Andrés Manuel López Obrador, el nuevo presidente electo de México, es un reconocido escritor, docente universitario y politólogo graduado en la Universidad Autónoma de su país que expresa una nueva esperanza para los sectores populares de toda la región.
México es un gigante de 127 millones de habitantes, que tiene a más de la mitad de su población bajo la línea de pobreza y una violencia estructural y sistémica extrema (durante 2017 se reportaron 29.168 asesinatos y la tasa oficial de homicidios es de 20,7 cada 100.000 personas).
López Obrador consiguió una victoria electoral aplastante, poniendo fin a más de un cuarto de siglo de gobiernos neoliberales, exhibidos en muchos casos como ejemplos de las recetas de los grandes centros de poder financiero internacional. El triunfo de AMLO (en la acepción coloquial de los mexicanos) no solamente llama la atención por el porcentaje de sufragios obtenidos (más del 50%), sino porque consiguió imponerse en 31 de los 32 estados mexicanos, incluso muchos del norte que siempre le habían sido esquivos. Sólo perdió en Guanajuato, un reducto de la derecha panista, donde a pesar de la derrota obtuvo un 30% de los votos emitidos. No obstante, ese mal trago en el bastión de Vicente Fox se compensa largamente con el sorprendente 56% que obtuvo en la capital mexicana, de la que fue alcalde entre 2000 y 2005 y el demoledor 82% obtenido en Tabasco, su estado natal.
Pero el surgimiento de una nueva expresión izquierdista continental, encarnada en el líder de la alianza Juntos Haremos Historia exhibe, además, características, incógnitas y perplejidades que exceden en mucho los resultados cuantitativos de la reciente contienda electoral.
Así como no fueron pocos los analistas que expresaban una sincera preocupación por la posibilidad de que el establishment mexicano y sus aliados externos (empezando por el propio gobierno estadounidense) intentaran algún tipo de fraude para alterar el resultado de la compulsa electoral, muchos otros ponen especial énfasis en las singularidades de la transición política que se viene y en la propia gestión presidencial.
López Obrador asumirá su cargo recién el 1 de diciembre próximo. Este largo paréntesis, de inusuales cinco meses de duración, servirá –en teoría- para concebir un plan de gobierno, cuyos puntos centrales ha anunciado el futuro mandatario de manera genérica. La redistribución de la riqueza y la lucha contra la corrupción parecen encabezar sus preocupaciones. Se trata de dos imperativos categóricos de la realidad mexicana. Pero ese lapso puede transformarse también en un laberinto oscuro e insondable, donde las presiones de los grandes poderes fácticos y del vecino enorme que juega un rol de Edipo africano pueden llegar a condicionarlo seriamente.
López Obrador, a sus 64 años, asume una responsabilidad enorme. Hace más de una década que se venía preparando para ser presidente. Era la tercera vez que se postulaba para el cargo y el vuelco de los electores en esta oportunidad da cuenta de un cambio en las condiciones objetivas de su país, pero también de las subjetivas. La larga noche neoliberal significó una tragedia para México y llevó a aquel país que hace dos siglos limitaba con el imperio ruso a un estado de postración y claudicación moral sin precedentes. Eso sin contar la catástrofe social sufrida a manos de las recetas neoconservadoras y las humillaciones a que son sometidos miles y miles de migrantes mexicanos. La sociedad tomó razón de esta debacle y le puso fin al experimento expoliador.
La primera incógnita que ´podemos plantearnos es cuál será el verdadero margen de acción de este presidente para avanzar en transformaciones profundas. Cuál será, en definitiva, el horizonte de proyección de una experiencia de izquierda en uno de los dos países más poblados de América Latina. Qué límites podrán aceptar sus votantes, qué avances y retrocesos podemos esperar de cara a “cómo” piensa Obrador llevar a cabo sus propuestas, si es que en el “qué” el pueblo mexicano ya ha explicitado sus preferencias de manera rotunda.
Se trata, claro está, de una administración de las relaciones de fuerzas políticas, pero también de una inserción correcta en el plano de la política exterior.
En octubre hay elecciones generales en Brasil. Lula, como es sabido, aún en cautiverio, sigue concitando la mayor adhesión popular.
La segunda perplejidad, entonces, es si Estados Unidos y el capital financiero internacional tolerarán (después de haber dado golpes blandos, inventado causales de juicios políticos manifiestamente ilegítimos e intervenido en países de una menor importancia estratégica) que más de la mitad de la población de América Latina viva nuevas experiencias emancipatorias luego de efímeras (aunque incalculablemente dañinas) restauraciones conservadoras meticulosamente calculadas.
López Obrador le ha dicho a los mexicanos “No les voy a fallar”. La frase resuena como una profunda letanía en la memoria de los argentinos. El gran dilema es si podrá realmente emprender esta lucha contra las injusticias sociales y la corrupción, dos síntomas indisolublemente ligados a las nuevas formas de acumulación neoliberaesl, que además no son las únicas problemáticas sensibles en su país, que exhibe una tradición reciente de crímenes y una violencia social sin límites.
Tal vez esta dura pelea marcará el final de “la larga marcha" de López Obrador. Aquella que empezó como militante en su temprana juventud, se coronó con el acceso a la alcaldía de la capital mexicana y continuó con dos intentos fallidos de acceder a la presidencia, uno de ellos obturado por un sugestivamente escaso margen de votos, que muchos adjudicaron lisa y llanamente al fraude. Esa misma larga marcha que se consolidó en los últimos diez años con un trajinar continuo y una conexión permanente con los pobres de todos los municipios del país, recorridos sacrificialmente para explicar su visión de país y sus propuestas revolucionarias a los sectores más postergados del México profundo. Después de ese extenso derrotero, las posibilidades no parecen ser muy variadas. O se elige transitar el difícil camino de intentar una nueva (y diferente) épica autonómica de la mano de los sectores más dinámicos, segregados y desafiliados de la sociedad azteca, o se acepta, como enseñaba Lacan, ser un (nuevo) "objeto de sacrificio de los dioses oscuros" del capital.