Por Ignacio Castro Rey
¿En qué lengua habla el poder de la liquidación global?
Supongamos el eco de una estupenda mesa entre amigos, el vino, una conversación y sus barrios conceptuales. Curiosamente, tintinea después un signo minúsculo, Byung-Chul Han. Este pensador tiene muchos defectos: se repite con frecuencia, simplifica a veces, no siempre cita las fuentes de las que bebe, parece empeñado en tomar distancias con los nombres propios -Deleuze, Foucault, Agamben- que a la vez vampiriza. Sin embargo, algún defecto que se le suele achacar -sólo hacer crítica y “no dar alternativas”- no lo puede tener.
Difícilmente se puede acusar a Han de no proponer soluciones cuando precisamente sus libros están recorridos por una alerta filosófica ante la proliferación actual de alternativas, esta rotación continua de las propuestas, las respuestas y las mil soluciones diarias. Y esto sin que, a veces, ni siquiera haya un problema real o una pregunta previos. Podríamos incluso pensar que emitimos constantemente alternativas para no tocar ninguna infraestructura real y que no haya preguntas incómodas. La crítica de Han a la inflación de positividad va por ahí, igual que la crítica al capitalismo como cultura: se trata, para él, de una circulación incesante de emblemas que nos impide el trauma de la gravedad y, por lo mismo, el erotismo de vivir. En varios sentidos, de lo médico a lo anímico, todos los libros del pensador coreano insisten en que estamos enfermos, ante todo, de una metástasis de positividad. Estamos endeudados a una multiplicación interminable de alternativas que nos protegen de existir. Pluralismo virtual que impide primeramente que el problema de cómo vivir se asiente y adquiera su verdadero poso.


Metá-stasis significa “más allá del reposo”. Y esto, no el simple cambio de velocidad, sino la demora en lo que merece atención -porque es difícil o irremediable-, es una de las propuestas de Han, que él hereda de pensadores anteriores. A su manera menor, comparada con sus maestros Heidegger o Hegel, si Han es un filósofo radical es porque apuesta todavía por curarnos entrando en lo que no tiene alternativa posible, en aquello cuya cura (Sorge) estriba en asumir una originaria negatividad. Aceptemos primero el drama de vivir -parece decir el pensador- para que la neurosis y el estrés diario se enmarquen, pues es posible que muchas de estas angustias inducidas no sean nuestras ni reales. La opción de Han significa tomar algo de la virtud dionisíaca: curarnos con lo ahistórico, con una sombra que no admite más solución que entrar en ella para despertar con una fortaleza que, finalmente, sólo puede venir de una reversión de lo trágico. Es posible que la figura del niño, más que el leónque tanto gustaba a los nazis, dé cuenta de esta redención interna del mal de vivir en una jovialidad que nos ahorre la costumbre de ser esclavos.
Esta es una línea alternativa de muy distintos pensadores del pasado siglo: proponer que en la existencia, bajo un pragmatismo sectorial -económico, laboral, profesional- donde siempre hay soluciones, aceptemos de una vez la fuerza renovadora de lo trágico. Lo contrario, delegar en lo existencial, sería multiplicar el mal, engrosando la proliferación de remedios que constituye la velocidad de escape que nos enferma y nos convierte en inválidos equipados. El recorrido médico por los síntomas de esta huida, desde la fatiga crónica al cáncer, de la depresión a la caída en picado del erotismo, fue muy sugestivo en los inicios de Han. Otra cosa es que después se repita.
Si él es un pensador, aun con su relativa estatura, es por su coraje de arraigar la fuerza del pensamiento, con todo lo que tenga de ontológico, en un peligro mórbido que proviene de la sobredimensión de lo social y “óntico”. No es extraño que en un famoso artículo de hace dos años el pensador afirme que cualquier revolución, en medio de este panorama de complot “democrático” contra lo real, le parezca una mascarada. No parece tampoco casual que este profesor alemán proceda de Corea, una cultura cuyo trasfondo budista -o confuciano- está alejado de la rigidez antropomórfica de nuestros dioses, se llamen Historia, Sociedad o Tecnología.
Pero todo esto, nunca mejor dicho, suena “a chino” en medio de la euforia Wasp que nos envuelve como un líquido amniótico. No es raro que a Han, no digamos a otros pensadores más difíciles, cueste entenderlo en la órbita cultural angloamericana. Incluso en su tono menor, este pensador casa mal con la energía histórica -a veces, también histérica- del planeta americano, un optimismo socio-técnico que es la cara externa de un profundo pesimismo existencial, como ya en su momento intentó mostrar Weber. A su manera discreta, Han es un escéptico en lo histórico-social, a la vez que mantiene cierta dureza optimista en cuanto a nuestro espectro real, un fondo sombrío de vivencias que no cambia fácilmente tras la costra de las épocas.
Algún día habremos de extendernos sobre lo que podríamos llamar, con todo el cariño del mundo, el dogma anglo. Un subproducto militar-industrial bastante ajeno, por cierto, a la potencia clásica de la lengua inglesa, tanto en lo literario como en lo conceptual. Es cierto que desde lejos copiamos fácilmente el cliché, el esquema más o menos publicitario de UK o USA. Pero también es cierto que en ese poder actual el esquema espectacular es clave, pues mantiene oculta una dureza brutal en la relación empírica con la realidad –insularizada en lo que Steiner llama “doctrina de la separación”-, tras el infantilismo expresivo y su pasión romántica por la escena. No es extraño que el planeta angloamericano dé lugar a un teatro y un cine sólidos, pues se pasa el día actuando: con un pie en la sórdida competencia darwinista y otro en el romanticismo musical que se publicita para el tiempo libre. En el esquema senso-motor norteamericano, un héroe solitario cambia el desierto en que hemos convertido la tierra -libre de indios- en efectos especiales para el gran público.
Es pueril, pero precisamente por eso funciona. España, y las naciones  que han surgido de su pasado histórico, están encantadas con la cultura anglosajona y el bilingüismo. Sin embargo, recordemos primero que esta fascinación provinciana por la lengua del espectáculo global -hasta nuestra representante en Eurovisión canta en inglés- no se explica sin cierto arrepentimiento, una especie de vergüenza de ser hispanos que ninguna nación de primera o segunda fila padece. No sabemos si Portugal. Desde luego no está arrepentida de ser nación Italia. Tampoco lo están Holanda, Francia o Alemania, que además hablan un inglés mejor que el nuestro.
Segundo, ¿qué es en realidad el bilingüismo? Desde el español, una lengua natal que hablan cerca de quinientos millones de personas, es desde donde podemos inventar ciencia, industria, filosofía y otra tecnología. El problema, en España, Colombia o México, no es que se hable mal inglés, que es cierto, sino que se habla mal español. No cuidamos la cultura hispana porque no tenemos el valor político de convertirla en una potencia mundial. Y no se trata de una cuestión de tamaño o de economía, sino de valor político. Como es muy cómodo actuar de extras en el guión mundial que escriben los rubios del norte, nos hemos refugiado en un papel secundario y tímido. La conversión de España en un país turístico, al precio de desmantelar nuestra infraestructura agraria, cultural e industrial, es solamente un síntoma externo de esto. Como también lo es el eufemismo de la “cohesión territorial” española, o las dificultades en la fortaleza estatal que atraviesan -con alguna excepción- las naciones latinoamericanas.
Por otra parte, ¿cuándo ellos han sido bilingües? Ellos, que pueden pasarse treinta años en Marbella sin saber decir ni “buenas noches”. Alemania no es bilingüe: habla alemán, vive en alemán y desde ahí se extiende hacia afuera. Y porque cuida lo alemán mucho mejor que nosotros lo español, habla mejor inglés. Y el mismo en el caso de Italia o, salvando las distancias, de Rusia. La comunicación global no es en estas naciones la coartada para la deconstrucción estatal, una dimisión política hispana que carece de precedentes.
La fluidez angloamericana presenta una oferta muy sencilla que explica su éxito en los territorios que invade, tanto si antes los ha destruido militarmente como si no lo ha hecho: complicación espectacular de las escenas y simplificación idiota de los contenidos. En otras palabras: aislamiento privado y federación pública; desarraigo de cualquier zona terrenal de sombra y comunicación social. La fuerza cultural de las identidades minoritarias proviene en el mundo anglo de la aversión mayoritaria a la existencia, con la consiguiente destrucción de cualquier forma primaria de comunidad. De tal puritanismo aislativo brotan dos fenómenos actuales de la cultura media en inglés: la obsesión invidualista por el cuerpo, ámbito inviolable de la primera empresa privada, y la pasión conectiva por el lenguaje políticamente correcto. En esta dialécticabilingüe se basa la liquidez nihilista que invade el globo: sólo hay cuerpos y lenguaje; en suma, atomismo real y fluidez virtual. Si la libertad de expresión es coreada como el gran emblema del Oeste es porque en nosotros cualquier forma de acción está numéricamente laminada por la economía. Aislamiento económico masivo y derechos humanos para las minorías: el recorte mundial de las vidas es compensado con el espectáculo informativo y las campañas personalizadas de solidaridad.
De ahí la infantilización gradual de nuestras sociedades. Es fácil hoy pasar un poco de vergüenza en distintos escenarios de corte americano, sea un acto de graduación académica o una excursión cultural a Atapuerca. Es ya un tópico decirlo, pero tal liquidez, esa veloz simplificación que sigue enfrentando Occidente al resto mundo, no se daría sin el imperial influjo insular anglo-americano. La fluidez actual procede de una multitud de sólidos vaciados por un puritanismo que nunca ha sido el defecto del sur. En paralelo a esto, es normal que las tonterías posmodernas que se han tenido que oír sobre Agamben o Badiou, sobre Heidegger, Lacan, Deleuze o Hegel… no tengan contabilidad posible. Con tal deconstrucción cultural, posterior al domino económico y militar, el inglés ha penetrado el mundo. Impone un “multiculturalismo” de término medio que, como un anuncio de Pepsi, liquida cualquier cultura milenaria que no esté literalmente armada. Si la filosofía europea está en peligro es por esta liquidación social de cualquier relación con el afuera -con la exterioridad que es la misma tierra- antes que por la evolución tecnocrática de los distintos planes educativos.
En resumen, la adorable cultura imperial -que también aplana el mundo anglosajón- supone, de un lado, el conductismo masivo de las poblaciones bajo una macroeconomía del tiempo; de otro, para compensar, una libertad de expresión que -no sólo en las despedidas de soltera que se hacen en Barcelona- ha de rozar a la fuerza lo obsceno. Solamente las explosiones excepcionales de lo que en diversos registros podíamos llamar pornografía -¿existirían sin ella las redes?- pueden compensar una normalización que sumerge al hombre en el más ensimismado mutismo. La furia de la conexión tecnológica viene a colorear la tabula rasa que ha sido previamente impuesta, no siempre con buenos modales. Como signo de los tiempos, nos queda en herencia la alianza de un Ello infantil y un Superyó senil. Con el resultado añadido de que, gracias a la religión democrática, acabemos siendo más moralistas que las Ursulinas de antaño.
El resultado medio es también que escasean esos adultos que, con una buena relación moral y conceptual con la duda, echaba de menos Godard hace años. Y desde entonces la coacción easy no ha dejado de crecer en su poderoso fundamentalismo de la fluidez; al menos, contemporáneo de los otros. Derivada de tal integrismo vacío, se ha puesto en pie un tipo de discriminación que pasará inadvertida por ser correcta y mayoritaria; en definitiva, por ser coincidente con la aversión hacia todo lo difícil, lo lento u oscuro. Odio que no pertenecía a la tradición latina, tampoco centroeuropea, al menos antes de la clonación económica de las últimas décadas. ¿Podríamos hablar de un triunfal dinamismo perverso? Se trata de una violencia sorda, autista, parecida a la que emana de la sonrisa gélida de las Top Model. Igual que nuestras mascotas animadas, los nuevos gurús jamás pasarán al acto de manera grosera. Se limitan a corroer el espesor existencial de todo lo que integran. No parece aconsejable, en este panorama de fluidez armada, una excesiva paciencia con la droga juvenil de las facilidades numéricas.