Por Eduardo Luis Aguirre

Hace un año, exactamente, centenares de partidarios de Donald Trump tomaban por asalto el emblemático edificio, en lo que más que una protesta expresaba la impugnación violenta del reciente resultado electoral en el que su referente político era derrotado por el veterano demócrata Joe Biden. 

Esos comicios registraban un componente atípico. Un “outsider” del sistema político americano perdía la compulsa pero conservaba nada menos que setenta millones de votos. Aquellos manifestantes que protagonizaron la asonada eran mucho más trumpistas que republicanos, y las grandes cadenas televisivas aprovecharon para mostrar hordas desencajadas de curiosos personajes que tiraban por la borda la invicta estirpe de la paradojal democracia de la primera potencia del mundo. Eran exhibidos como una anomalía, como una amenaza contra la institucionalidad estadounidense.


Un año después, el episodio –para nada menor- sigue siendo caracterizado con ese mismo dejo entre temeroso, especulativo y desdeñoso, tal como lo hizo hace pocas horas el mismísimo Biden: "El expresidente de Estados Unidos de América ha creado y difundido una red de mentiras sobre las elecciones de 2020. Lo ha hecho porque valora más el poder que los principios", afirmó. 

"Su ego herido le importa más que nuestra democracia y nuestra Constitución. No puede aceptar que perdió", dijo Biden en un discurso desde el Capitolio, en el primer aniversario del ataque que dejó cinco muertos y 140 agentes heridos.

El presidente de EEUU señaló que "por primera vez" en la historia de ese país "un presidente no solo acababa de perder una elección, sino que trató de evitar la transferencia pacífica del poder cuando una turba violenta irrumpió en el Capitolio". "Pero fracasaron. Fracasaron. Y en este día de conmemoración, debemos asegurarnos de que tal ataque nunca, nunca, vuelva a suceder".

El ex presidente Jimmy Carter expresó una preocupación similar en un artículo escrito nada menos que en el New York Times, un medio que representa a lo más granado del capitalismo financiero estadounidense. Carter, al igual que Biden, habló de una democracia “en riesgo” en una nación que “se tambalea” y que puede derivar en un “conflicto civil” si no se acota el protagonismo del entorno de Trump, cuyos partidarios:

"avivan la desconfianza en nuestros sistemas democráticos". Según Carter estos grupos "han aprovechado la desconfianza que han creado para promulgar leyes" que posibilitan a los partidos "intervenir en los procesos electorales". En esa misma dirección, ha planteado su inquietud por la forma como el trumpismo está "persuadiendo a muchos estadounidenses para que piensen y actúen de la misma manera, amenazando con derrumbar los cimientos de nuestra seguridad y democracia con una velocidad asombrosa", al tiempo que exhortó a "los líderes y candidatos que defiendan los ideales de libertad y promulguen una buena conducta" para que "la democracia estadounidense perdure". 

Visto desde nuestra excéntrica ubicación geopolítica, el conflicto admite una mirada matizada, casi alternativa.

Es cierto que una buena parte de los seguidores del también excéntrico ex presidente forman parte de una enorme masa anónima proveniente de geografías, creencias, sueños americanos, concepciones y oficios que poco tienen que ver con el mundo financiero que representan los demócratas, y que encontraron en el desmañado magnate la posibilidad de volver del ostracismo y el olvido al que habían sido conminados por un nuevo capitalismo que, claramente, dejaba afuera a millones de sujetos que, acaso contrariando a Han, todavía producían manufacturas con sus manos y sus máquinas, que habitaban un mundo de “si-cosas” que, con todo derecho, sufrieron la marginación total de Washington. Empezando por las otrora pujantes ciudades de los grandes lagos, pilares del capitalismo industrial y siguiendo por el cinturón del óxido, los “farmers” desencantados. A eso hay que sumar la desconfianza y el espanto de migrantes o sus descendientes, desocupados, sin techo, etcétera. Un sujeto político que se armó como pudo por fuera del confortable bipartidismo y se visibilizó con la misma violencia con la que muchas otras derechas se expresan en el mundo, pero en esa movilidad expresaron una vez más -en el propio corazón del imperio- que los cambios sociales se producen a través del conflicto y no del consenso. La diferencia con las derechas ultraderechizadas de por aquí a la vuelta es justamente esa: su relación con el trabajo. Generaciones de sueños sacrificiales por un lado, especuladores financieros, exportadores del cinturón de Huergo y alienados de falsa conciencia por el otro. A un año de la asunción de Biden, la pulcritud doméstica proliferó rápidamente en las consabidas lógicas bélicas e intervencionistas más o menos atenuadas en Medio Oriente, en el Lejano Oriente, en Ucrania, en Europa y en América Latina.