Por Eduardo Luis Aguirre

El 15 de abril de 1980 fallecía en filósofo, escritor, pensador y dramaturgo Jean Paul Sartre. Sesenta mil personas participaron de las exequias de un intelectual marxista, antiimperialista y anticolonialista. El conmovedor espectáculo graficaba el estado de una conciencia colectiva que doce años antes había generado un cimbronazo progresista en el pensamiento político mundial.

Del mayo francés siguieron emergiendo pensadores de izquierda, postmarxistas en su mayoría, escritores e íconos de la cultura que transformaron a París en la verdadera y única ciudad de las luces y en un verdadero espejo para las juventudes del mundo.

Menos de cincuenta años después, el panorama social y político francés no puede ser más distinto ni más desalentador. Las primigenias presencias de partidos y expresiones de extrema derecha pasaron de ocupar un espacio marginal a obligaros a reflexionar sobre la deriva de las izquierdas y la emergencia de una derecha consolidada, que acaba de perder en la segunda vuelta las presidenciales capturando el 40 por ciento de los votos de los franceses y sumando casi 3 millones de sufragios a su intentona anterior.

Los votos a la ultraderecha deparan otras perplejidades que parecen asimilarse a lo que ocurre en otros países de occidente. La primera es que, si bien estas expresiones radicales caen derrotadas en los grandes centros urbanos, en el interior del país la tendencia es marcadamente distinta. París sería el caso más emblemático, hecho festejado de manera exultante por la alcaldesa socialista Anne Hidalgo, cuyo espacio político, al igual que el gaullismo conservador, alcanzaron porcentajes ínfimos. Con alrededor de un 2 por ciento de los sufragios, se hace difícil explicar que entre 2012 y 2017 el socialismo tuviera al presidente Francoise Hollande en el Palacio del Elíseo.

La otra sorpresa estuvo dada por la edad de los votantes que adhirieron al lepenismo. La mayoría de esos jóvenes, a contrapelo de sus politizados antecesores del 68’, votaron a un partido neofascista. Según un estudio que publicara en su cuenta de Twitter el analista Artemio López, entre los electores de 60 a 69 años Macron ganó con el 69% de los votos y obtuvo el favor del 72% del electorado mayor de 70 años. Pero entre los jóvenes, Le Pen arrasó. Se llevó el 59% de las preferencias de los votantes de entre 20 y 24 años y el 54% entre los de 25 a 34 años, imponiéndose entre los de 35 a 49 años con el 55%.

Los elementos de imprescindible análisis no terminan aquí. En los barrios pobres el abstencionismo fue alto, pero entre los que fueron a sufragar en el balotaje la ultraderecha volvió a hacer pie, tal como había ocurrido en la primera vuelta. Lo mismo aconteció con los sectores de menores recursos, menor expectativa de vida y más bajos ingresos, según informaba la agencia Reuters.

La ideología de Le Pen ya no asusta ni alarma a los electores. Por el contrario, hay una naturalización condescendiente de su figura que atiende más a su cercanía a las preocupaciones de la gente, su simpatía, o alguna de sus postulaciones antieuropeístas, según informaba el diario español El País. Con un gran sentido de la oportunidad, el africanista Omer Freixa recordó de inmediato en sus redes sociales la impronunciable modalidad que Jean Marie Le Pen, padre y antecesor de la candidata ultraderechista, proponía como “solución final” para la inmigración africana en Europa.

Hay que pensar en estos nuevos sujetos políticos y en la densidad creciente de las adhesiones a las formulaciones antidemocráticas. Seguir repitiendo la cantinela de que una multitud de millones y millones de personas en diferentes países vota “en contra de sus intereses” es casi un agravio a la inteligencia y un suicidio en masa. Si las opciones populares, nacionales y democráticas confirman su debacle está claro que ese es el fenómeno político a dilucidar. No hay duda que el proceso neoliberal de aculturación, alienación y colonización de las subjetividades está produciendo un daño incalculable a la condición humana. Pero esas formulaciones no trascienden el marco explicativo, en el mejor de los casos. La urgencia de la hora reclama una nueva forma de pensar este hiato trágico de la historia. Pensar el “qué hacer” que ya planteaba Lenin en este marasmo escalofriante. Porque ya no estamos en medio de una disputa ideológica, solamente. Está en juego la supervivencia de nuestra casa común.