El investigador Diego Mauro explicaba hace pocos meses que las creencias trascendentes han expandido su influencia en todo el mundo. Por diversos motivos, los sujetos se afilian a distintos tipos de religiones cada vez con mayor asiduidad. El caso de Ucrania se inscribe en esa tendencia. Los cristianos ortodoxos subieron de un 75% de su población a un 83% en las últimas constataciones.
El conflicto con Rusia también ha agrietado la cuestión religiosa. La república, cuando estaba presidida por Petró Poroshenko, creó una iglesia ortodoxa propia (Iglesia Ortodoxa Ucraniana) que no debiera responder al patriarca de Moscú. La decisión de su adscripción quedó en manos de los fieles y está en pleno proceso de resolución en medio de un conflicto cuyo voltaje no aminora.
El veterano Poroshenko fue desalojado del poder por el cómico Volodimir Zelensky, un personaje de 41 años, sin ninguna experiencia política, que aprovechó la veta de la corrupción (un problema estructural del país) para arrasar en las elecciones de 2019 en este impresionante y diverso país, el único de Europa que se encuentra en una situación de conflicto de tales características. Ni la venalidad, ni la situación económica, ni los miles de muertos que Ucrania reportaba como consecuencia de los enfrentamientos pudieron ser resueltos por Poroshenko. El proceso de despolitización creciente, la falta de legitimidad política, el pesisismo generalizado y la crisis social crearon las condiciones para que un personaje de las características de Zelensky sea hoy el jefe de estado ucraniano, después de unos comicios que exhibían en sus listas a figuras del espectáculo, deportistas y empresarios.
De hecho, el alcalde de la capital es el ex campeón de boxeo Vitali Klitschko, que en este fárrago ha decidido alistarse en las fuerzas armadas para “defender a Kiev con las armas”.
Solamente un 9% de los ucranianos cree en sus gobernantes, según una encuesta de Gallup. Una cifra que contrasta con la media de los países post-soviéticos, que está en el 48%. La media global se sitúa en el 56%.
Esta endeblez institucional condiciona a un país en estado de emergencia. Si Rusia concreta su idea de un gasoducto que evite pasar por territorio ucranio y abastezca directamente a Alemania la suerte del país estaría echada.
En plena tensión con Rusia por la amenaza de intervención de la OTAN (la alianza militar, ahora ofensiva, más grande de la historia de la humanidad), la pérdida de Crimea y un conflicto latente en el Donbás, este país de 44 millones de habitantes es un punto clave para Europa y todo Occidente. Para Europa, la situación no puede ser más complicada. Más allá de la altanera presencia reciente de la representación de la diplomacia británica en Moscú, lo cierto es que un conflicto a gran escala podría ser fatal para un Viejo Continente cuya población no tiene ninguna vocación de inmolarse en una guerra en la que no habrá vencedores. Mucho menos cuando son conminadas a defender en nombre de la alianza atlántica a un país que ni siquiera registran como parte de la unión.
Empezamos este artículo haciendo mención a la potencia de la religión, particularmente en Ucrania. Los números que mostramos son categóricos. Más del 80 por ciento de los nacionales de ese país son cristianos, menos del 10 por ciento cree en sus funcionarios.
No es el único lugar donde triunfa en elecciones la antipolítica, ni se unge un candidato curioso como jefe del estado, ni se reedita la desconfianza colectiva como moneda de cambio. Por el contrario, este parece ser un fenómeno en los países que habitan los nuevos sujetos formateados por el neoliberalismo.
En Ucrania, la situación en los últimos años adquirió tintes especialísimos y el país llegó ubicarse en 2019 en el puesto 122 de 188 en el índice de percepción de la corrupción de la organización Transparencia Internacional. Si bien esos guarismos habrían mejorado, todavía sigue cerca de países como Níger o Malí. Así que, el país más pobre de Europa —por detrás de Moldavia—, según el Fondo Monetario Internacional, no puede superar un estado de crisis endémica que se llevó puesto al gobierno de Poroshenko y ya asedia al de Zelenzky, acusado de delitos de corrupción y enriquecimiento que van desde una lujosa villa no declarada en Italia hasta negocios personales en la propia Rusia, nada más y nada menos. Estas prácticas, que llevan el sello de los magnates que utiliza el gran capital para acceder al poder en diferentes países, estuvieron precedidos por políticos tales como Yulia Tomoshenko, la heroína del Maidán, que también fue presa por delitos contra la administración pública y ahora ha vuelto al ruedo de la política con su partido “Patria” de pie.
La gran discusión que se da al interior de la iglesia cristiana, como vemos, no tiene que ver solamente con una cuestión religiosa. Los líderes cristianos saben que ocupan el rol de una suerte de reserva moral en un maremágnum de descreimiento y con un nivel de conflictividad extremo. La religión no es vista como una amenaza a la laicidad del estado sino, por el contrario, como un reaseguro de transparencia en una sociedad atravesada por el desánimo y el pesimismo. Un fenómeno que, como ya vimos, se ha generalizado en todo el mundo, sobre todo durante el acontecimiento pandémico, donde las más extrañas y variadas creencias disputan un lugar bajo el sol tenue de las sufridas democracias de baja intensidad y rente a la evidencia de que el sistema global ha demostrado que no puede dar respuestas a los grandes y urgentes problemas humanos. Por el contrario, el capital ha reaccionado frente a estas disrupciones poniéndolas a producir y profundizado el extraordinario proceso de acumulación de riqueza en pocas manos.
Fuentes: Derecho a Réplica
publico.es
elpais.es