Por Eduardo Luis Aguirre

La guerra entre la OTAN y Rusia, que transcurre sobre la sufrida y feraz geografía del oeste ucraniano está cada vez más lejos de poder caracterizarse como una guerra híbrida. El conflicto amenaza transformarse en los próximos meses en una guerra directa, global, en la medida que observemos territorios en disputa que raramente ocupan los titulares de los diarios. Armenia, Azherbaijan y África, pero también la situación de Okinawa, en Japón, donde las tropas estadounidenses causan desde hace años afrentas y vejaciones de todo tipo sobre la población local. Esto ha llevado al surgimiento de pulsiones separatistas en esa región japonesa, un país que EEUU ha contribuido a rearmar (como lo hemos analizado en este mismo portal en más de una oportunidad) porque lo considera vital en un posible y futuro conflicto con China, en el que también los norteamericanos conservan el portaaviones natural de Taiwan. Para eso no hay más que recordar la visita de Nancy Pelosi a Taipei y la repulsa y preocupación que la misma causó en Pekín hace menos de un año. Tal vez China no sea ajena a la agitación en Okinawa, porque prevé que en la futura partición del mundo le resulta necesario y estratégico utilizarla como un enclave vital porque intuye que los cambios posteriores a la guerra serán de su directa incumbencia. Si, como lo pide Ucrania y lo alientan países como Polonia o la misma Holanda, entre otros, Zelenzki llegara a juntarse con 600 tanques Leopard en pleno funcionamiento (toda una incógnita envuelve al estado de estos pertrechos y el sostenido proceso de “canibalización” al que han sido sometidos estos carros, de carísimos insumos) para la desesperada ofensiva de primavera, el conflicto se parecerá demasiado a una guerra directa de los europeos contra Moscú. Esto, debo aclararlo, son conceptos del canciller Lavrov. Por fuera de ellos, la alianza creciente entre China y Rusia ha transformado el pretendido multilateralismo en una confrontación económica y militar entre bloques. Hasta ahora, la guerra ha producido una verdadera tragedia humanitaria en Ucrania, cuyo futuro como nación unificada es materia de dudas y conjeturas, y ha ocasionado un compromiso asfixiante para Europa, cuyos gastos operativos y riesgos asumidos son imposibles de calcular a priori, porque la Unión Europea no es un todo homogéneo ni es solamente europea. El viejo continente, como lo ha dicho Putin, ha decidido deponer el concepto (históricamente europeo) de soberanía y supeditar el mismo a su socio atlantista mayor y extra continental. Los libros de historia intentarán explicar en el futuro por qué el continente del estado de bienestar y las socialdemocracias de posguerra eligió el intrincado pasadizo de la guerra, que pone a prueba uno de los factores más elocuentes para evidenciar su debilidad: la diversidad y las distintas posiciones que asumen sus países a la hora de colaborar con un gobierno del que siempre desconfiaron. Recordemos que Ucrania llevó al poder a un comediante que, como suele ocurrir, era mucho más (o menos) que eso. Zelenski está tan acusado de corrupción como los gobiernos anteriores. Este presidente que fue rusófono en su infancia temprana, está sospechado por el trumpismo de haber realizado negocios y perpetrado corruptelas varias de la mano de un hijo de Biden y un poderoso cómplice ucraniano. Por eso es que sorprende que el presidente argentino haya dado nuevamente muestras de su incontinencia verbal en su nota en “Método Rebord”, donde se ufanan de que tanto él como el actual ocupante de la Casa Blanca tienen una mala opinión de Trump. Al maduro Biden le sobran los motivos de preocupación, sobre todo si en las próximas elecciones estadounidenses se impusieran los republicanos. A Fernández le cuesta sostener la mínima discreción que se espera de la palabra presidencial después de un encuentro con el líder de la primera potencia mundial.