Por Modesto Guerrero





Bastó una breve y fallida rebelión militar para que Hugo Chávez se convirtiera en lo que más había soñado: un joven rebelde con un sueño,  un

revolucionario nacionalista.

A las acciones llegó de la mano de Maisanta, difuso tutor espiritual de sus designios.

Sesenta y ocho años después, el bisnieto se encontró tan vencido y preso como su bisabuelo sesenta y ocho años antes.

Nadie supo ese día que la norma histórica cedería ante la contradicción y la combinación imprevista de novedades sorprendentes.


Hugo Chávez sintió su condición dionisíaca sin controlar sus resultados. La palabra superó a las acciones. El 4 de febrero de 1992 contuvo el animismo y el realismo, sus dos dimensiones personales. Fue la epifanía de la condición heroica que conocería años después en forma de desafío al imperio, a sí mismo y a la muerte. “Ser héroe es estar en permanente conflicto entre dos mundos”, apunta el psicoanalista José Bauzá en su obra El mito del héroe.

Aquel día aciago vio elevarse el “Árbol de las tres raíces” y sus arquetipos, Simón Rodríguez, Simón Bolívar y Ezequiel Zamora, los primeros dioses inquietos de su Olimpo personal.


Aquel joven militar rebelde sintió el 4 de febrero la exaltación de alguien que se sentía destinado para aquella jornada de alto voltaje. Se había preparado para ella durante casi 20 años.


La paradoja, la singularidad y el contrasentido, tres recursos que la historia usa muy de vez en cuando para crear personalidades insospechadas, tallaron al líder bolivariano en la rugosa madera de la historia social.