La estrategia imperial, durante la modernidad tardía, admite el despliegue de distintas formas de dominación y control y supone la capacidad de construir distintas agendas frente a coyunturas internacionales diversas. Esa aptitud resiliente podría sugerir, en una primera mirada, que la magnitud de la crisis del capitalismo a nivel global impide la viabilidad de soluciones unilaterales y homogéneas. Pero, desde otra perspectiva, da la pauta de una relación de fuerzas y una capacidad de disciplinamiento tal que permite a EEUU y sus aliados desarrollar diferentes estrategias pendulares de reafirmación hegemónica, que van desde las intervenciones militares hasta la puesta en práctica de dispositivos de mucha mayor sutileza y análoga eficacia.
Hay algunos ejemplos que son elocuentes a la hora de comprender esos matices, que son los que caracterizan al imperialismo contemporáneo.
En primer lugar, Estados Unidos posee la mayor´parte del armamento nuclear mundial, el complejo militar industrial sigue conservando un protagonismo indiscutible en el armado de las relaciones internacionales, sus bases militares acentúan el rol disuasivo que normalizan en clave imperial la realidad mundial contemporánea, y sus intervenciones bélicas y policiales, realizadas de manera directa o indirecta (apelando incluso al patrocinio de grupos terroristas y mercenarios), marcan un límite objetivo a la capacidad de construcción de alternativas contrahegemónicas. Por lo demás, su predominio se mantiene intacto en materia económica, energética, tecnológica e informática.
Sin embargo, también es cierto que la imposibilidad de sostener de manera concomitante una cantidad indiscriminada de conflictos, provoca que ese mismo poder imperial se permita desactivar unilateralmente algunos de ellos. De esta forma, sin alterar su vocación disciplinaria global, promueve y lleva adelante el acuerdo del G5+1 con la República Islámica de Irán o "normaliza" sus relaciones diplomáticas con Cuba.
Al mismo tiempo, se permite incidir directamente en la crisis europea, donde almacena más de 200 armas nucleares y en el delicado entramado asiático (donde conserva -solamente en Japón- alrededor de 80 bases militares).
En ese contexto de máxima complejidad generado por la aparición de nuevos sujetos y alianzas internacionales, es necesario advertir las nuevas formas de influencia imperial en América Latina, y su relación con las dificultades objetivas que afrontan los gobiernos populistas en la región.
Más allá de la concurrencia de gobiernos vecinos afines a Washington en espacios geopolíticos estratégicos (México, Colombia, Perú), es una constante cada vez más evidente la injerencia de la administración Obama a través de estrategias sistemáticas de debilitamiento de los gobiernos que expresan experiencias emancipatorias.
A las experiencias golpistas exitosas de Honduras y Paraguay, deben sumarse otros intentos destituyentes no saldados a la fecha.
La "revuelta de ricos" (según grafica el analista Modesto Guerrero), virtual guerra civil llevada a cabo por diversos medios contra Venezuela, fuertemente jaqueada actualmente por factores endógenos y exógenos (entre ellos, la caída del precio del petróleo), es una constante que acompaña a la Revolución Bolivariana desde que Hugo Chávez accediera al poder.
La frágil economía ecuatoriana, y las sucesivas intentonas golpistas de diverso cuño contra el gobierno de Correa, han terminado erosionando seriamente a un líder regional de fuerte envergadura, que hoy por hoy cuenta -según fuentes occidentales- con apenas un 42% de aprobación de su gestión en la opinión pública de su país.
Evo Morales no la tuvo fácil en la medialuna boliviana, un territorio históricamente hostil a su gobierno, cuya máxima expresión fue quizás el recordado "noviembre negro", y actualmente sufre un desgaste innegable con la crisis de Potosí, un enclave donde nueve de cada diez habitantes son pobres y donde se coaligan en la protesta distintas organizaciones sociales en demanda de mejoras inmediatas en la calidad de vida.
En Argentina, la máxima de Rodolfo Walsh parece conservar intacta su vigencia. En momentos de debilidad, el pueblo vuelve a retroceder a posiciones conocidas que, como siempre, están ocupadas por el peronismo. Con todo lo que ello implica. Más de una década de kirchnerismo serán sometidos a una dura prueba. El gobierno ganó la primera batalla cultural. La segunda quedará para otra etapa de la historia, en el mejor de los casos.
Brasil se debate en una crisis que no tiene fin. Las corporaciones jaquean a Dilma, por sus logros y por sus errores. Pero, en verdad, a pocos meses de asumir su nuevo gobierno, está claro que el establishment va por Lula, único gobernante del gigante sudamericano que se retiró de su gestión con un 80% de imagen positiva. Como es lógico, la crisis institucional va acompañada de fabulosas campañas mediáticas, un enrarecimiento del clima institucional e indisimulables complicaciones económicas.
Una vez más, parece claro que los intentos permanentes de golpes blandos en América Latina -más allá del resultado que alcancen- ponen al descubierto las debilidades y los errores de los populismos que durante años confluyeron en expresiones unitarias sin precedentes y lideraron las expectativas libertarias de los pueblos del mundo. Si uno de los rasgos indentitarios del populismo consiste en escuchar las demandas colectivas, es probable que en estos últimos tiempos la capacidad de atender esas demandas o convertirlas en transformaciones estructurales haya ingresado en una opacidad difícil de mensurar. La primera de las hipótesis remite, paradójicamente, a la incapacidad de interpretar las subjetividades que sustituyen el determinismo teleológico de las antiguas concepciones tributarias del marxismo clásico. La segunda es, por ahora, una conjetura capaz de ensombrecer el horizonte común,que plantea las inconsistencias teóricas, programáticas, gestivas, tácticas y estratégicas de lo que pudimos ser y -al menos hasta ahora- todavía no fuimos. Una buena forma de recuperar el músculo perdido podría ser fortalecer, dinamizar y organizar los espacios regionales. Son tiempos difíciles los que hay que atravesar. Y sólo la organización de los pueblos vence al tiempo.
Brasil se debate en una crisis que no tiene fin. Las corporaciones jaquean a Dilma, por sus logros y por sus errores. Pero, en verdad, a pocos meses de asumir su nuevo gobierno, está claro que el establishment va por Lula, único gobernante del gigante sudamericano que se retiró de su gestión con un 80% de imagen positiva. Como es lógico, la crisis institucional va acompañada de fabulosas campañas mediáticas, un enrarecimiento del clima institucional e indisimulables complicaciones económicas.
Una vez más, parece claro que los intentos permanentes de golpes blandos en América Latina -más allá del resultado que alcancen- ponen al descubierto las debilidades y los errores de los populismos que durante años confluyeron en expresiones unitarias sin precedentes y lideraron las expectativas libertarias de los pueblos del mundo. Si uno de los rasgos indentitarios del populismo consiste en escuchar las demandas colectivas, es probable que en estos últimos tiempos la capacidad de atender esas demandas o convertirlas en transformaciones estructurales haya ingresado en una opacidad difícil de mensurar. La primera de las hipótesis remite, paradójicamente, a la incapacidad de interpretar las subjetividades que sustituyen el determinismo teleológico de las antiguas concepciones tributarias del marxismo clásico. La segunda es, por ahora, una conjetura capaz de ensombrecer el horizonte común,que plantea las inconsistencias teóricas, programáticas, gestivas, tácticas y estratégicas de lo que pudimos ser y -al menos hasta ahora- todavía no fuimos. Una buena forma de recuperar el músculo perdido podría ser fortalecer, dinamizar y organizar los espacios regionales. Son tiempos difíciles los que hay que atravesar. Y sólo la organización de los pueblos vence al tiempo.