Por Liliana Ottaviano
Hace tiempo ya que habitamos un momento en el que aquella pregunta insistente del estribillo de Divididos —¿Qué ves, qué ves cuando me ves?— resuena con una vigencia inquietante. No es sólo una pregunta dirigida al otro, sino una interpelación sobre el modo en que miramos, sobre la verdad de esa mirada, y sobre lo que cada uno elige —o necesita— ver.
Vivimos en una época donde la verdad y la mentira parecen haber perdido su diferencia estructurante. Ambas se presentan con el mismo peso en la configuración de una realidad que, más que compartida, se torna segmentada y a medida. Según lo expresa Jacques-Alain Miller, se experimenta una sensación de dispersión en el discurso. Falta el significante del Nombre del Padre, que unifica y colectiviza, en su lugar, aparece un significante amo pluralizado, que representa aquello en cuyo nombre se toma la palabra.
Esta equiparación entre verdad y mentira no es sin consecuencias: erosiona los lazos sociales, mina los fundamentos de la vida en común y debilita las bases mismas de la república y de la democracia. ¿Qué lugar le queda, entonces, a la verdad?
En el discurso político —y no sólo en él— la verdad aparece fracturada, desplazada o directamente omitida. En lugar de un esfuerzo por esclarecerla, nos enfrentamos cada vez más a un uso estratégico de la mentira, funcional al poder y a las identificaciones imaginarias de los sujetos. El discurso político se desliza hacia lo ficcional, no ya como construcción simbólica necesaria, sino como un simulacro donde la diferencia entre lo verdadero y lo falso se vuelve indiferente.
En el psicoanálisis, sin embargo, la verdad no se presenta como un absoluto. Es, más bien, algo que se bordea, algo que se dice a medias. Como afirmó Lacan, "la verdad sólo puede medio-decirse"; es decir, nunca se alcanza en su totalidad, y su dimensión representacional siempre queda por debajo de lo que ella misma implica.
En ese mismo sentido, Lacan sostiene en el Seminario 17 que "la verdad tiene estructura de ficción". Esta afirmación, lejos de trivializar la verdad, la complejiza. Señala que toda verdad está tramada en el lenguaje, y por tanto en las coordenadas de lo simbólico, donde lo que se dice y lo que se escucha nunca coinciden plenamente. La verdad, lejos de ser una evidencia transparente, se sostiene en los efectos del lenguaje y en la ficción estructurante del significante.
Vale detenerse brevemente en el término "fixión", una condensación lacaniana entre fiction (ficción) y fixer (fijar). Lacan lo introduce para designar un modo particular de anudamiento entre el sentido y lo real, donde lo imposible del lenguaje —lo que no puede decirse— fija una estructura, pero sin clausurarla. La fixión, entonces, no es la ficción narrativa o imaginaria, sino una operación estructural que marca un límite, un borde, un impasse del decir.
La verdad, en tanto no-toda implica que siempre queda algo fuera, un resto no representable, imposible de integrar completamente al discurso. Ese fuera de sentido es precisamente lo que impide que la verdad se absolutice, y por lo tanto, también lo que impide que la mentira la sustituya del todo.
En Subversión del sujeto y dialéctica del deseo, Lacan afirma que “No hay metalenguaje” y con esto nos está queriendo decir que no hay un lugar fuera del lenguaje desde donde se pueda enunciar una verdad completa o definitiva.
Volver sobre la verdad, en estos tiempos, no es tanto restituir una versión objetiva o definitiva de los hechos, sino sostener una ética del decir, una escucha que haga lugar a ese resto. En un mundo donde la mentira pretende ocupar el lugar de la verdad, tal vez el psicoanálisis tenga algo que decir, no sobre una verdad revelada, sino sobre una verdad que se construye en el acto mismo de hablar, y que encuentra en el sujeto su única garantía.
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