario, donde la acción singular de cada uno de nosotros entreteje una respuesta colectiva contrasta y mucho con la colonización de las subjetividades que propone el dispositivo neoliberal en esta fase tardía del capitalismo. La meritocracia como salida individual, el mercado como regulador no solo de la economía sino del goce y el estado como espectador privilegiado de las consecuencias que el sistema produce.
El otro miedo del que nos habla Lago es el miedo al contagio. Y en virtud de este último se multiplican llamamientos a la seguridad, que la mayoría de las veces asientan en modelos autoritarios, en nuevas formas de control social punitivo y fundamentalmente en el recrudecimiento del odio.
Las redes sociales son una suerte de hervidero de agravios, adjetivaciones, descalificaciones y una demonización inquisitiva respecto de las propias víctimas de la enfermedad, que por haber cometido el pecado de viajar eran asumidas como responsables del quebrantamiento de un orden incontaminado de apariencia insular. Como un enemigo. Esto último lo vivimos muy de cerca todos. Esas conductas “desviadas” respecto de un orden homogéneo y unánime se producían, además, justo en el marco de la declaración de una “guerra contra un enemigo invisible”, otro concepto peligroso, castrense, homogeneizante y binario que se afianzó en los últimos días, y que también permea al discurso médico. Algo de lo que ya se ocupara Susan Sontag, allá por la década de los 70 y los 80 en sus textos “La enfermedad y sus metáforas” y luego en “El Sida y sus metáforas”.
Pero quisiéramos detenernos en el ideal que se encuentra en el reverso del miedo al contagio. Éste podría ser un resumen alegórico: si yo estoy sano y en riesgo, no son mis conductas las que me protegen o me exponen, sino las conductas de los otros, los que están afuera, los que vienen de un afuera desconocido y riesgoso. Una reaparición rampante y actualizada del mito platónico de La Caverna.
Como sabemos, todo ideal de “pureza”, o también de un orden “puro,” se sostiene en la segregación de los diferentes o en el rechazo de aquellos que enfermando condensarán el odio, sobre quienes se localizan todos los males. Una versión de racismo en apariencia menos brutal. Las prosas desmañadas reflejaban una comprensible preocupación, convertida en vindicta pública, en la construcción de un chivo expiatorio a quien se sacrificaba en su subjetividad para aventar el castigo sobrenatural que se había abatido sobre la comunidad ideal. En algunos casos, una caracterización furibunda que apuntaba contra lo que se intuía la forma de gozar de un vecino enfermo. Se odia la particular manera en que el otro goza. Pero además ese rechazo se conjuga con un nuevo miedo. Así como el hombre “primitivo” le temía a los fenómenos naturales, el habitante del Medioevo a Dios, el homo economicus de la modernidad a la “caída social”, el contemporáneo al “otro”, aparece ahora un nuevo miedo. El miedo al contagio. Un miedo que condensa el estado de emergencia. Que avala el de excepcionalidad y pone al descubierto lo peligroso de abordar una enfermedad como una cuestión de seguridad.
De un momento a otro, sin mediación alguna, la víctima (o al menos algunas de ellas: la que tuvo el infortunio de viajar y contraer el virus, seguro) se ha transformado en un réprobo, una suerte de extraño-extranjero para la propia comunidad, alguien que ya no pertenece a ella, y que como tal debe ser tratado. Hay algo del orden de lo in-humano, aquello que no está regido ni por lo fraterno ni por la empatía.
Esa reacción no puede dejar de asociarse a otros intentos segregativos que, en épocas de crisis, a lo largo de la historia y también en medio de la pandemia que nos agobia, intentaba interponer barreras –incluso físicas- entre los propios y lo extraño, lo que podía ser portador de un daño que nos afectara en nuestra intimidad ordenada, normalizada, idealizada.
Estas réplicas resultan muy preocupantes, si hemos de convenir que solamente lo Común, lo solidario, lo humanitario podrá recuperarnos una vez que ceda la pandemia.
Jorge Alemán distingue el "común" que es un "para todos" capitalista o totalitario, de un Común con mayúscula que describe así: "Un estar juntos, un ser con los otros, en un proyecto sin garantías, donde lo Común no está dado de antemano sino que es la contingencia que se puede encontrar en el arte, en el amor, en la amistad y en el orden específicamente político”[2]
La categoría de lo Común contrasta con la drasticidad de aquellas reacciones sociales, que además coinciden con la exacerbación de los nacionalismos y los particularismos en todo el mundo. Todas ellas reconocen una antigua data y siempre fueron coincidentes con las peores concepciones del ser humano. La idea de la existencia de extraños a la comunidad fue amasada en los años treinta del siglo pasado por notables juristas nazis, por ejemplo. Así, se dictó una norma que permitió a Alemania perseguir a los diferentes, los peligrosos, las personas de “menor valor” que no debían ser consideradas parte de la comunidad, en un anticipo de lo que vendría. Y eso es lo que sí debe preocuparnos. Y preocuparnos implica la tarea de tratar de entender qué es lo que anida en esas proscripciones.
Freud localiza la pulsión de muerte como algo que disgrega y separa, que atenta contra el otro, pero también contra uno mismo. Lacan nos advierte tempranamente que el origen de la fraternidad está en la segregación. En su “Proposición del 9 de octubre de 1967 expresa: “Nuestro porvenir de mercados comunes será balanceado por la expansión cada vez más dura de los procesos de segregación”[3]. La figura de balanza representa a modo de símbolo esta afirmación. El ideal de los mercados comunes por un lado y los procesos de segregación por el otro. Eros y Thanatos en el modelo freudiano. Cuando el equilibrio entre las fuerzas vitales y las destructivas se rompe debemos prepararnos para lo peor.
La conjunción entre capitalismo, ciencia, tecnología y mercado financiero pareciera no tener fin. No hay límite a esa conjunción ni al ideal de “progreso” infinito que durante tantos años se acuñó por parte del idealismo y luego del positivismo. ¿La crisis mundial generada por esta pandemia podrá operar como un ordenador simbólico que permita hacer una lectura retrospectiva desde una perspectiva ética? Pongamos, por las dudas, entre paréntesis a Slavoj Zizek y a Byung-Chul Han. Lo que ha de suceder finalmente es sencillamente inescrutable.
[1] Lago, Jorge: “El futuro del miedo” disponible en: https://www.ieccs.es/2020/03/23/el-futuro-del-miedo/?fbclid=IwAR3oz9n0FQFlfGmpuh0XBrvHlhwVnE5jCwdweU10NAw7z-fzZHwzRzBy-vY
[2]Alemán, Jorge. “Soledad:Común. Políticas en Lacan. Buenos Aires, Capital Intelectual. 2016. Pág. 60
[3] Lacan, J.: “Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela”. Disponible en http://www.foropsicoanaliticopaisvasco.org/Textos_institucionales/Proposicion-9octubre-IF-EPFCL.pdf