Por Eduardo Luis Aguirre


El imperio más grande en la historia humana fue el británico, que abarcó los seis continentes habitables, además de los territorios antárticos que los británicos reclaman como propios. Sin embargo, la monarquía española alcanzó a ocupar durante su apogeo alrededor de 20 millones de kilómetros cuadrados, lo que lo transforma en el quinto imperio más extenso que conoció la humanidad.

 Alcanzó su mayor expresión militar, política y económico bajo la dinastía de los Habsburgo durante los siglos XVI y XVII, y su mayor extensión territorial con los Borbones en el siglo XVIII, cuando llegó a ser el imperio más grande del mundo. El Imperio “en el que nunca se ponía el sol” llegó a acumular un poder impresionante del que, extrañamente, no guardamos un debido registro, pese a que fuimos parte de esa enorme potencia mundial. La versión escolar de la historia nos ha impedido entender en su verdadera complejidad la evolución y el declive de la corona española, el rol que jugó Gran Bretaña en una disputa globalizada que se dio en el plano militar, geopolítico, cultural, religioso y económico. La derrota española habilitó el surgimiento de un mundo donde la anglosfera alcanzó una hegemonía incomparable.

Es muy interesante poder analizar el rol que jugó el arte, en especial la literatura y el lenguaje en esa disputa mundial extraordinaria donde se corrieron los ejes y los límites y se produjo el cambio más rotundo que conozcamos en materia de relación de fuerzas. También, por supuesto, la influencia decisiva que en materia paramilitar alcanzaron los corsarios y la piratería, que se convirtieron en actores imprescindibles para interrumpir o al menos obstaculizar el tránsito de riqueza desde América a la metrópoli. Ese hiato fue uno de los dos elementos cruciales que explican la debacle hispánica. El otro lo explica Jorge Abelardo Ramos. A diferencia de las potencias coloniales europeas, España no destinó aquel proceso fabuloso de acumulación primitiva de capital para crear una clase burguesa a la altura de las que emergían desde el primer capitalismo. Desde una nobleza improductiva hasta una multitud de mendigos que algunos historiadores calculan en el 30% de la población peninsular y un gasto fenomenal en infraestructura y gastos eclesiásticos, las fortunas americanas se fueron agotando y con ese declive se selló la suerte hispánica.

Pero el imperio español no solamente debió afrontar el azote de la piratería o de holgazanes de distinto linaje. El imperio fue el que destinó mayores emolumentos, durante siglos, al sostenimiento de un sistema, de una verdadera e increíble red de espionaje en todo el mundo. Según algunos investigadores, la corona destinaba a cubrir su ejército de espías en seis meses el mismo dinero que Gran Bretaña en seis años.

 Felipe II (imagen), gracias a sus servicios de inteligencia, contaba con información más fiable que otros monarcas europeos. Y que llegaba a sus manos con más rapidez. Más de un embajador extranjero comprobó que asuntos sobre su propio país los conocía el soberano español con anterioridad.

Esta verdadera CIA del Renacimiento que, por supuesto, estaba a la vanguardia de Europa, fue asumida siempre como fundamental para conservar los dominios imperiales que estaban en juego.

Por eso, el soberano aconsejará a su hijo y sucesor, Felipe III, que procure estar informado “de las fuerzas, rentas, gastos, riquezas, soldados, armas y cosas de este talle de los reyes y reinos extraños”. Así, con datos precisos sobre sus enemigos, sabría sus puntos fuertes y dónde estaban sus debilidades, conocimiento que le permitiría diseñar su política exterior.

Podría responder entonces a preguntas básicas: ¿cuándo atacar?, ¿cómo defenderse? El cuerpo diplomático se ocupaba, entre otras responsabilidades, de organizar la recogida clandestina de información. De un embajador se esperaba que ejerciera de espía, y algunos, como Bernardino de Mendoza, representante español en Inglaterra y más tarde en Francia, ejercieron esta función con especial éxito y audacia.

Lo mismo sobornaban a funcionarios extranjeros que se hacían con documentos fundamentales para las campañas militares. Por ejemplo, el mapa de los asentamientos franceses en Florida, imprescindible para la expedición que los eliminó. Para que esta información resultara útil, antes tenía que llegar al despacho del rey. Según Geoffrey Parker, Felipe II contó con un servicio de correos de una eficacia nunca vista hasta entonces.

Una red de mensajeros enlazaba Madrid con las principales capitales europeas, como Roma, Viena o Bruselas. Tenía que enfrentarse a las rudimentarias comunicaciones de la época, pero aun así transportaba tal cantidad de avisos que los gobernantes españoles se veían desbordados. Como vivían inmersos en montañas de documentos, el rey y sus colaboradores no tenían siempre tiempo para analizar todos los datos de un problema. Era imposible que sus decisiones fueran siempre las más apropiadas.

A los espías se les pagaba, por motivos de seguridad, con fondos reservados. El carácter secreto de este dinero daba pie a los abusos, ya que más de un alto cargo (incluso un virrey) podía sentir la tentación de apropiárselo ante la ausencia de controles eficaces. 

Pero la intriga diplomática que custodiaba con mano de hierro Felipe II no solamente se ocupaba de lo que ocurría en Europa. Quien lea la célebre carta que Lope de Aguirre le envió al monarca podrá intuir que había en ella algo que no se relataba en las crónicas. Algo mucho más oscuro, propio de la sordidez que excede la personalidad circunstancial de un sujeto, de un cruel desquiciado. Era claro que había en juego razones políticas mucho menos conocidas y que El Peregrino era algo más que un personaje simplificado por la historiografía dominante. De lo contrario, es difícil entender que un desfavorecido oñatarra viajara hasta Sevilla, se pusiera al mando de su majestad y luego recorriera, como en un péndulo, desde Lima (donde existían documentadas pulsiones separatistas) hasta los marañones, desde Asunción hasta Venezuela. Lo que había en juego en esa América todavía desconocida era inimaginado por los propios conquistadores. Las condiciones objetivas, la dureza del emprendimiento y la magnitud de las frustraciones se daban en un interesantísimo armado político que duraría hasta principios del siglo XIX.

Fuente:  https://www.lavanguardia.com/historiayvida/edad-moderna/20191108/471409742498/espias-felipe-ii.html