Por Eduardo Luis Aguirre

Como en el caso de Ruanda, Netflix reaviva las polémicas históricas existentes acerca de los juicios llevados a cabo después de la IIGM contra los “responsables” japoneses de diversos crímenes cometidos antes y durante el conflicto bélico. Veintiocho jerarcas, con la sugestiva ausencia del emperador Hiroito, enfrentan los procesos de Tokio realizados después de la guerra (“Tokyo Trial”).

La serie se permite diálogos no demasiado fluidos pero sí explicativos sobre la connotación de esos ejercicios de persecución y enjuiciamiento, sobre todo los que concitan a los propios miembros del tribunal. La historia oficial le ha dedicado mucho menos espacio a estos juicios que a los de Nüremberg, sin que pueda uno encontrar razones atendibles para semejante asimetría.

El Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente ha sido criticado por  similares razones a las que alcanzaron al de Nüremberg. Por ejemplo, por su excesivo “norteamericanismo”, cuya influencia fue definitoria al momento de decidirse la suerte de los imputados, sea mediante las condenas a aplicarse o los indultos a decretarse posteriormente a favor de los condenados.

Se ha considerado también que el tribunal pecó de un ostensible unilateralismo, al juzgar únicamente los crímenes cometidos por las potencias derrotadas, dejando impunes ataques con armas nucleares sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki y el bombardeo sobre Tokio, emblemas de delitos contra la humanidad.

Los más notables juristas del mundo rechazaron enfáticamente la posibilidad de que el castigo de los criminales de guerra alcanzara solamente a los derrotados, dado que también las potencias vencedoras deberían haber aceptado que sus propios ciudadanos, responsables también de crímenes de guerra, comparecieran ante un tribunal de justicia internacional que no fuera tan sólo el reflejo de la relación de fuerzas posteriores al conflicto, sino que encarnara una audiencia independiente, imparcial y con una jurisdicción amplia.

            Esto ha sido, desde Nuremberg hasta la fecha, una constante, respecto de la cual sobran los ejemplos. En palabras de Danilo Zolo: “En presencia de una concentración del poder que asume, cada vez más, la forma de una constitución neoimperial del mundo, las instituciones internacionales muestran nuevamente su propia incapacidad para entrar en conflicto con las estructuras de poder existentes” (1).



            Resulta explicable entonces la selectividad en la determinación de las personas sometidas a proceso por el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente, a la luz de la trabajosa y sostenida campaña destinada a desvincular de toda responsabilidad al propio Emperador Hirohito, a quien, por el contrario, se le otorgó inmunidad, en una exhibición clara de la politización que había alcanzado el juicio, ya que la preservación de la figura imperial era fundamental para los planes estadounidenses de posguerra: “El plan de acción, llamado ‘Operación Lista Negra’ de manera informal, consistía en separar a Hirohito de los militaristas, manteniéndole como elemento de legitimación de las fuerzas de ocupación aliadas, y usando su imagen para potenciar la transformación del pueblo japonés hacia un nuevo sistema político” (2). “Esta exitosa campaña para absolver al  Emperador de cualquier responsabilidad de guerra no conoció límites. Hirohito no sólo fue presentado como inocente de cualquier acto formal que pudiera hacerle susceptible de ser juzgado por crímenes de guerra. Fue convertido en una figura casi angelical que ni tan solo tenía alguna responsabilidad moral por la guerra. (...) Con el apoyo completo del cuartel general de MacArthur, la acusación funcionó, de hecho, como un abogado defensor del Emperador” (3).

Los trabajosos diálogos que se entablan entre los ficticios jueces en la trama, dan cuenta igualmente de algunos aspectos que rozan lo escandaloso. El representante holandés (país donde con posterioridad se asentará la Corte Penal Internacional) se declara explícitamente a favor del colonialismo. La mayoría de los jueces se aviene a no aplicar una regla de oro del derecho penal, como es la imposibilidad de juzgar por crímenes no tipificados antes de producidos los hechos, porque ello “pondría en riesgo los pronunciamientos previos del Tribunal de Nüremberg”. En las deliberaciones se deja de lado olímpicamente una cuestión central, como es la finalidad del castigo. Se habla tangencialmente de resocialización, pero se afirman los conceptos de disuasión, prevención especial y general y retribución. La intervención estadounidense parece disponer a su antojo cuestiones inherentes al juicio, entre otras las que hacen a la libre convicción de los jueces, la que es coaccionada expresamente.

El juicio acontece en el marco dramático de un Japón destruido, mientras en el edificio donde el mismo se celebra ondea la bandera estadounidense y los militares enjuiciados son tratados únicamente como señor dado que –se les aclara- no pueden ser aludidos por su grado militar sencillamente porque su país ya no posee ejército.

Paradojas de la historia, los nacionales de la única potencia que usó armas nucleares contra la población civil de otra nación son quienes enjuician a las víctimas de semejante latrocinio. Doce jueces de distintos países aliados serán los encargados de dictar las condenas a los derrotados.

El resultado del juicio no sorprende a nadie. El Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente no absolvió a ninguna de las personas llevadas a proceso. Fueron condenados a muerte el Primer Ministro Kideki Tojo, el Comandante del Servicio Aéreo del Ejército Kenji Doihara, el Ministro de Relaciones Exteriores Kōki Hirota, el Ministro de Guerra Seishirō Itagaki, y los comandantes Heitarō KimuraIwane Matsui y Akira Mutō.

A prisión perpetua fueron sentenciados los Ministros de Guerra Sadao ArakiYoshijirō Umezu y Shunroku Hata; el instigador de la segunda guerra sino-japonesa Kingorō Hashimoto; el Primer Ministro Kiichirō Hiranuma; el Jefe de Gabinete Naoki Hoshino; el Ministro de Finanzas Okinori Kaya; el Lord Guardián del Sello Imperial, Kōichi Kido; el Gobernador de Corea y Primer Ministro Kuniaki Koiso; el Comandante del Ejército de Kwantung Jirō Minami; el Ministro de la Marina Takasumi Oka; el estratégico Embajador en Alemania Hiroshi Ōshima; el Jefe de la Oficina de Asuntos militares Kenryō Satō; el Ministro de Marina Shigetarō Shimada; el Embajador en Italia, Shigetarō Shimada, y el Presidente de la Oficina de Planificación del Gabinete Teiichi Suzuki. A veinte años de prisión, a los 66 años de edad, fue condenado Shigenori Tōgō, embajador en Alemania y la Unión Soviética (nacido en 1882, murió enfermo en prisión en 1950). Con siete años de privación de libertad, el tribunal sancionó al Ministro de Relaciones Exteriores Mamoru Shigemitsu, quien fuera indultado en 1950 y volviera en 1954 a ser Ministro de Relaciones Exteriores. Los condenados a muerte fueron ahorcados en prisión. A partir de 1955 obtuvieron la libertad condicional las demás personas condenadas, con excepción de Koiso, Shiratori, y Umezu que fallecieron de muerte natural mientras purgaban sus condenas. Nada expresa el film sobre este desenlace.

(1) Zolo, Danilo: “La justicia de los vencedores. De Nüremberg a Bagdad”, Editorial Trotta, 2007, p. 31.

(2) Bix, Herbert: “Hirohito and the making of modern Japan”, disponible en www.fsmitha.com/review/r-hirohito.html, p. 545.

(3) Dower, John: “Embracing defeat”, 1999, Herbert Bix, Hirohito and the making of modern Japan, 2001, p. 326, disponible en http://www.reei.org/reei2/Rodao1.PDF.