Por Eduardo Luis Aguirre
La irrupción inesperada del mileísmo provocó un revulsivo sin precedentes en la Argentina.
La mayoría abrumadora de los analistas no pudieron prever con suficiente antelación ni el triunfo electoral ni las lógicas que inspirarían los cambios a imponer por el nuevo gobierno.
No sólo por la matriz cultural, los discursos y la mirada del mundo que se inauguró el 10 de diciembre pasado, sino también por la perspectiva económica y el nuevo entramado de ganadores y perdedores que emergieron rápidamente en la superficie de la realidad material del país.
Mientras el gobierno de LLA ponía en práctica nuevas estrategias y gramáticas, consolidaba un estado de ánimo que rompía con las tradiciones derivadas de una democracia representativa y acometía contra los nuevos derechos que se fueron conquistando en la Argentina en las últimas tres décadas y particularmente entre 2003 y 2012, la actual oposición demostró una debilidad política y teórica incapaz de contener el avance de un gobierno cuyas singularidades no lograban advertirse. Esto no debería sorprendernos. Las democracias burguesas habían comenzado a generar en todo occidente una sensación de impotencia e incapacidad constatable para solucionar las carencias de los sectores populares haciéndole frente a sus limitaciones objetivas.
Con sus particularidades específicas, nuestro país no fue la excepción. Por el contrario, quedó al descubierto frente a la frenética avanzada derechista la macabra realidad de una burocracia estatal apegada a prácticas que atrasaban medio siglo, pero también la devastadora incapacidad para comprender el mundo por parte de los gestores de las agencias estatales en muchas áreas sensibles y decisivas. Esta debacle es producto de un apego reiterado y burocrático, conservador y anodino, absolutamente incapaz de apelar a la creatividad contingente de cara a las nuevas dificultades y desafíos y a un creciente hartazgo y una notable frustración de la mayoría de la población, justamente en tiempos en que las fidelidades políticas alcanzaban su máxima debilidad.
La crisis de representación entre el funcionariado y la población avaló la idea de la existencia de una “casta”. Así como este concepto fue el mascarón de proa de los indignados del 11M español y el mantra discursivo de los dirigentes de Podemos, el libertarianismo argentino capturó ese mismo significante y lo adaptó a la realidad de un país excéntrico. La casta pasó a formar parte de pulsiones masivas y de una multitudinaria desconfianza enfurecida contra los gobiernos y sus instituciones políticas. Lo político y la política era el campo pergeñado por el nuevo gobierno para ser ubicado como el enemigo a vencer. Y la vieja política no supo ni sabe, a un año de la asunción del gobierno de Milei, cómo redireccionar el rechazo que genera en gran parte de la población y mucho menos cómo morigerar los denominados “discursos de odio”. No estar atentos a lo que ocurre en el mundo suele deparar, con preocupante frecuencia, este tipo de tribulaciones. La perplejidad frente a las nuevas complejidades, que van desde la sensación ampliada de inseguridad hasta la corrupción estatal, desde el narcotráfico hasta los yerros cometidos en materia de política económica y social habilitaron cruzar las líneas rojas de la convivencia democrática por parte del sistema de creencias sobrevinientes. Los gobiernos peronistas no pudieron comprender el fenómeno subjetivo de la aversión a la casta y la enorme frustración social que se tradujo luego en un guarismo electoral inesperado.
Desde 2008, época de máximo voltaje de uno de los conflictos más severos que debió afrontar el gobierno kirchnerista se conocía el libro “La casta. De cómo los políticos se volvieron intocables”, de Sergio Rizzo y Gian A Stella. La obra vendió millones de ejemplares en Italia, durante más de treinta ediciones, lo que daba la pauta de la atención que despertó un trabajo que, si bien intentaba describir la realidad italiana, explicaba también las sensaciones e intuiciones que campeaban en las democracias formales de todo occidente, El texto llamaba la atención, ya en esa época, sobre el crecimiento y los riesgos del mal humor colectivo, la crisis de legitimidad democrática y el crecimiento imparable del sentimiento antipolítico. Nadie pareció advertir en la Argentina la importancia del aviso, a pesar de que el kirchnerismo, con sus logros y su mística, comenzaba a evidenciar síntomas de claro agotamiento cuyo desenlace conocemos.
La disputa con “el campo” a partir de la recordada Resolución 125 y el emerger de un sujeto político que ganó las rutas y las calles y puso en jaque la relación de fuerzas políticas en el país y se convirtió en una suerte de mojón histórico donde se demarcaron las nuevas frustraciones colectivas y apareció un discurso amplificado por los medios de comunicación y las nuevas tecnologías afines a la derecha. La derrota parlamentaria y política del gobierno se intentó esconder bajo la alfombra, mientras del otro lado de una grieta ya indisimulable crecía un clamor sostenido contra la clase dirigente. Ese agonismo tuvo la potencia suficiente para afirmar las sospechas de la existencia de una casta que no solamente se evidenciaba en sus diferencias con el sector agropecuario, sino que continuaría en los enfrentamientos contra la gran prensa y la burocracia judicial. El gobierno comenzó a perder consenso (entendido como la capacidad de generar tendencias que se arraigaran en las grandes mayorías populares) y no se repuso de esas batallas que no solamente lo debilitó, sino que hicieron que el fragor de la conflictividad iluminara la idea de la existencia de una suerte de aristocracia percibida como perpetua, corrupta, incapaz de resolver los grandes problemas del país y dedicada a preservar sus privilegios de manera contumaz.
Ese hubiera sido el momento de analizar con la profundidad necesaria la naturaleza de la disconformidad creciente. Era claro que un amplio sector social sentía que estaba en juego la seguridad sobre el devenir de sus propias vidas en momentos de gran volatilidad y vertiginosidad política donde parecían agotarse las certezas. En pocos años, durante los gobiernos de Macri y Alberto Fernández ese estado de ánimo colectivo se profundizó y comenzó a sentirse representado por un pedido de verticalidad y liderazgo. Era lógico. Tanto la experiencia populista como el gradualismo neoliberal había cambiado la política por una serie de expresiones mitológicas, por una teología política que en poco tiempo fue mutando hacia un clamor sordo e inorgánico de demandas, que le quedaron servidas a la derecha como hoja de ruta para llegar al poder.
Se fue articulando un anhelo masivo que clamaba por terminar con la impotencia de la política, ante la incapacidad de los gobiernos previos para escuchar a sectores que durante la pandemia amasaron sentimientos iracundos, en muchos casos de sana restauración de lo antiguo, de las tradiciones que siempre se traducen como certezas. El progresismo inmaterial, que hegemonizó desde los reclamos de los derechos de las minorías hasta la línea político económica que bajó el kirchnerismo apeló al fantasma delirante del fascismo. No advirtieron, en su precaria mirada de la realidad, que ya no alcanzaba con la declamación de derechos y su sumatoria, en tanto y en cuanto esos derechos no alcanzaran las grandes demandas de plena materialidad: trabajo digno, vivienda, atención a los sectores productivos, crecimiento, acceso a una nueva movilidad ascendente, necesidad de una recreación teórica y una revalorización siempre trabajosa del argumento como forma de hacer política. El enojo devino en agitación regresiva y procaz. Del otro lado aturdía un silencio impotente. En el momento más crucial, donde el pensamiento era un insumo urgente que no podía importarse, la trama “intelectual” de la casta no hizo más que reiterar las viejas consignas y profundizar el marco agitativo desde un progresismo con ontología propia (no sólo era parte del kirchnerismo sino que había alcanzado a ocupar muchos cargos públicos y espacios en medios afines de prédicas en la mayoría de los casos erráticas). Eso marcó un decidido punto de inflexión. La derecha comprendió, en cambio, que debía profundizar la idea de la existencia de “la casta” que -desde luego- nada tenía que ver con los verdaderos dueños del país, la entrega del patrimonio nacional y un retroceso neocolonial, sino con las lisonjas y los pequeños privilegios de los torpes administradores de la cosa pública, la desigualdad y la ostentación irritante y en muchas oportunidades obscenas. Las plataformas y las redes fueron los nuevos aparatos ideológicos destinados a reproducir mensajes extremos y reaccionarios que podían ser leídos en tiempos prietos. Técnicas y argumentos rápidos para agudizar la ira y el manejo de los algoritmos. De esa manera, se consiguió llegar a grupos marginados para enardecer sus frustraciones, sabiendo que el enojo se enciende rápidamente en aquellas personas que perciben una incertidumbre total sobre su destino inmediato y la injusticia de esas privaciones. En ese contexto, donde se hace dramática la desigualdad de oportunidades en un mundo fragmentado, cambiante y brutal, no podía esperarse que la derecha asimilara la idea de casta a la de clase dominante. Era mucho más lógico suponer la bendición del capital como nueva religión, naturalizar la desigualdad y caer con toda la fuerza sobre el estado, descontando su ontológica e irreversible naturaleza maldita.