Por Eduardo Luis Aguirre 


La nueva capital de Brasil (las anteriores fueron Salvador de Bahía y Río de Janeiro), fundada en 1960 (fue construida en poco más de tres años) y calculada para que vivieran alrededor de 500.000 personas, la mayoría de ellas funcionarios públicos, hoy es una megalópolis habitada por casi 5.000.000 de ciudadanos si consideramos también la zona metropolitana o gran Brasilia.

Muchos de ellos, descendientes de los obreros que construyeron en tres años una ciudad con forma de avión, un símbolo de un país con prosapia imperial, con una burguesía pujante y desarrollista que hace medio siglo, como ahora, sigue valorando la importancia de su espacio vital. Brasilia, en el siglo XXI, es un conglomerado sin alma propia, heterogéneo y multitudinariamente pobre (más de un millón de personas viven hacinadas en las favelas que circundan la ciudad, en condiciones de extrema violencia y privación). Las razones que llevaron en su momento a acometer la utopía de levantar semejante conglomerado modernista a más de mil kilómetros de Río de Janeiro y San Pablo, y a más de tres mil de Manaos, no sólo se proponía cumplir con un mandato constitucional sino que esgrimía por entonces dos razones poderosas que justificaban el emplazamiento. Una geopolítica, que garantizara al extremo la soberanía brasileña rodeada por vecinos en general hispanoparlantes, y otra militar, que consolidaría al Brasil como una potencia, tal como ahora se lo considera al octavo país del mundo. La idea de construir una capital lejos del litoral marítimo era una aspiración que los portugueses ya acuñaban en el siglo XVIII. La construcción de la ciudad fue asumida finalmente por Juscelino Kubitschek, el primer presidente gitano del mundo, luego nombrado el Brasileño del siglo XX y uno de los presidentes constitucionales más respetados de la historia de Brasil. Por qué digo esto? Porque en la ciudad de los sueños, rodeada casi totalmente por Goias y Minas Gerais y desbordante de favelas y violencias, en las últimas elecciones arrasó Jair Bolsonaro. A esto me interesaba llegar.

Es obvio que no tiene sustento usar el "odio" como un mantra vocalizado por almas bellas que se autoperciben moralmente superiores. Lo que existe es una teología política sumado al hartazgo histórico de la exclusión, el hambre y la intervención potente de las iglesias evangélicas (mucho más presentes que en la Argentina, como bien nos lo explicó Diego Mauro en este mismo portal). No se trata de fascistas. Son sujetos que no son hablados por las izquierdas posmodernas o neoliberales. Son dolientes, nuda vidas, a las que les importan muy poco las conquistas blancas y citadinas, porque ellos no tienen retorno a las ciudades más desarrolladas donde soñar con el acceso (también imposible) a una vivienda, a un trabajo, a la educación, a la salud, a un orden social común y medianamente armónico. Cuando Brasilia tenía apenas 32 años de existencia, las fuerzas policiales de Río de Janeiro ingresaron en una de las favelas. Con el pretexto de la conjuración del delito organizado acribilllaron y asesinaron a 13 personas y abusaron de un número indeterminado de mujeres. Esa lógica apocalíptica continúa. Todos recordamos Carandiru. Brasil tiene hoy alrededor de un millón de personas privadas de libertad. Por eso prenden los discursos pletóricos y urgentes del hacer. Del hacer ahora. En lo inmediato. Aparece la teología en su más plena acepción mesiánica. Aparece un orden colonizante, alienante, conservador. Algo de qué asirse en este marasmo de todos contra todos. Al mismo tiempo, fraacasan las experiencias populares light del mundo que no le tocan un pelo a los poderosos. Después del intento golpista, el capitán canalla no volvió a hablar, hasta que se expresó en sus redes desde Estados Unidos, un país cuyo presidente se escandaliza con el conato y alienta los microrrelatos funcionales al neoliberalismo. Bolsonaro no falla en la evocación de la suma de todos los males. Acusa al comunismo, al populismo, a la izquierda. En realidad, embate contra una izquierda que no expresa a los sectores subalternos. Ni en Brasil, ni en Chile, ni en España, ni en Italia, ni en los países bálticos ni en los nórdicos. Definitivamente, algo falló en Brasilia. Algo tan importante como la revalorización imprescindible y urgente de la democracia, como ha señalado para nosotros, en exclusiva, el filósofo Luis Alegre Zahonero, un ex Podemos que reconoce identidades allende el atlántico. O como lo enuncia Eduardo Crespo cuando se refiere a los recursos naturales y su explotación inexorable en su artículo "Transiciones energéticas" (http://revistas.ungs.edu.ar/index.php/margenes/article/view/199).