Por Eduardo Luis Aguirre
El "miedo al futuro" (*) se hace cada vez menos difuso. Una pesadumbre generalizada recorre el planeta. Al acelerado colapso ambiental se suma la barbarie del capital en su más injusta y flagrante modalidad de acumulación, una pandemia de pronóstico todavía incierto y una veintena de guerras diseminadas en diferentes latitudes.
El sistema de control global está dispuesto a garantizar este ríspido orden y le sobran herramientas para hacerlo. Militares, financieras, mediáticas, judiciales, corporativas, coercitivas y culturales. La relación de fuerzas entre el capitalismo y los pueblos dolientes parece haber alcanzado la situación más desfavorable para los desposeídos, los explotados, los expropiados y los oprimidos. Se multiplican por doquier los no-Otros, las vidas desnudas, los homo sacer, y a nadie parece importarle demasiado. Se ha naturalizado la barbarie auto y heterodestructiva, la muerte, las guerras, la injusticia y la violencia. Las últimas imágenes de la política internacional no pueden ser más elocuentes. La pandemia no solamente no afectó al sistema global sino que el capitalismo "puso a producir" (como dice Liliana Ottaviano) al coronavirus como si los insumos y vacunas significaran una nueva mercancía de un monstruoso mercado capaz de procesarlo todo. Los resultados de las elecciones recientes en el mundo no dejan de preocuparnos. Le Pen logra su mejor performance en Francia y plantea un escenario de incertidumbre porque ha ganado entre los cuentapropistas y los sectores más vulnerables de su país. Víctor Orbán arrasa con una oposición húngara que fue a los comicios por primera vez unida. Las confortables “izquierdas” europeas se baten en retiradas ante el avance de lo que denominan “ultraderechas”. El gaullismo y el socialismo galo quedan al borde de la desaparición y lo propio ocurre en Alemania y se expresa de manera muy similar en España con la debilidad objetiva del gobierno de coalición de Sánchez. Todas esas izquierdas neoliberales se declaran abiertamente anti rusas y contribuyen a la confusión general, tal como lo ha hecho también el gobierno argentino en una reciente votación contra Moscú, pocos días después de que -en otra expresión equívoca- el propio presidente Fernández sorprendiera con una frase rimbombante y riesgosa mediante la que expresara su deseo de que Argentina se habilitara como la puerta de entrada del gigante euroasiático en América Latina. Un continente donde se acumulan las situaciones problemáticas y que, con la administración Biden, ha comenzado a sufrir el asedio cada vez más explícito de Estados Unidos. El imperio que lidera la alianza militar ofensiva más grande de la historia ha recobrado su protagonismo, un antiguo imperio quiere volver por sus fueros y un tercer actor, China, seguramente aspira a serlo en el futuro. Esta disputa parece dificultar el multilateralismo que anunciaban los analistas. Pero además pone al descubierto ciertos yerros conceptuales de las izquierdas en los que el capital financiero nunca incurre. Empezando por la propia caracterización de izquierdas y derechas.
La relación con los nacionalismos y con las creencias trascendentes son dos de los puntos nodales que deberían discutir los progresismos. También, esta apresurada tendencia a saludar el advenimiento de ciertos gobiernos porque son un poco más amigables en materia de derechos civiles y políticos. Una conquista que, para colmo de males, puede derrumbarse al interior del capitalismo circular en la medida que se sigan imponiendo facciones xenófobas, homofóbicas y profundamente neoliberales en lo económico y social en las elecciones de todo el mundo.
La construcción de pueblo que reivindica el populismo no es más que un legado del Frente Nacional que impulsaban los marxismos de las izquierdas nacionales. Esa alianza de capital y trabajo que se corporizó en el más grande movimiento nacional y popular del mundo, que hoy se debate y se desangra en una bolsa de gatos de preocupante final abierto. Ese Frente, que no está compuesto solamente por el obrerismo ni el proletariado, incluye desde luego un nacionalismo emancipatorio porque su contradicción principal sigue siendo Nación vs oligarquía e imperialismo. Y logrará imponerse en la medida que articule las demandas equivalenciales de sectores dinámicos que hoy integran la alianza política que gobierna la Argentina. Por supuesto, ese movimiento aloja y contiene a millones de creyentes. Y esto dista de ser un hallazgo argento. Lo propio pasa en Rusia o en Ucrania, donde la religión alcanza una categoría identitaria que se yuxtapone con lo nacional.
Está claro que el rol de Argentina debe ser de absoluta neutralidad en el conflicto de Eurasia, rubricar que la guerra siempre es repudiable y que la paz se debe reivindicar en todo tiempo y lugar. Pero esa posición no debe ubicarnos en el umbral antojadizo de no distinguir entre el imperio que históricamente nos agobia, nos explota y nos masacra y otras potencias con la que nuestros países están construyendo trabajosamente lazos de cooperación. ¿O alguien puede colocar en el mismo plano de amenaza al tradicionalismo ortodoxo y a la OTAN?
Son épocas de luchas defensivas. De ampliar la base de sustentación de los intentos emancipatorios (incluso potenciando al máximo el protagonismo de las instituciones regionales) y dejar de lado las moralinas individuales y domésticas que nos conducen fatalmente a la dispersión. De advertir que lo que aconteció en la primera década del tercer milenio no puede retornar en nuestra región, al menos en lo inmediato y con aquel formato. Que los cambios cada vez más pronunciados en las subjetividades, en las relaciones de producción y en los procesos de acumulación y distribución, nos conminan a militar una creatividad contingente que empieza por resistir las frustraciones de las expresiones gubernamentales que seguramente no nos contienen del todo, pero que son el único vallado para evitar el regreso de las políticas neoliberales más duras. La tarea de los mayores es ímproba y amarga. Hay una gran frustración existencial entre muchos compañeros. Sabemos, de cara a la finitud, que tal vez lo efímero de la instancia vital no nos sea generosa y no alcancemos a ver un horizonte de proyección diferente por el que tantos han luchado y dado lo más valioso de sí. Pero eso no debe dar paso a la desesperación masoquista, el individualismo nihilista o el principismo ingenuo. Todo eso que las clases dominantes tienen tan pero tan claro.
(*) Kierkegaard: El concepto de la angustia, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1965, p. 280; González Duro, Enrique: Biografía del miedo, Ed. Debate, Barcelona, 2007, p. 251.