Las actitudes que asumieron el Reino Unido y los países de América Latina durante lo que algunos denominan “el caso Assange”, merece algunas reflexiones que no pretenden abordar la cuestión de la libertad de expresión implicada, los exabruptos del gobierno británico, sus históricas contradicciones respecto del instituto del asilo, el interés indiscutible de Estados Unidos en la resolución del diferendo, ni tampoco las verdaderas razones que llevan a perseguir al creador de wikileaks.
Las motivaciones de esta nota pretenden dotar de historicidad y contextualizar un episodio que conmueve a la opinión pública mundial y que puede ser analizado desde diferentes perspectivas, algunas de ellas no suficientemente exploradas todavía.
En esa inteligencia, deberíamos preguntarnos cómo y por qué pudieron ocurrir, en este preciso momento histórico, la insólita amenaza británica de asaltar la embajada de Ecuador en Londres y la réplica consistente, robusta y unánime de los países de América Latina frente a una eventual decisión arbitraria y manifiestamente ilegal del Imperio.
El Reino Unido sabía de antemano que, con esa bravuconada, propia de lógicas coloniales, violaba groseramente, entre otras normas, el artículo 22 de la Convención de Viena, vigente desde hace casi medio siglo, que establece expresamente que los locales de las misiones diplomáticas son inviolables. Este mismo artículo garantiza que los agentes del Estado receptor no solamente no podrán penetrar en las embajadas sin consentimiento del jefe de cada misión, sino que también tiene la obligación especial de adoptar todas las medidas adecuadas para proteger los locales de la misión contra toda intrusión o daño y evitar que se turbe la tranquilidad de la misión o se atente contra su dignidad; y que dichos locales, su mobiliario y demás bienes situados en ellos, así como los medios de transporte de la misión, no podrán ser objeto de ningún registro, requisa, embargo o medida de ejecución.
La norma difícilmente podría ser más clara, y es obvio que ninguna disposición interna del estado receptor resultaba suficiente para contradecir una convención internacional de esa jerarquía. Por ende, deberíamos preguntarnos cuáles pudieron ser los motivos que llevaron a Gran Bretaña a colocarse en una situación de semejante incomodidad diplomática.
Por supuesto, estaríamos tentados a responder que ha actuado así porque no le importa cumplir con el derecho internacional, porque sigue aplicando una suerte de derecho colonial de conquista, como lo ha hecho siempre, o porque se sabe integrante de un bloque de poder imperial- militar que lo pone a cubierto de cualquier represalia.
Todo esto puede ser indudablemente cierto, pero es también posible problematizar esa conducta con apego a otras claves.
El Reino Unido forma parte, como aliado preferencial, de un bloque de poder hegemónico desde el punto de vista militar. Habita un espacio privilegiado en un contexto disuasivo que reedita –al menos en ese plano- la “unipolaridad” del mundo decretada hace pocas décadas por el triunfo del neoliberalismo, el “fin de la historia” y el Consenso de Washington.
Pero también es parte esencial del epicentro de una crisis económica y financiera global sin precedentes, que expresa el fin del capitalismo globalizado, al menos en los términos en el que los concibieron los economistas ortodoxos que pronosticaban la muerte de las ideologías.
Desde esta perspectiva, el mundo se ha vuelto inesperada y dramáticamente multipolar para los principales portadores armamentísticos.
Por lo tanto, estas potencias no pueden ahora soportar las doctrinas de soberanía y coexistencia pacíficas creadas por ellas mismas, que tan útiles le fueran, por ejemplo, durante la guerra fría. Ni siquiera esa legalidad formal, asimétrica, vertical, si se quiere ficta, pueden soportar frente a la emergencia fáctica de otros bloques de poder económico que han demostrado ser mucho menos frágiles frente a la debacle internacional que la propia Europa. Este escenario –vale aclararlo- coloca a la humanidad frente a la inminencia probable de la guerra, que es la forma mediante la que el imperialismo ha resuelto históricamente sus crisis cíclicas.
La de Londres sería así, una actitud desesperada de un capitalismo en bancarrota, que no puede tolerar los mecanismos de disciplinamiento y control que el mismo occidente había concebido, como salvaguarda de sus intereses permanentes de dominación.
Y ese colapso se produce cuando las amenazas de conflagración se multiplican en diversas regiones del planeta, justamente como consecuencia de la proliferación de misiones “humanitarias”, “intervenciones democráticas” y demás agresiones directas e interrupciones institucionales que lidera activamente el imperialismo.
América Latina, que ha apoyado explícitamente la posición ecuatoriana, constituye uno de esos bloques de poder emergentes que desafían la unipolaridad económica perdida que añoran las potencias de occidente. El MERCOSUR es la quinta potencia económica mundial, la región se ha consolidado en sus políticas unitarias democráticas, populares (que no “populistas”) y antiimperialistas. Ha fortalecido sus vínculos con China, Rusia y el BRICS. Reconoce y honra sus denominadores comunes –en particular su historia- defiende incondicionalmente la vigencia de la democracia y tiene, incluso con Gran Bretaña, una actitud docente en materia de Derechos Humanos. El UNASUR, por lo demás, ha creado a instancias de Brasil, el Consejo Sudamericano de Defensa, con una concepción bastante diferente de la que preferiría Washington.
Por otra parte, la entente del Pacífico (México, Colombia, Perú y Chile), prohijada también por la administración demócrata, no ha podido convertirse en una alternativa a la unidad del resto de los países de la región, que los superan en base a sus políticas públicas inclusivas, sus estándares de desarrollo con mayor equidad social y sus indicadores promisorios de disminución de la pobreza y la exclusión social.
Si, como todo parece indicarlo, las elecciones de octubre le habrán de dar un holgado triunfo al presidente Chávez, se consoliderá entonces una tendencia en el Sur de América, que significará un nuevo avance del protagonismo de los pueblos y una complicación todavía mayor para los gendarmes universales.
Las motivaciones de esta nota pretenden dotar de historicidad y contextualizar un episodio que conmueve a la opinión pública mundial y que puede ser analizado desde diferentes perspectivas, algunas de ellas no suficientemente exploradas todavía.
En esa inteligencia, deberíamos preguntarnos cómo y por qué pudieron ocurrir, en este preciso momento histórico, la insólita amenaza británica de asaltar la embajada de Ecuador en Londres y la réplica consistente, robusta y unánime de los países de América Latina frente a una eventual decisión arbitraria y manifiestamente ilegal del Imperio.
El Reino Unido sabía de antemano que, con esa bravuconada, propia de lógicas coloniales, violaba groseramente, entre otras normas, el artículo 22 de la Convención de Viena, vigente desde hace casi medio siglo, que establece expresamente que los locales de las misiones diplomáticas son inviolables. Este mismo artículo garantiza que los agentes del Estado receptor no solamente no podrán penetrar en las embajadas sin consentimiento del jefe de cada misión, sino que también tiene la obligación especial de adoptar todas las medidas adecuadas para proteger los locales de la misión contra toda intrusión o daño y evitar que se turbe la tranquilidad de la misión o se atente contra su dignidad; y que dichos locales, su mobiliario y demás bienes situados en ellos, así como los medios de transporte de la misión, no podrán ser objeto de ningún registro, requisa, embargo o medida de ejecución.
La norma difícilmente podría ser más clara, y es obvio que ninguna disposición interna del estado receptor resultaba suficiente para contradecir una convención internacional de esa jerarquía. Por ende, deberíamos preguntarnos cuáles pudieron ser los motivos que llevaron a Gran Bretaña a colocarse en una situación de semejante incomodidad diplomática.
Por supuesto, estaríamos tentados a responder que ha actuado así porque no le importa cumplir con el derecho internacional, porque sigue aplicando una suerte de derecho colonial de conquista, como lo ha hecho siempre, o porque se sabe integrante de un bloque de poder imperial- militar que lo pone a cubierto de cualquier represalia.
Todo esto puede ser indudablemente cierto, pero es también posible problematizar esa conducta con apego a otras claves.
El Reino Unido forma parte, como aliado preferencial, de un bloque de poder hegemónico desde el punto de vista militar. Habita un espacio privilegiado en un contexto disuasivo que reedita –al menos en ese plano- la “unipolaridad” del mundo decretada hace pocas décadas por el triunfo del neoliberalismo, el “fin de la historia” y el Consenso de Washington.
Pero también es parte esencial del epicentro de una crisis económica y financiera global sin precedentes, que expresa el fin del capitalismo globalizado, al menos en los términos en el que los concibieron los economistas ortodoxos que pronosticaban la muerte de las ideologías.
Desde esta perspectiva, el mundo se ha vuelto inesperada y dramáticamente multipolar para los principales portadores armamentísticos.
Por lo tanto, estas potencias no pueden ahora soportar las doctrinas de soberanía y coexistencia pacíficas creadas por ellas mismas, que tan útiles le fueran, por ejemplo, durante la guerra fría. Ni siquiera esa legalidad formal, asimétrica, vertical, si se quiere ficta, pueden soportar frente a la emergencia fáctica de otros bloques de poder económico que han demostrado ser mucho menos frágiles frente a la debacle internacional que la propia Europa. Este escenario –vale aclararlo- coloca a la humanidad frente a la inminencia probable de la guerra, que es la forma mediante la que el imperialismo ha resuelto históricamente sus crisis cíclicas.
La de Londres sería así, una actitud desesperada de un capitalismo en bancarrota, que no puede tolerar los mecanismos de disciplinamiento y control que el mismo occidente había concebido, como salvaguarda de sus intereses permanentes de dominación.
Y ese colapso se produce cuando las amenazas de conflagración se multiplican en diversas regiones del planeta, justamente como consecuencia de la proliferación de misiones “humanitarias”, “intervenciones democráticas” y demás agresiones directas e interrupciones institucionales que lidera activamente el imperialismo.
América Latina, que ha apoyado explícitamente la posición ecuatoriana, constituye uno de esos bloques de poder emergentes que desafían la unipolaridad económica perdida que añoran las potencias de occidente. El MERCOSUR es la quinta potencia económica mundial, la región se ha consolidado en sus políticas unitarias democráticas, populares (que no “populistas”) y antiimperialistas. Ha fortalecido sus vínculos con China, Rusia y el BRICS. Reconoce y honra sus denominadores comunes –en particular su historia- defiende incondicionalmente la vigencia de la democracia y tiene, incluso con Gran Bretaña, una actitud docente en materia de Derechos Humanos. El UNASUR, por lo demás, ha creado a instancias de Brasil, el Consejo Sudamericano de Defensa, con una concepción bastante diferente de la que preferiría Washington.
Por otra parte, la entente del Pacífico (México, Colombia, Perú y Chile), prohijada también por la administración demócrata, no ha podido convertirse en una alternativa a la unidad del resto de los países de la región, que los superan en base a sus políticas públicas inclusivas, sus estándares de desarrollo con mayor equidad social y sus indicadores promisorios de disminución de la pobreza y la exclusión social.
Si, como todo parece indicarlo, las elecciones de octubre le habrán de dar un holgado triunfo al presidente Chávez, se consoliderá entonces una tendencia en el Sur de América, que significará un nuevo avance del protagonismo de los pueblos y una complicación todavía mayor para los gendarmes universales.