Michel Onfray, fundador de la Universidad Popular de Caen |
Por Michel Onfray (*)
Me encuentro en
Madrid, en una visita cuyo propósito expreso es ver la exposición La
Villa de los Papiros,en la Casa del Lector, a la que dediqué un curso de mi
Universidad Popular. Y, desde luego, no me arrepiento de haber venido.
La exposición muestra,
mediante una sutil utilización de las tecnologías modernas (reconstrucciones en
3D, interacciones táctiles) y una bella sobriedad museográfica (la composición
en torno a tres frases de Epicuro), lo que fue un jardín filosófico epicúreo
situado en Campania, junto al Golfo de Nápoles, durante la época de la erupción
del Vesuvio del año 79 d.C. El montaje nos enseña cómo era probablemente el
Jardín de Epicuro en Atenas.
En un efecto
paradójico de la astucia de la razón, la lava y la ceniza, con su actuación
letal, contribuyeron a crear vida, puesto que, gracias a los arqueólogos, hoy
disponemos de una inmensa cantidad de datos, extraídos del suelo, que nos
cuentan qué significaba en aquellos tiempos vivir una vida filosófica.
Fue necesario que se
produjeran el triunfo del cristianismo y la sumisión de los filósofos conocidos
como Padres de la Iglesia a aquella empresa de colonización de las conciencias
para que la definición milenaria de la filosofía se transformara de manera
radical: dejó de ser la construcción de una existencia auténtica, asociada a
una ética rigurosa, para convertirse en una disciplina de clérigos dedicados a
discutir minucias en interminables debates bizantinos cuyas huellas permanecen
en los libros resultado de 1.000 años de escolástica. Del agora y el foro
abierto, la filosofía se trasladó a los anfiteatros cerrados de las
universidades. Pasó de ser una práctica al aire libre, al alcance de todos, a
estar enclaustrada en interiores, donde no la ejercía más que un puñado de
clérigos parlanchines. Dejó de ser algo que interesaba a todo el mundo para
convertirse en competencia exclusiva de unos pocos.
Sin embargo, antes de
que el cristianismo dominara el imperio romano en su totalidad, un filósofo
era, ante todo y sobre todo, alguien que seguía y encarnaba en su vida
cotidiana los principios de un maestro: un pitagórico, un estoico, un epicúreo,
un cínico, un cirenaico, un escéptico. A cada discípulo de esos maestros era
posible reconocerlo por su práctica existencial, su forma de vestir, su
actitud, su forma de alimentarse, cómo llevaba cortado el cabello, si llevaba
barba o era lampiño, de qué accesorios se rodeaba (un bastón, una alforja, una
escudilla en el caso de los discípulos de Diógenes); pero también por su manera
de comportarse respecto a los honores, las riquezas, el dinero, el poder y los
bienes de este mundo.
En la mayoría de estos
sabios maestros de la antigüedad encontramos la invitación a desconfiar de los
falsos valores y a prescindir de todo, a ser ascetas, a practicar la
austeridad, a no tener, para concentrar todas las fuerzas personales en el ser,
que requiere despojarse de todo lo que lastra el alma material. Para ellos,
cuanto menos se tiene, más se es. El filósofo, que es un enamorado de la
sabiduría, no quiere quedarse ahí, sino llegar a ser sabio él también, y la
sabiduría se ve, por encima de todo, en la calidad de la vida que practica.
Desde la más remota antigüedad hasta el triunfo oficial del cristianismo, a
principios del siglo IV, un filósofo no era alguien que habla y hace
malabarismos con el lenguaje, encadenando frases sin contenido pero llenas de
palabras complicadas, sino un hombre o una mujer que vivía feliz en la
sobriedad.
La Villa de los
Papiros muestra que, en concreto, allí reinaba la amistad, con el proyecto
común de ser la encarnación de las enseñanzas de un maestro. Y lo que enseña
Epicuro es algo muy claro y sencillo: lo único que existe es la materia, los
átomos dispuestos de distintas maneras en el vacío. Una física en la que no hay
hueco para ningún dios vengador ni malvado, ningún juicio final después de
muertos; una física que desemboca en una moral sencilla y que se presenta como
un tetrafármaco, un remedio cuádruple.
Primero: los dioses no
son unos entes a los que debemos temer, sino unas composiciones materiales que
deben servirnos de modelo, porque saben lo que es la felicidad del pluro placer
de existir. Segundo: el sufrimiento es soportable. Si es verdaderamente
terrible, acaba por derrotarnos, y, si no acaba por derrotarnos, es que no es
tan terrible, por lo que, en ese caso, debemos recurrir a nuestra fuerza de
voluntad para descomponerlo. Tercero: no debemos tener miedo a la muerte
porque, si estoy aquí, quiere decir que ella no está, y, si aparece la muerte,
yo ya habré dejado de estar. Cuarto: la felicidad es alcanzable, consiste en la
satisfacción de los únicos deseos naturales y necesarios (beber y comer para
saciar la sed y el hambre, que son los verdaderos sufrimientos) y la negativa a
satisfacer todos los demás (tanto los deseos naturales y no necesarios —la
sexualidad— como los deseos no naturales ni necesarios: los honores, el poder,
el dinero, las riquezas).
Con el triunfo del
cristianismo, el filósofo se convirtió en un profesor pesado e insufrible, un
pedante que empezó a complicar todo lo que hasta entonces había sido sencillo,
un hipócrita que enseñaba a los demás principios que él no practicaba, un
sermoneador perentorio y, en resumen, un personaje aburrido. Esta concepción de
la filosofía empezó a crear en las universidades clones que a su vez, en un
ciclo incestuoso, se reprodujeron en otros clones.
En la Villa de los
Papiros, los filósofos no daban lecciones a nadie. Se negaban a tener poder
sobre otra persona, a dominarla, porque lo que buscaban era la capacidad de
dominarse a sí mismos. Su filosofía era una práctica, y no un discurso. Su
sabiduría era una tensión, y no un trofeo de esos de los que, cuantos más
defectos tienen, más se alardea. Su existencia era un secreto, y no una
exhibición publicitaria de sus extravagancias mundanas.
Epicuro nació en una
Grecia decadente que ofrece grandes paralelismos con nuestra Europa abatida. El
epicureísmo fue, ante todo, una filosofía de combate contra el apoltronamiento
de la civilización helenística. Después, durante la era cristiana, el
epicureísmo fue una eficaz máquina de guerra contra las ilusiones, contra esas
fábulas infantiles que son, en definitiva, las religiones y las ideologías que
impiden pensar. Sin Epicuro no habrían existido el Renacimiento, ni Montaigne,
ni el pensamiento libertino del siglo XVII, ni la filosofía de la Ilustración,
ni la Revolución Francesa, ni el ateísmo, ni las filosofías de la liberación
social.
Epicuro puede
constituir un poderoso remedio contra la fiebre decadentista contemporánea.
Acabar con la apatía que invade el mundo no es tarea de ningún salvador
exterior, de ninguna ideología capaz de resolver todos los problemas de un solo
golpe, sino de cada uno de nosotros. Ante cualquier cosa que quiera someternos,
el único salvador al que podemos recurrir está en nuestro propio interior.
El filósofo del Jardín
enseñaba a los individuos a ser soberanos de sí mismos, y ese es el mejor
estimulante para luchar contra todo aquello que nos transforma en esclavos. Basta
con decir no a todo lo que nos cosifica, o, en otras palabras, decir sí a una
vida que, para alcanzar la ataraxia, desea otorgarnos el bien supremo, que es
la ausencia de preocupaciones. La Villa de los Papiros es una arquitectura
ideal que sirve para todas las épocas y todos los lugares, incluida la Europa
del siglo XXI. Nietzsche se preguntaba: “¿Dónde volveremos a construir el
Jardín de Epicuro?”. Respuesta: en cualquier lugar en el que haya un epicúreo.
(*) Michel Onfray es filósofo. Fundador de la Universidad Popular de Caen.
Disponible en http://elpais.com/elpais/2014/04/07/opinion/1396869355_904433.html