Por Eduardo Luis Aguirre

Hace treinta años, el 25 de diciembre de 1991, el entonces presidente de la Unión Soviética anunciaba al mundo la disolución del experimento socialista más importante hasta entonces conocido.


La caída de la más grande unión de repúblicas deparó imágenes reiteradas por la prensa occidental y otras, en cambio, no tan visibilizadas.

Las ollas populares en plena Plaza Roja, la inestabilidad política, la fragmentación de las burocracias socialistas y el jolgorio de occidente son recordados por los más añosos sin demasiado esfuerzo. Por otro lado, desorientadas corrientes migratorias sumidas en un sórdido anonimato generaban una movilidad social horizontal únicamente comparable al deterioro de la calidad de vida en las agonizantes burocracias de los socialismos reales. Miles de rusos peregrinaban hacia Ucrania, porque la propaganda occidental reproducía la idea de que ese feraz país sería el pórtico de ingreso inexorable a un acercamiento onírico hacia los países europeos. Otros contingentes iniciaban un éxodo invernal hacia Vladivostok, intentando ser parte del último vagón de la prepotencia asiática. Ni los peregrinos ni los reticentes poseían herramientas culturales para lanzarse a la competencia despiadada que aceleraba el capitalismo en su fase neoliberal. La Federación rusa se hundió en la miseria durante largos años, y lo propio aconteció con el resto de los pueblos que integraron la URSS y aquellos países aliados de Europa Oriental que componían el Pacto de Varsovia, una alianza defensiva que posibilitaba un delicado equilibrio militar y armamentístico cuyo incremento ilimitado le sentó mucho mejor a las formas de producción capitalista que a las dificultades y limitaciones que en ese sentido exhibía el campo socialista. La OTAN, el mayor conglomerado militar conocido por el hombre no sólo no fue disuelta ante la debacle de su enemigo ideológico sino que, por el contrario, dejó de ser una alianza defensiva para transformarse en una descomunal maquinaria bélica ofensiva que hizo su debut destruyendo a la antigua Yugoslavia, por entonces el cuarto país europeo en términos de desarrollo humano, aprovechando que la exhausta Rusia no podía acudir en socorro de sus antiguos países amigos.

Lo demás es historia conocida. El Consenso de Washington traspasó sus propios límites previos. La disputa ya no sería por los mercados sino por las almas, como había dicho Margaret Thatcher. Conscientes de que las burguesías del mundo todavía arrastraban el pánico que les habían generado la creación de los países del tercer mundo, el resultado de la guerra en Vietnam, el Mayo Francés, las insurrecciones armadas en diversas regiones del planeta, la emergencia de pueblos y minorías hasta ese momento acalladas convirtieron al nuevo capitalismo en una fragua de un nuevo modo de gozar. Mucho más parecido a una novedosa fascistización de las relaciones humanas que a las reglas clásicas del capitalismo mercantil. Las socialdemocracias sucumbieron hasta transformarse en satélites del neoliberalismo y la alienación y la colonización cultural hicieron el resto. La victoria del nuevo capitalismo obligaba a duelar las expectativas revolucionarias y creaba un hombre nuevo a imagen y semejanza de la nueva relación de fuerzas mundiales.

Los mismos que marcábamos con la impune ventaja que otorgaba la distancia las “desviaciones” en las que había incurrido el socialismo soviético, advertíamos que en aquella navidad de hace ya tres décadas los pueblos del mundo comenzábamos a padecer una intemperie que, fatalmente, culminó en la tragedia que a todo nivel generó un sistema global criminal. La vieja y decrépita institucionalidad soviética era, aun en esas condiciones, un dique de contención para los exabruptos criminales del capital.

A poco de producido el anuncio navideño de Gorbachov, las nuevas condiciones de privación sumieron a los rusos en una llamativa “ruso nostalgia” que implicaba una revalorización de la Unión Soviética, más allá de reconocer sus asfixiantes problemáticas estructurales. Llamativamente, a los pocos años de haberse producido el colapso soviético los rusos que añoraban una vuelta al socialismo se convirtieron en mayoría.

Contrariamente a lo que ocurría en lo trágicos años 90 (el propio Presidente Putin calificó de esa manera a la disolución de la Unión), Rusia se repuso de una crisis terrible y hoy es una potencia de primer orden, capaz de gravitar decisivamente en el tablero del mundo merced al volumen incalculable de sus recursos energéticos, una política exterior sólida que supera permanentemente los sucesivos asedios a los que la ha sometido occidente en los últimos años, la expansión de su influencia científica, tecnológica y económica y su capacidad militar indiscutida. 

Hace menos de una década, ya existían estudios que revelaban que la nostalgia entre los rusos es más fuerte entre personas mayores de 45 años (70-83%), gente de pocos estudios (72%), habitantes de Moscú y San Petersburgo (64%) y ciudadanos que no usan Internet (75%). Un tercio de los rusos, compuesto mayoritariamente por jóvenes con instrucción universitaria y acceso a internet, no experimentan ese sentimiento de pérdida respecto de la U.R.S.S ni añoran el pasado previo al 25 de diciembre de 1991. 
 No obstante, investigaciones recientes sobre el tema dan cuenta que el recuerdo colectivo se ha instalado también en muchísimos jóvenes que, por razones de edad, no vivieron durante la etapa del socialismo soviético o no guardan recuerdos sobre esa época del país.

Sin perjuicio de aquellos condicionamientos objetivos, los jóvenes que en el presente valorizan y evocan con simpatía el pasado dorado de la Unión Soviética forman parte de una memoria colectiva que se muestra fuertemente crítica con el proceso de desintegración y postración del país y reivindican no solamente las conquistas económicas y sociales de antaño, sino también el orgullo de un pasado reciente que mantenía a sus habitantes al margen de las incertidumbres y acechanzas que les deparan el capitalismo globalizado y las potencias occidentales hostiles. 

Así lo rememora el internacionalista Rainer Matos en su libro “Limbos rojizos: la nostalgia por el socialismo en Rusia y el mundo poscomunista” (*) . El trabajo explora la connotación singular de lo que es y lo que no es la nostalgia por el socialismo pretérito. Desde luego que la gente que añora el socialismo sigue abjurando de la represión y el control social impuesto por el stalinismo y los gobiernos posteriores. La nostalgia es un apego de un actor social multitudinario a las certezas que ya no se tienen. Una conceptualización política no restaurativa, pero que valora positivamente las certezas que en materia laboral, educativa, económica, sanitaria y social legaba la URSS. El fenómeno se reproduce en los Balcanes y también en la antigua Alemania del Este. Pero en Rusia, en las elecciones de 1995 y 1999 el partido comunista ruso obtuvo un nivel de aprobación indudable y es allí donde la nostalgia de dos terceras partes convive con la consolidación del liderazgo nacionalista y conservador de Vladimir Putin, el líder que puso de pie a la nación y logró que la misma se convierta en un sujeto determinante en la política internacional actual.

(*) Editorial El Colegio de México, 2019.