Por Javier de Lucas (*)

Hay muchas dimensiones a las que atender a la hora de hacer balance del papado de Jorge Bergoglio, el papa Francisco. Otros analizarán la vertiente teológica, la eclesial o la institucional. En todo caso, apuntaré que, en mi opinión, este papa no ha revolucionado las estructuras de la iglesia católica, ni su corpus teológico doctrinal en sus aspectos más importantes. Por eso, no comparto el calificativo de “vendaval institucional” que he leído en algún periódico. Por ejemplo, no ha cambiado el papel de las mujeres en la iglesia católica, aunque haya hecho algún nombramiento simbólico de importancia. El Código de Derecho Canónico, hoy por hoy, sigue prohibiendo el acceso al sacerdocio a quien no tenga la condición de varón bautizado (canon 1024). No digamos a la condición episcopal, a diferencia de otras iglesias cristianas. Pero es verdad, por ejemplo, que entendió la gravedad moral de las políticas antisociales o antiecológicas, llegando a calificarlas como pecados mortales, y ahí queda su enciclica Laudato si.

Francisco llegó en un momento clave de la enorme, muy profunda crisis de la milenaria institución, afectada sobre todo por la gravísima lacra de la pederastia y de su encubrimiento, una violación directa del más duro de los mensajes de Jesús, que condenó sin matiz alguno lo que consideró el peor escándalo, el daño a los niños. Francisco se sumó a esa condena y actuó hasta donde pudo, pero no logró una respuesta firme y unánime por parte del clero católico y menos aún del sector más reaccionario, muy poderoso en su iglesia, que desató muy pronto una lucha feroz contra él, llegando a rezar por su muerte y difundiendo todo tipo de infundios, comenzando por el subrayado de su carácter peronista, hasta calificarlo incluso de comunista y ateo.

La autoridad moral de Francisco

Pero en estas apresuradas líneas, quiero centrarme en lo que me parece su mejor legado, la denuncia en cierto modo profética –teológica, social, política– de la indiferencia y la crueldad con los inmigrantes y refugiados.

Me permito una apreciación personal: llevo unos cuarenta años estudiando las políticas migratorias y de asilo y el Derecho de extranjería en España y en la UE. Salvo una corta etapa del gobierno canadiense (el programa Inmigration for Cittizenship era el emblema), no conozco gobierno que pueda poner como ejemplo de políticas dignas en estas materias y, como saben aquellos que se han tomado la molestia de leerme, he criticado a la derecha y a la izquierda, incluso al partido por el que fui senador y en el que milito, y al gobierno de coalición. Pues bien, tengo por única autoridad moral relevante en este ámbito al papa Francisco, por la claridad, coherencia y contundencia de su mensaje en los casi doce años de pontificado.

Su mensaje, sí, es una denuncia. Pero no la de los profetas del viejo testamento, la del Yahveh airado e implacable que arrasa con los pecadores con plagas y castigo, a cual más terrible: alguna vez he puesto como ejemplo de ello la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, que hace de ellos los primeros refugiados. Incluso, Yahveh dispone a las puertas del jardín del Edèn –que había sido su casa– a un ángel flamígero, mucho peor que Frontex, para que no puedan volver.

No. La denuncia de las políticas migratorias y de asilo por parte de Francisco es la del profeta evangélico que es Jesús. Un mensaje de amor, piedad y perdón que, a mi juicio, es el eje de su tarea como Papa, y que recupera la idea profunda de caridad cristiana –nada paternalista, nada que se confunda con la limosna–, que es la mejor herencia de Cristo: el amor a todos, una fraternidad universal que supera la barrera veterotestamentaria de la tradición judía del pueblo elegido, la distinción entre fieles e infieles y que enuncia la importancia del perdón y la piedad universales. Una opción por construir puentes (labor de pontifex) y no muros. Porque quien opta por lo segundo en lugar de por lo primero, no es cristiano, advirtió este papa.

Es el mensaje que resonó inequívocamente con la elección de su primer viaje, a Lampedusa el 8 de julio de 2013, cuando clamó contra la “globalización de la indiferencia” ante las muertes de inmigrantes en el Mediterráneo y luego, en repetidas visitas a Lesbos. Lampedusa y Lesbos, lugares ignominiosos de la política migratoria y de asilo europea.

Casi doce años después, este mismo domingo, se cerró el círculo de este mensaje, aunque no leído por él, con la denuncia de la crueldad y violencia de las políticas contra inmigrantes y refugiados. En el bien entendido de que este no es sólo, como se ha dicho, un mensaje contra Trump, al que ha fustigado en más de una ocasión, sino que afecta a muchos más. Alcanza a países como Australia, y a buena parte de los gobiernos europeos: las tentativas de Meloni, las reformas de Macron y, no digamos, las políticas de Hungría, Polonia o Eslovaquia, o las del nuevo gobierno alemán de coalición. Este mensaje pone en entredicho a la democristiana Von der Leyen y a la UE, porque es un alegato contra su vergonzoso pacto de migración y asilo de 2024, lamentablemente impulsado y respaldado por la presidencia española de la UE en el segundo semestre de 2024, con el torpísimo mensaje de frenar a la extrema derecha copiando sus recetas. Un pacto que, como hemos criticado muchos de nosotros, es un verdadero Waterloo moral y político europeo.

El pontificado de Francisco ha sido, en buena medida y desde el punto de vista de lo que se denomina geopolítica global, una apuesta coherente con el mandado evangélico que obliga a entender como prioridad la dignidad humana y la paz. En ese sentido, su mensaje acerca de inmigrantes y refugiados rescata la universabilidad de los derechos humanos, porque sostiene que a todos los seres humanos ha de reconocérseles igual dignidad, una igualdad sin la que la universalidad es un predicado vacío. No hay seres humanos menos dignos, por su condición de extranjeros, por su identidad étnica, religiosa, sexual. No hay seres humanos a los que el reconocimiento de derechos se haya de condicionar a su utilidad como trabajadores necesarios. Este es un mensaje radicalmente opuesto al de la necropolítica (Mbembé), esa política que usa de los inmigrantes como una industria del desecho humano (Bauman), que quiere acabar con ese primer testimonio de civilización que es el derecho de asilo, un modelo al que parece haberse rendido la Unión Europea, con el aplauso de los Vance, Trump, Bukele, Milei, Orban, Abascal y tuttiquanti.

El sufrimiento de los niños, la enfermedad y el hambre que azotan endémicamente a cientos de millones de seres humanos, son razones que me impiden pensar como verosímil la hipótesis de un Dios misericordioso, un Dios del amor, como el que predicaba este papa. Pero si lo hubiera, estoy seguro de que acogería en su seno a Francisco. Nosotros, los que carecemos de esa fe, tenemos para él la memoria de nuestro agradecimiento.

(*) Ex Senador del PSOE y Catedrático de Filosofía del Derecho.