Por Eduardo Luis Aguirre



El neoliberalismo ha demostrado que es mucho más que un sistema político o económico. De hecho, una buena parte de sus disputas no se dirimen en estos territorios sino que avanzan sobre la cultura, la ética y el sentido. Hay un objetivo global que es la captura de las almas, según lo enunciaba Margaret Thatcher, y que podemos caracterizar más propiamente como la colonización de las subjetividades. Este nuevo formato de ejercicio del poder mundial ha acontecido en el marco de un sistema circular en el que no ha resultado hasta ahora posible encontrar alternativas institucionales por fuera del propio neoliberalismo. El colapso de las izquierdas en todo el mundo y el límite en la proyección de los populismos en América Latina pueden ser ejemplos elocuentes de esa observación. El acotamiento de los márgenes de los experimentos emancipatorios ha sido acompañado por dificultades objetivas a la hora de consolidar construcciones teóricas y políticas representativas de los sectores populares. Una debilidad que no es sino otra de las consecuencias de la imposición del capital y de la nueva relación de fuerzas planetaria. La teoría ha sido casi erradicada de la política y sustituida por una rutinaria “gestión”, un concepto derivado del consenso de Washington que enmascara y asegura la reproducción de la mera ejecución de la administración cotidiana y burocrática del estado y la abdicación de todo intento de radicalización democrática. Por eso es imprescindible ensayar caracterizaciones con un mínimo de precisión en materia de teoría política. El domingo pasado, el pensador brasileño Emir Sader editorializaba en este diario a partir de un título de por sí inquietante: “Jair Bolsonaro podría ser Donald Trump”. En su artículo, Sader ensayaba derivas que iban desde el fracaso de Bolsonaro en materia de respuestas estatales a la pandemia, hasta la reivindicación de su amistad con Trump. Desde su creciente pérdida de popularidad hasta el surgimiento acechante de candidatos potenciales dentro de su propio espacio. Estos datos lo llevaban a cerrar su editorial con una llamativa conjetura: que al militar le espera un futuro similar al de Donald Trump.

Semejante hipótesis habilita un necesario ejercicio de réplica, capaz de enlazar argumentos breves cuya derivación lógica dejaría en claro que Bolsonaro nunca podría ser Donald Trump.

El PT rescató a decenas de millones de ciudadanos brasileños de la pobreza y sin embargo perdió las elecciones contra un personaje de las características del capitán. Una mirada clásica, ortodoxa, podría llevar a afirmar que muchos brasileños votaron en contra de sus propios intereses. Pero tal vez esa simplificación clasista eluda fatalmente la necesidad de pensar cómo se construyen en el neoliberalismo esos intereses y de qué se componen. El individualismo feroz, la figura del hombre endeudado, del empresario de sí mismo (ese “emprendedurismo” que según De Sousa Santos le confiere glamour a la precariedad), el lenguaje de la autoayuda y la antipolítica son factores que no se pueden dejar de analizar desde cualquier mirada emancipatoria. Esos electores no votaron en contra de sus intereses. Son los intereses los que aparecen y se representan en dimensiones diferentes. No podemos dejar de reconocer que los populismos naufragaron, al menos, en el manejo de cuatro temas centrales en la región: la construcción de una cultura comunitaria y fraterna (lo que algunos denominan la segunda batalla cultural y que implica el proceso de colonización de las subjetividades), la corrupción, la criminalidad y el narcotráfico.

Por otra parte, Trump les habló con su desmañada jerga a los desplazados del cordón del óxido, del bíblico, del algodón. La administración del comercio marcó un cambio de rumbo de una potencia que termina reproduciendo el emerger de ultraderechas que ni siquiera pueden tolerar la imperfección de las democracias de baja intensidad. Lo eligieron en los últimos comicios más de 70 millones de norteamericanos, bastante más que las imágenes caricaturescas tomaron por asalto el Capitolio. Lo desplaza el establishment demócrata, cuya historia en materia de política internacional es tristemente célebre.

Bolsonaro cabalga sobre las faltas del experimento petista. Y durará hasta que un nuevo proceso de construcción de pueblo, una articulación de demandas de los grandes perdedores eyecte esa figura siniestra del Planalto.

Pero no hay elementos objetivos que permitan avizorar epílogos similares. Por muchas razones. La más importante de ellas es que la necesidad de repensar las transformaciones al interior del sistema nunca pueden excluir las diferencias y contradicciones entre países oprimidos y países opresores. La segunda es que los nacionalismos adquieren una modalidad regresiva en los países opresores, pero pueden asumir transformaciones fundamentales en los países neocoloniales o dependientes, como experiencias populares, heterogéneas, solidarias y no violentas. La tercera es que, ni Trump ni Bolsonaro llevan adelante políticas nacionalistas sino que, a diferente escala, forman parte de un sistema global de control y acumulación neoliberal. La cuarta (y última) es que una golondrina no hace verano y se hace muy difícil avizorar un re-curso de la historia en Brasil, salvo recurriendo a juicios fantásticos o a un mero consignismo voluntarista. Una opción demasiado riesgosa.