Por Eduardo Luis Aguirre

 

El asesinato de más de una veintena de turistas, casi todos ellos indios, perpetrado aparentemente por un grupo armado radical independentista en Cachemira pone a estas dos potencias nucleares otra vez al borde de la guerra. Las amenazas que surgen de ambos bandos despiertan una creciente alarma en el mundo y ya se han inscripto como uno de los conflictos más riesgosos de este mundo que convive con veinte guerras.

El gobierno del primer ministro Narendra Modi decidió, entre otras represalias, cortar el Indo, un río que es vital para proveer de agua a las yermas tierras pakistaníes. Como se observa, los formatos de los conflictos modernos adquieren nuevas fisonomías. El agua es un elemento vital y en este caso el corte unilateral podría constituirse en un arma capaz de producir crímenes masivos y un desastre medioambiental.

La última escaramuza de violencia entre ambos países se produjo hace un quinquenio, pero es un clásico en la ardua convivencia histórica entre ambas naciones.

La gran diferencia, en este caso, son los métodos utilizados y la proyección actual de la nación más poblada del planeta. Si bien las cifras oficiales hablan de 1400 millones de habitantes, la escasa fiabilidad de los censos permite conjeturar que la población de la India es todavía mayor. En las últimas décadas se constituyó en la cuarta potencia del mundo, marcha a convertirse rápidamente en la tercera y hay quienes señalan que al finalizar esta década podría llegar a ser el país más poderoso de la tierra. El modelo indio ha basado su despegue en el desarrollo extraordinario de sus fuerzas productivas, sobre todo en materia tecnológica, la producción de medicamentos e industrias más vinculadas al capitalismo fabril. Por supuesto, subsisten las enormes desigualdades sociales, el analfabetismo, las dificultades para constituir una clase media sólida con accesos asegurados a los servicios básicos y las diferencias en cuanto al nivel de vida en las ciudades y las zonas rurales y entre el sur y el norte de una geografía más propia de un continente que de un país.

Para entender las razones del conflicto no solamente hay que ocuparse de los enfrentamientos religiosos, culturales o idiomáticos. Durante muchísimo tiempo, los ocupantes de un territorio que, obviamente, no se pensaba como una nación en términos de categoría histórica, convivieron en una armonía que podríamos estimar razonable durante muchísimo tiempo. Esto fue así hasta el siglo XVIII, cuando el Reino Unido pasó a controlar ese subcontinente, algo que se logró en buena medida por la influencia de la Compañía de Indias británicas. Allí comenzó otra historia. Los colonizadores reorganizaron política y administrativamente la región introduciendo instituciones y prácticas que eran absolutamente diferentes a la de los pueblos originarios. Esto incluía, por supuesto, nuevos formatos de acceso a la producción de la tierra, novedosos sistemas de exacción fiscal y la explotación de recursos que luego eran trasladados a la metrópoli. Un verdadero saqueo, propio de uno de los imperios más salvajes que ha conocido la denominada modernidad. Los conflictos ya no eran entre musulmanes (la población mayoritaria de Cachemira), hinduistas, sikhs o cristianos. La cuestión colonial paso a ser el principal problema en la región. Cuando estallaron las pulsiones independentistas, los ingleses, una vez más, recurrieron al viejo método del “divide y vencerás”: fragmentaron el territorio en zonas de acuerdo a la mayoría religiosa que primaba en cada lugar y esa ruptura fue presentada como un intento de solución para recuperar el estado de cosas que comenzaba a crujir. Como de ordinario ocurre, esas divisiones hechas a martillazos no contemplaban en absoluto la realidad del país. Se recurrió a trazar una línea que dividía a la India y a los pakistaníes ( mayoritaria aunque no exclusivamente musulmanes) separados estos últimos, a su vez, en un territorio oriental y otro occidental. Era 1947 y seguramente los ingleses ya intuían el ocaso del dominio imperial. Pakistán Oriental luego fue Bangladesh y un fenómeno aluvional de migraciones internas produjo un verdadero desastre social. La división hecha a trazo grueso deparó otra consecuencia irreparable. Dentro del territorio indio quedó enclaustrada la región de Cachemira, cuyos habitantes era mayoritariamente musulmanes, pero tributaban a un príncipe hinduista llamado Maharaja Hari Singh. Este fue el comienzo de los enfrentamientos entre ambas facciones, porque Pakistán decidió invadir la región en salvaguarda de la población a la que consideraban propia por su afinidad religiosa. El príncipe de Cachemira pidió ayuda a los ingleses y estos, por supuesto, no trepidaron en intervenir. En 1948 el diferendo fue llevado a la recién creada ONU y ésta estableció como solución un alto el fuego dejando a Cachemira dividida para mejor ocasión, mediante una denominada ”línea de control”. Esta fue una de las primeras evidencias del comportamiento del mayor foro del “derecho internacional” que desde su creación asigna poder de veto a las cinco potencias emergentes de la segunda posguerra. La conclusión fue la esperada. En 1965 estalló otra guerra por Cachemira, una conflagración donde se utilizaron todos los medios bélicos disponibles. Era época de plena guerra fría y las potencias convinieron ahogar el conflicto con una paz basada en el módico argumento de volver las fronteras de ambos contendientes al momento previo al inicio de las hostilidades. Lo que no previeron las potencias intervinientes (Estados Unidos y la URSS) es que esa nueva forma de intervención de los pueblos opresores sobre los pueblos oprimidos derivó en una carrera armamentística sin precedentes entre la India y Pakistán y en una profundización de la desconfianza y de los enconos preexistentes. A esta altura, el imperio inglés había resignado su antigua colonia y se desentendería definitivamente de la suerte de los antagonismos. Otro ademán propio de los imperialismos, muy similar al que protagonizaron los belgas en Ruanda: dejaron librados a su suerte a centenares de millones de personas a las que habían sometido previamente. Fue así que en 1971, después de conflictivas elecciones en Pakistán, en los que la India decidió intervenir, se desató una nueva guerra que duró apenas dos semanas y terminó con el triunfo de las fuerzas de Nueva Delhi, pero que estuvo lejos de poner punto final a la historia. A partir de 1999 ambas potencias desarrollaron armamento nuclear y las escaramuzas se repitieron. La “línea de control” había sido sistemáticamente violentada. Allí no terminaron los enfrentamientos militares. Hubo dos más en 2016 y en 2019, antes de llegarse a la actual crisis político militar. Nadie parece recordar la incidencia del experimento imperial en esta guerra interminable.