Por Tzvetan Todorov



Un día, en el siglo v a. C, en Sicilia, dos individuos discuten y se produce un accidente. Al día siguiente aparecen ante las autoridades, que deben decidir cuál de los dos es culpable. Pero, ¿cómo elegir? La disputa no se ha producido ante los ojos de los jueces, quienes no han podido observar y constatar la verdad; los sentidos son impotentes; sólo queda un medio: escuchar los relatos de los querellantes.

Con este hecho, la posición de estos últimos se ve modificada: ya no se trata de establecer una verdad (lo que es imposible) sino de aproximársele, de dar la impresión de ella, y esta impresión será tanto más fuerte cuanto más hábil sea el relato. Para ganar el proceso importa menos haber obrado

bien que hablar bien. Platón escribirá amargamente: «En los tribunales, en efecto, la gente no se inquieta lo más mínimo por decir la verdad, sino por persuadir, y la persuaden depende de la verosimilitud.» Pero por ello mismo, el relato, el discurso, deja de ser en la conciencia de los que hablan un sumiso reflejo de las cosas, para adquirir un valor independiente. Las palabras no son pues, simplemente, los nombres transparentes de las cosas, sino que constituyen una entidad autónoma, regida por sus propias leyes y que se puede juzgar por si misma. Su importancia supera

la de las cosas que se suponía que reflejaban.

Ese día asistió al nacimiento simultáneo de la conciencia del lenguaje, de una ciencia que formula las leyes del lenguaje —la retórica—, y de un concepto: lo verosímil, que viene a llenar el vacío abierto entre esas leyes y lo que se creía que era la propiedad constitutiva del lenguaje: su referencia a lo real. El descubrimiento del lenguaje dará pronto sus primeros frutos: la teoría retórica, la filosofía del lenguaje de los sofistas. Pero más tarde se intentará, por el contrario, olvidar el lenguaje y actuar como , si las palabras no fueran, una vez más, sino los nombres dóciles de las cosas; y hoy se empieza apenas a entrever el fin del período antiverbal de la historia de la humanidad. Durante veinticinco siglos se intentará hacer creer que lo real es una razón suficiente de la palabra; durante veinticinco siglos, será necesario reconquistar sin cesar el derecho a percibir la palabra. La literatura a que, no obstante, simboliza la autonomía del discurso, no bastó para vencer la idea de que las palabras reflejan a las cosas. El rasgo fundamental de toda nuestra civilización sigue siendo esta concepción del lenguaje-sombra, con formas quizá cambiantes, pero que no por ello son menos las consecuencias directas de los objetos que reflejan.

La finalidad del presente volumen de Communications/Comunicaciones está determinada por esta situación. Nos proponemos aquí mostrar que los discursos no están regidos por una correspondencia con su referente, sino por sus propias leyes, y denunciar la fraseología que, dentro de esos discursos, quiere hacernos creer

lo contrario. Se trata de sacar al lenguaje de su transparencia ilusoria, de aprender a percibirlo y de estudiar al mismo tiempo las técnicas de que sirve, como el hombre invisible de Wells al beber su poción química, para no existir más a nuestros ojos. Dicho de otro modo nuestro objeto es lo verosímil.

El concepto de lo verosímil ya no está de moda. No se lo encuentra en la literatura científica «seria»; en cambio, continúa haciendo estragos en los comentarios de segundo orden, en las ediciones escolares de los clásicos, en la práctica pedagógica. He aquí un ejemplo de este uso, extraído de un comentario del Mariage de Fígaro {Las bodas de Fígaro) (Les petits classiques Bordas,1965): *El movimiento hace olvidar lo inverosímil. El Conde, al final del segundo acto, había enviado a Bazile y a Gripe- Soleil al pueblo por dos motivos precisos: prevenir a los jueces; hallar al «paisano del billete». ( . . . ) Casi no es verosímil que él Conde, perfectamente al corriente ahora de la presencia de Chérubin por la mañana en el cuarto de la Condesa, no pida ninguna explicación a Bazile sobre su mentira y no trate de confrontarlo con Fígaro cuya actitud acaba de aparecérsele cada vez más equívoca. Sabemos, y esto se confirmará en el quinto acto, que su expectativa ante la cita con Suzanne no es suficiente para perturbarlo a tal punto cuando la Condesa está en juego. Beaurnarchais era consciente de esta inverosimilitud (la anotó en sus manuscritos), pero pensaba con razón que en el teatro ningún espectador la descubriría.» O aún: «Beaumarchais mismo confesaba de buen grado a su amigo Gudin de la Brenellerie 'que había poca verosimilitud en los equívocos de las escenas nocturnas*. Pero, agregaba: *Los espectadores se prestan con gusto a esta suerte de ilusión cuando de ella nace un embrollo divertido'». El término «verosímil» está aquí empleado en su sentido más ingenuo de «conforme a la realidad». Se declara aquí que ciertas acciones, ciertas actitudes, son inverosímiles, pues parecen no poder producirse en la realidad. Corax, primer teórico de lo verosímil, ya había ido más lejos: lo verosímil no era para él una relación con lo real (como lo es lo verdadero), sino con lo que la mayoría de la gente cree que es lo real, dicho de otro modo, con la opinión pública. Es necesario, pues, que el discurso esté en conformidad con otro discurso (anónimo, no personal), y no con su referente. Pero si se lee mejor el comentario anterior, se verá que Beaumarchais había ido más lejos aún: explica el estado del texto no por una referencia a la opinión común, sino a las reglas particulares del género que cultiva («en el teatro ningún espectador lo descubriría», «los espectadores se prestan con gusto a esta clase de ilusión», etc.). En el primer caso, no se trataba de opinión pública, sino simplemente de un género literario que no es el de Beaumarchais. Así surgen varios sentidos del término verosímil y es muy necesario distinguirlos pues la polisemia de la palabra es preciosa y no la abandonaremos. Sólo dejaremos de lado el primer sentido ingenuo, aquél según el cual se trata de una relación con la realidad.

El segundo sentido es el de Platón y Aristóteles: lo verosímil es la relación del texto particular con otro texto, general y difuso, que se llama la opinión pública. En los clásicos franceses se encuentra ya un tercer sentido: la comedia tiene su propio verosímil, diferente del de la tragedia; hay tantos verosímiles como géneros y las dos nociones tienden a confundirse (la aparición de este sentido del término es un paso importante en el descubrimiento del lenguaje: se pasa aquí del nivel de lo dicho al nivel del decir). Por último, actualmente se hace predominante otro empleo: se hablará de la verosimilitud de una obra en la medida en que ésta trate de hacernos creer que se conforma a lo real y no a sus propias leyes; dicho de otro modo, lo verosímil es la máscara con que se disfrazan las leyes del texto, y que nosotros debemos tomar por una relación con la realidad.

Tomemos aún un ejemplo de estos diferentes sentidos (y diferentes niveles) de lo verosímil. Lo encontramos en uno de los libros más contrarios, a la fraseología realista: Jacques le Fataliste. En todo momento del relato, Diderot es consciente de los múltiples posibles que se abren ante él: el relato no está determinado de antemano, todos los caminos son (en términos absolutos) buenos. A esta censura que va a obligar al autor a elegir uno solo de ellos la llamamos: lo verosímil. «...vieron a un grupo de hombres armados de pértigas y horquillas, que venía hacia ellos a todo correr. Vais a creer que era la gente de la posada, sus criados y los bandidos de que hablamos (...) Vais a creer que este pequeño ejército caerá sobre Jacques y su amo, que habrá una acción sangrienta, bastonazos y tiros, y que sólo dependería de mí que eso no sucediera; pero adiós a la verdad de la historia, adiós al relato de los amores de Jacques (...) Es bien evidente que no hago una novela, puesto que desdeño lo que un novelista no dejaría de utilizar. Aquel que tomara lo que escribo por la verdad estaría quizá menos en el error que el que lo tomara por una fábula.»

En este breve extracto, se hace alusión a las principales propiedades de lo verosímil. La libertad del relato es restringida por las exigencias internas del libro mismo («la verdad de la historia», «el relato de los amores de Jacques»); dicho de otro modo, por su pertenencia a un cierto modelo de escritura, a un género; si la obra perteneciera a otro género, las exigencias habrían sido diferentes («no hago una novela», «un novelista no dejaría de utilizar »). Al mismo tiempo, mientras declara abiertamente que el relato obedece a su propia economía, a su propia función, Diderot siente la necesidad de agregar: lo que escribo es la verdad; si elijo tal desarrollo más bien que tal otro, es porque los acontecimientos que relato se han desarrollado así. Debe disfrazar la libertad de necesidad, la relación con la escritura de relación con lo real, mediante una frase que se ha vuelto tanto más ambigua (pero también más convincente) por la declaración anterior. Esos son los dos niveles esenciales de lo verosímil: lo verosímil como ley discursiva, absoluta e inevitable; y lo verosímil como máscara, como sistema de procedimientos retóricos, que tiende a presentar estas leyes como otras tantas sumisiones al referente. La distribución de los textos en este número sigue esta articulación del problema. Un primer grupo de estudios (Metz, Genot, Kristeva) plantea el problema general, da una teoría de conjunto y estudia, en particular, lo verosímil como «sistema de justificaciones » (Genot), como un «arsenal sospechoso de procedimientos y de 'trucos* que querrían hacer natural al discurso» (Metz) en medios donde la existencia de los géneros no es discutida: textos literarios o films. Un segundo grupo de artículos permite descubrir géneros y leyes textuales allí donde se ignora su existencia.

Así Roland Barthes interroga al «detalle inútil» que pretende permanecer exterior a la estructura del relato, como un fragmento auténtico de lo real; Violette Morin demuestra la existencia de géneros y de subgéneros en los relatos de robos que aparecen en los periódicos; Jules Gritti emplea el mismo procedimiento a propósito de la casuística, ciencia teológica de la Edad Media, y del correo sentimental, práctica periodística de nuestros días. Al mismo tiempo, estos estudios (al igual que el de Genette) son contribuciones a la teoría del relato; corrigen y completan la imagen que uno podía forjarse a partir de análisis precedentes (cf. el volumen de Communications, sobre el análisis estructural del relato). Para no citar sino un ejemplo, la distinción hecha por Gritti entre alternativa consecuente y alternativa evaluadora hace posible el análisis estructural de ciertos relatos «morales» del siglo XK, como Ana Karenina, que parecen proceder directamente del caso de conciencia y de la «alternativa evaluadora». Por último, un tercer grupo de textos (Burgelin, Marie-Claire Boons, Todorov) ofrece enfoques más generales sobre lo verosímil; no se intenta aquí describir desde adentro, de demostrar el mecanismo, sino de tomarlo como una unidad simple para ponerlo en relación con otras unidades del mismo orden.

Plantear así el problema de lo verosímil exige la participación activa del lector. Tratamos aquí, en cierto modo, acerca de nuestro propio método; y cada uno de los textos que le son dedicados representa al mismo tiempo una muestra (aun cuando al estudiar el relato no se escribían relatos). El lector extraerá su información sobre lo verosímil no solo de lo que se le dice, sino también de lo que no se le dice: de la manera misma en que están hechos estos estudios, de su propia verosimilitud. Esta lectura deberá ser tanto más activa cuanto que los textos que siguen seducen por su verdad: lo propio de todo pensamiento nuevo es liberarse tanto como sea posible de lo verosímil; se podría incluso invertir esta ecuación y decir: se consideran nuevos y verdaderos los discursos cuyas leyes de verosimilitud no han sido aún percibidas. Al describir lo verosímil, que es una ley de nuestra sociedad, no hemos dejado de participar en la vida de esta sociedad y los únicos aspectos de lo verosímil que no percibimos son, sin duda, los nuestros (sino, nosotros seríamos otros). Al lector corresponde, pues, la responsabilidad de no caer víctima de esta ilusión.