Por Pablo Guadarrama González (*)
La democracia y los derechos humanos no constituyen conquistas exclusivas de la llamada cultura occidental, con independencia de que en ella hayan logrado un valioso nivel de desarrollo para todos los pueblos del mundo. En verdad, ambos son un producto del proceso de transculturación universal en el que, de manera indiscutible, unos pueblos han aportado más que otros; pero eso no significa que algunos tengan el protagonismo exclusivo de sus avances. Tales logros no han sido tampoco solo el resultado del pensamiento de grandes personalidades, las cuales, como líderes religiosos, filósofos, políticos, científicos sociales, etc., de distintas regiones del orbe, sin duda, han contribuido notablemente a su adecuada fundamentación y realización. Han sido en realidad el resultado de la simbiosis creativa de bienes intelectuales y culturales aportados por tales pensadores, dialécticamente articulados con las luchas sociales por diversas formas de poder de distintos sectores sociales que, en diferentes regiones del mundo y en distintas etapas del proceso de civilización, se han opuesto a los poderes enajenantes y han ido alcanzando con los procesos de universalización y globalización el perfeccionamiento de la democracia y de los derechos humanos encaminados hacia formas superiores de humanismo práctico.
Palabras claves: democracia, derechos humanos, humanismo, transculturación, cultura grecolatina, cultura occidental, culturas antiguas, culturas amerindias.
Contenido temático:
I.; El humanismo como pilar de los derechos humanos y la democracia.
II.; El supuesto protagonismo exclusivo de la cultura grecolatina en la génesis de la democracia y los derechos humanos.
III.; Aportes de la cultura occidental al desarrollo de la democracia y los derechos humanos.
IV.; Expresiones de la democracia y los derechos humanos en sociedades al margen de la cultura occidental.
Introducción
Tanto en el mundo académico como político y jurídico, ha sido nota común considerar que el humanismo, la democracia y los derechos humanos son conquistas exclusivas de la cultura occidental. A partir de este eurocéntrico criterio, se sostiene que otros pueblos anteriores al devenir de dicha cultura o que han existido desvinculados de ella, no han sido capaces de desarrollar formas de vida democráticas, y mucho menos de elaborar un pensamiento filosófico, ético, jurídico, político, etc., que lo fundamente.
Por supuesto, detrás de tales posturas discriminatorias se esconden razones no solo ideológicas, sino también estrictamente políticas y económicas de gran actualidad, pues se pretende sostener el criterio de que siempre los países de bajo nivel socioeconómico deberán reproducir miméticamente los esquemas de gobierno, prácticas políticas, jurídicas, éticas, etc., de los países desarrollados, fundamentalmente europeos y de Norteamérica.
La tarea de demostrar la falsedad de tales concepciones —con independencia de reconocer los debidos méritos a la modernidad y los aportes de la cultura occidental, en cuanto al desarrollo del humanismo, la democracia y los derechos humanos—, aunque difícil, no deja de ser necesaria, especialmente para aquellos sujetos de la actividad cultural que son también producto, y a la vez coautores, de esa simbiótica cultura occidental, la cual supo desde sus orígenes nutrirse de los valores culturales de los pueblos del Oriente antiguo y de los nuevos pueblos de Africa y América que “fagocitósicamente” pudo colonizar, pero sin que, a la vez, lograra evadirse, hasta nuestros días, de los necesarios procesos de transculturación, mediante los cuales ha continuado nutriéndose de sus valores culturales. El concepto de transculturación, formulado por el antropólogo cubano Fernando Ortiz, fue aceptado por la comunidad académica internacional, y por tal se entiende el proceso según el cual las nuevas culturas se gestan y nutren de anteriores al asumir valores de distinta procedencia y a la vez crear valores nuevos, de la misma forma que un niño hereda rasgos de sus padres, pero siempre él será un individuo diferente.
I. El humanismo como pilar de los derechos humanos y la democracia
El humanismo, entendido en su formulación más amplia, ha encontrado innumerables definiciones. Usualmente se maneja de manera limitada en su expresión clásica histórica como ese movimiento cultural europeo que se despliega en la época renacentista entre aquellos intelectuales, profundos admiradores de la cultura grecolatina, que intentaban rescatar la dignidad humana, tan atrofiada por siglos de servidumbre feudal durante el Medioevo. Resulta muy común considerar que la democracia y los derechos humanos son un producto exclusivo de la maduración de la modernidad y de la sociedad burguesa, cuyos pilares ideológicos se presume radican en el Renacimiento. Tal perspectiva eurocéntrica, por lo general, no toma en consideración la existencia de pensamiento, así como de praxis humanistas y democráticas, en otras culturas del orbe anteriores a la cultura occidental o al margen de ella.
En ocasiones, el humanismo se presenta también como una especie particular de fe en los valores humanos cultivados por y para el hombre. En tal situación, el humanismo no se diferenciaría mucho de otros tipos de religiosidad, aunque tal vez, en tal sentido, con mayor carga antropocéntrica. En definitiva, todas las grandes religiones han tenido en sus orígenes y fundamentos una proyección humanista.
El humanismo no constituye una corriente filosófica o cultural homogénea. En verdad se caracteriza en lo fundamental por propuestas que sitúan al hombre como valor principal en todo lo existente, y partir de esa consideración, subordina toda actividad a propiciarle mejores condiciones de vida material y espiritual, de manera tal que pueda desplegar sus potencialidades, siempre limitadas históricamente, como se revela en el caso de las conquistas democráticas y de los derechos humanos.
La toma de conciencia de las limitaciones para realizar formas concretas y reales de humanismo no deviene obstáculo insalvable, sino que constituye un pivote que moviliza los elementos imprescindibles para que el hombre siempre sea concebido como fin y nunca como medio —según la sabia formulación kantiana—, como debe ser en lo referido a la democracia y los derechos humanos.
Siempre las propuestas humanistas deben estar dirigidas a reafirmar al hombre en el mundo, a ofrecerle mayores grados de libertad y a debilitar todas las fuerzas que de algún modo puedan alienarlo. Por eso se debe tomar en cuenta la diferencia existente entre concepciones antropológicas en sentido general, que incluso pueden ser hasta misantrópicas, y las propiamente humanistas.
Pero las ideas y prácticas humanistas desde sus distintas expresiones originarias en las diversas latitudes del mundo y en sus diversas épocas, han tenido que enfrentarse a fuerzas alienadoras.
Es sabido que todo poder supuesto a fuerzas aparentemente incontroladas por el hombre —lo cual es expresión histórica de incapacidad de dominio relativo sobre sus condiciones de existencia, engendradas consciente o inconscientemente por el hombre, y que limitan sus grados de libertad—, se inscriben en el complejo fenómeno de la enajenación. La violación de los derechos humanos o el desconocimiento del debido respeto a las prácticas democráticas, constituyen unas de las formas alienantes más usuales desde la antigüedad hasta la época contemporánea.
El pensamiento filosófico, político y jurídico se ha ido construyendo en la historia universal como un permanente proceso de aportación parcial, por parte de sus cultivadores en diferentes regiones del orbe, de distintos instrumentos humanistas y desalienadores ante el Estado y la sociedad civil, que contribuyen en diferente grado a la consolidación del lugar del hombre, del individuo humano, de la persona en el mundo. Cuando se han constatado los distintos peligros enajenantes que en circunstancias diversas afloran en la sociedad humana, se han aportado en la mayor parte de los casos las vías para superarlos.
No es menos cierto que no han faltado quienes se han limitado a constatar o a poner de manifiesto formas enajenantes, como la subordinación al poder de los gobernantes, de amos, señores, dueños, de las fuerzas ocultas de la naturaleza, la economía, la sociedad, etc., sin contribuir mucho a encontrar los mecanismos para evadirlos, porque han partido de la fatal consideración de que estos son consustanciales a la condición humana. Pero de haber prevalecido tales criterios fatalistas en la historia de la civilización, hoy difícilmente podrían las nuevas generaciones humanas enorgullecerse de los avances alcanzados en todos los órdenes de perfeccionamiento social en cuanto a la vida democrática y el respeto de los derechos humanos.
La elaboración de concepciones, el desarrollo de prácticas y la constitución de instituciones para lograr una sociedad más justa, democrática y humana, es ancestral en múltiples culturas de todo el orbe desde sus primeras expresiones históricas, lo mismo en el Oriente Antiguo que en las sociedades americanas prehispánicas.
En las culturas egipcia, china, india, persa, lo mismo que en la grecorromana y en las precolombinas americanas, existen innumerables testimonios de ideas humanistas, comunitarias y utópicas, algunas de las cuales proliferaron también durante la Edad Media con su necesaria tonalidad religiosa. Es muy cierto también que estas irrumpieron con mayor fuerza a partir del Renacimiento y se acrecentaron en la misma medida en que el capitalismo evidenciaba su contradictoria naturaleza inhumana, lo cual explica la temprana aparición de las ideas socialistas utópicas.
Muy valiosas para la cultura democrática universal resultaron algunas de las ideas del humanismo renacentista y las conquistas sociales desde el nacimiento de la modernidad. Al mismo tiempo no parece lógico suponer que careciesen de razones suficientes aquellos sectores sociales que emprendieron la tarea de iniciar la construcción de sociedades más justas donde se respetaran los derechos de los trabajadores y los sectores populares.
De tal manera, surgieron partidos políticos, sindicatos, organizaciones, instituciones culturales, etc., al frente de los cuales siempre han estado hombres de talento y de aspiraciones humanistas muy concretas.
No resulta fácil suponer que estos líderes intelectuales y políticos hayan sido por lo regular unos aberrados mentales o no tuviesen razones suficientemente justificadas para emprender sus tareas reivindicadoras de la democracia y los derechos humanos. Sin embargo, de acuerdo con esta lógica del discurso, podrían formularse las mismas conclusiones en relación con los que han puesto en práctica regímenes totalitarios, militaristas, racistas y fascistas. Por supuesto, debe considerarse que los hechos no siempre justifican los derechos.
La historia de la humanidad parece estar condenada a sufrir permanentemente los desastres de proyectos y experimentos sociales basados en doctrinas que siempre se las ingeniarán para asirse de los más sofisticados fundamentos aparentemente racionales, como lo demuestran el nazismo, el stalinismo o el reciente fracaso del neoliberalismo —supuestamente justificado con la aplicación de la “infalible” lógica del mercado— con la actual crisis financiera internacional que ha tenido su mayor expresión con el derrumbe bancario de Wall Street.
El humanismo en sus expresiones concretas y prácticas, que no reduce su existencia al mundo occidental, y distanciado de cualquier abstracta formulación filantrópica, ha sido y seguirá siendo el pilar principal de políticas democráticas y fomentadoras de los derechos humanos. Por esa razón, todas las vías que promuevan en cualquier parte, tanto desde la vida académica como en la actividad política, social, religiosa y cultural, su fortalecimiento, contribuyen en algún modo a enriquecer la condición humana de los diferentes pueblos del mundo.
II. El supuesto protagonismo exclusivo de la cultura grecolatina en la génesis de la democracia y los derechos humanos
El hecho de que el término cultura sea de origen latino, no significa que los griegos no tuvieran la más mínima idea de lo que era la cultura. Tal vez, en verdad, sí tenían el concepto, pero lo denominaban con otro término, como quizás fuese el de paideia.
Lo mismo puede haber sucedido con el término de filosofía o el de democracia, cuyos orígenes etimológicos nadie duda están en el griego; pero ¿significa esto que ningún otro pueblo antes o al margen de la civilización griega desarrollase concepciones y prácticas sociales de actividad filosófica y democrática?.
Con este objetivo, resulta de gran utilidad la indicación de Diógenes Laercio —quien nadie duda que fue griego─, referida a que los griegos acuñaron el término de filosofía, pero eso no significaba desconocer la existencia de filosofía en los pueblos bárbaros, (Laercio, D. 1990, 9.) negó que la praxis filosófica fuese un invento exclusivamente griego. Esta consideración puede servirnos para descubrir y valorar también el posible origen y desarrollo de concepciones y prácticas de la democracia y los derechos humanos en pueblos y culturas al margen de la civilización de origen grecolatino.
Un factor condicionante de la consideración sobre la supuesta “exclusividad” de la cultura occidental respecto a la democracia, por supuesto depende de lo que se entienda por este concepto. En el mundo ateniense el pueblo (demos) era concebido de una forma muy reducida, pues ni las mujeres (gineco), ni los esclavos (ilotas), ni los extranjeros (metecos), ni la oligarquía (aristos) propiamente, participaban de su ejercicio, por lo que resulta algo cuestionable ese presunto paradigma “primigenio” de democracia.
Es necesario cuestionarse con lógicas razones si es o no aceptable considerar que la ciudad-estado griega (polis) era en verdad un espacio abierto construido y reconstruido para el acceso, el encuentro y la participación de todos los hombres libres e iguales de aquella época: los ciudadanos.
En relación con los orígenes de la democracia ateniense, Estanislao Zuleta advertía: “La democracia implica la aceptación de un cierto grado de angustia. Grecia, a pesar de ser una sociedad esclavista, tenía a su modo una democracia, y desde el punto de vista ideológico era una sociedad pluralista… Sin embargo, la democracia griega, a pesar de ser funcional e importante, era supremamente limitada ya que estaba restringida a una parte minoritaria de la población”. (Zuleta, 1995, 122).
Por otra parte, con independencia de la consideración sobre la cuestionable condición de igualdad de los hombres en aquella época antigua, la condición de igualdad ha sido o no posible con la modernidad.
La modernidad abrió las puertas a una pluralidad de modelos de hombre, aunque partiese del endeble presupuesto de la igualdad entre ellos.
Este fue el presupuesto que animó a Tomas Paine en su aportadora labor a las ideas democráticas y sobre a los derechos humanos, cuando sostenía: “Cada generación tiene los mismos derechos que las generaciones que la precedieron, por la misma razón que cada individuo nace con los mismos derechos que cualquier contemporáneo suyo. Todas las historias de la creación, todos los relatos tradicionales, ya sean del ambiente erudito o iletrado, aunque pueden variar en sus opiniones o creencias sobre algunos particulares, coinciden siempre en un punto, la unidad del hombre; por lo cual, entiendo que todos los hombres tienen el mismo nivel, y, por lo tanto, que todos los hombres nacen iguales y con los mismos derechos naturales, del mismo modo que si la posterioridad se hubiese continuado por creación en lugar de por generación, no siendo esta ultima sino la forma en que se continua la primera”. (Paine, 1986, 53)
Aunque siempre resulta aconsejable recordar el criterio de Abraham Lincoln, según el cual todos los hombres nacen iguales, pero ese es el último momento en que lo son.
Está muy generalizada la opinión de algunos autores que consideran que la democracia ateniense estableció un principio esencial de todo tipo de democracia, a partir del criterio de que toda acción política debe lograrse no por la violencia física del poder armado, sino por el debate consensuado, la deliberación, la participación, la organización y la toma de decisiones por parte de las mayorías de sus ciudadanos. Sin embargo, las conquistas de la democracia normalmente están aseguradas por los Estados a través de las instituciones armadas, y estos utilizan también la coacción física cuando consideran que esta puede estar en peligro. De manera que una cuestión es el ideal democrático y otra la realidad sociopolítica en que este ha tratado de lograrse.
Aunque la literatura al respecto usualmente sea reacia a admitirlo, es un hecho innegable que algunos pueblos con anterioridad al desarrollo de la civilización occidental o con posterioridad, pero con independencia de ella, desarrollaron y aún cultivan formas de vida democrática y de derechos a la persona, que no tuvieron necesariamente que haberse nutrido de la cultura grecolatina.
Lamentablemente, en la mayoría de las escuelas y universidades solo se hace referencia, y no solo en este aspecto del desarrollo de la cultura universal, a los aportes grecolatinos, con lo que se cultiva el orgullo de pertenecer a la cultura occidental, pero se desdeñan los valores de las culturas de otras regiones del mundo.
Hace unos años, el destacado filósofo mexicano Leopoldo Zea contaba que, en ocasión de efectuarse una de las primeras exposiciones de la cultural mundial en la UNESCO, en París, le correspondió acompañar a ese evento al entonces ministro de Cultura de su país, a fin de exponer, entre otras muestras precolombinas, una enorme cabeza de piedra de la cultura olmeca. En ese acto, el ministro de Cultura de Francia les comentó que los mexicanos debían sentirse orgullosos de aquella cultura olmeca, al igual que los franceses se sentían de proceder de la civilización grecolatina. A lo que Zea replicó que, en verdad, ellos se sentían más orgullosos que los franceses, porque la cultura latinoamericana también es heredera de la grecolatina, pero no solo de ella, sino también de todas las culturas precolombinas, así como de las africanas, que llegaron durante la esclavitud colonial, y las de múltiples migraciones de Asia y Europa que se han ido imbricando en la cultura latinoamericana. De ahí que José Vasconcelos tuviera razón al sostener que América Latina era el crisol de unaraza cósmica.
Por otra parte, ¿aceptar exclusivamente el origen de la vida democrática y no solamente la etimología griega del término (δημοκρατία) acaso no implica de algún modo desconocer que otros pueblos y culturas anteriores o posteriores, pero al margen de la cultura occidental, también han desarrollado formas de vida democráticas y por tanto de algunos derechos humanos?
Aunque el término democracia sea de origen griego, esto no significa que la concepción y las diferentes prácticas de ella tengan exclusivamente sus expresiones en el mundo grecolatino, pues hay muchas evidencias antropológicas de manifestaciones democráticas en numerosos pueblos al margen de la cultura occidental, algunos de los cuales trascienden hasta nuestros días, como puede apreciarse en la actualidad en las comunidades aborígenes (indígenas) latinoamericanas.
Una significativa anécdota narrada por el dominico Bartolomé de las Casas, puede contribuir a esclarecer este entuerto. Este sacerdote, ―defensor de los derechos de los aborígenes, pero no igualmente de los esclavos africanos― presentó a un cacique indígena ante las cortes reales en Madrid con el objetivo de que comprobaran allí que eran seres racionales y gentiles. Al concluir la presentación, el cacique le preguntó a Las Casas de qué forma los españoles elegían al sustituto del monarca cuando este fallecía.
Algo perplejo y sin entender tal vez bien en lengua náhuatl el verbo elegir, el fraile le respondió que por ley natural y divina, el rey fallecido debía ser reemplazado por su primogénito varón. El cacique entonces le comentó cómo ellos procedían en ese caso. Reunían a todos los miembros de su pueblo, y por aprobación colectiva seleccionaban al más fuerte, capaz, inteligente, honrado, etc., y ese debía ser el nuevo jefe, sin importar su grado de parentesco con el anterior.
Sin embargo, algunos todavía se cuestionan si eran o no democráticas y siguen siendo las formas de gobierno de estos pueblos originarios de América, como de otros continentes, ya que no parten de las ideas de Platón, Aristóteles y mucho menos de Locke, Montesquieu, Rousseau o Rolls.
Por supuesto, para comprender el proceso universal de transculturación que se ha producido en la historia respecto a los derechos humanos, es imprescindible justipreciar el aporte de los griegos en cuanto a la conformación de concepciones filosóficas que fundamentan algunos análisis sobre la democracia, algunos muy cuestionadores de sus ventajas ―como se observa en Platón y Aristóteles― y otros en defensa abierta de ella y de los derechos que trae esta aparejada, como se observa en el caso de Demócrito, cuando sostiene: “Es preferible la pobreza en una democracia a la llamada felicidad que otorga un gobierno autoritario, como lo es la libertad a la esclavitud”. (Kirk, G.S. y J.E. Raven. 1974, 415.)
Se deben valorar adecuadamente las incipientes reflexiones de los primeros filósofos griegos sobre la justicia y los derechos, en particular la consideración del nomos, es decir, documentos como garantía de legalidad y seguridad, como puede apreciarse en Heráclito, para quien: “Es preciso que el pueblo luche por la ley como por las murallas”. (Capelletti, A. (1972), frag. 44 p. 86.)
Según Hernán Ortiz: “Con Heráclito se produce una ruptura en el concepto clásico de justicia heredado de Homero, Hesíodo, Anaximandro y la escuela pitagórica, según la cual la justicia es la marca que distingue a la barbarie de la civilización, la protección del débil frente al fuerte, la clave de dar cuenta del individuo en la cultura y el universo, el mero sometimiento al orden cósmico o la representación de la igualdad, todo lo cual sigue repercutiendo en la tradición ético-jurídica posterior”. Ortíz, H.1990., 66, frag. 44).
Tampoco se debe subestimar el valor de algunas de las posturas éticas de estoicos, neoplatónicos y atomistas, como Epicuro con su elaboración de la teoría de la soberanía popular, que posteriormente fueron asumidas por Tomás de Aquino que justificaban el derecho de los pueblos a deponer a sus monarcas cuando estos no satisfacían sus intereses. “La doctrina jusnaturalista tomista renovó el antiguo concepto de razón al instalar el derecho natural en la razón natural, puesto que la ratio humana parte de la eterna ley divina. De lo cual se extraen consecuencias práctico-políticas bien radicales. Así pues, existe un derecho a negar la obediencia frente a la omnipotencia de los poderes estatales, frente a la tiranía injusta”. (Oestreich, G. y K. Sommermann. 1990, 40.)
Es necesario también analizar en la evolución histórica de la aparición de la vida política y jurídica de los pueblos, y en especial de la democracia y los derechos humanos, el valor informativo de las obras literarias, como en el caso del drama de Sófocles Antígona, cuando esta reclama ante su tiránico tío Creonte su derecho a la piedad para dar sepultura a su rebelde hermano Polinices, vencido por su otro hermano Eteocles, ante las murallas de Tebas.
Nadie puede negar el valor fundacional de la cultura grecolatina para la civilización occidental y para el mundo en general, pero lo que resulta insustentable es que no hayan existido otras expresiones de vida democráticas y de derecho antes o la margen de ella. Del mismo modo que no resiste la crítica presuponer que absolutamente todo el pensamiento y la praxis político-jurídica, así como la producción filosófica, fueron invención exclusiva y original de griegos y romanos, descontaminados de las influencias culturales de su entorno en aquella época.
Otra cuestión es que resulta indiscutible el papel de los romanos en cuanto a la sistematización de las bases del saber jurídico, pues aún hoy contribuyen de algún modo a la sustentación de los derechos del hombre, especialmente en circunstancias de amenaza penal o de participación política.
En particular se hace necesario valorar las diferentes posturas éticas de neoplatónicos y estoicos, como Cicerón en su tratado “De legibus”, frente al tema de los derechos, tales como la seguridad personal y la felicidad individual, conceptos filosóficos de los estoicos en relación con la dignidad de los seres humanos, que constituyen antecedentes imprescindibles para conocer la génesis de los derechos humanos. Pero esto no debe conducir a la conclusión de que solo en la cultura grecolatina se deben buscar de manera exclusiva todas y cada una de las formas de vida democrática y de consideración de los derechos de los seres humanos de todo el orbe.
Aunque la cultura occidental se haya destacado por la conformación, promoción y defensa de la democracia y los derechos humanos a escala universal, eso no significa que otros pueblos, antes o simultáneamente al desarrollo de ella, no hayan desarrollado reflexiones antropológicas en el plano ético, jurídico, filosófico y político de determinada trascendencia, y que ameritan ser considerados como antecedentes también o elementos a considerar en cuanto a la constitución a nivel mundial de los derechos humanos, aunque tal vez estos no hayan trascendido a otros pueblos debido a múltiples factores obstaculizadores de la comunicación.
El hecho de su mayor o menor trascendencia universal no debe conducir a ignorar su existencia y validez, al menos para aquellos pueblos que los han cultivado; factor este que les ha permitido una mejor comprensión de las conquistas democráticas de otros pueblos y ha podido facilitar ese proceso de transculturación en el plano filosófico, político y jurídico.
Respecto a los antecedentes históricos de los derechos humanos, prevalecen de manera común criterios como el de Gregorio Peces-Barba, según el cual: “Ni en la Edad Antigua ni en la Edad Media se habla de este concepto. No es que no hubiera conciencia de la dignidad ni se hubiese reflexionado sobre la libertad o sobre la igualdad en alguna de sus dimensiones, solo que estos materiales no habían encontrado todavía el catalizador que les transformase en una concepción de derechos humanos y los vinculase al derecho positivo. Sin organización económica capitalista, sin cultura secularizada, individualista y racionalista, sin el Estado soberano moderno que pretende el monopolio en el uso de la fuerza legítima, sin la idea de un derecho abstracto y de unos derechos subjetivos, no es posible plantear esos problemas de la dignidad del hombre, de su libertad o de su dignidad, desde la idea de los derechos humanos, que es una idea moderna que solo se explica en el contexto del mundo con esas características señaladas, con su interinfluencia y con su desarrollo, a partir del tránsito a la modernidad”. (Peces-Barba, 1998, 268)
Por supuesto, con el despliegue de la modernidad y, en especial, de las relaciones capitalistas de producción, la sociedad burguesa demandaba no solo elaboración teórica de un sistema de derechos inherentes a la condición de la ciudadanía, sino ante todo su puesta en práctica inmediata para superar las ataduras de los regímenes monárquico-absolutistas y autárquico-feudales, para de este modo desatar los elementos propiciadores de nuevas y superiores formas de democracia y derechos humanos.
Resulta muy comprensible que el pensamiento político y jurídico moderno, marcado por el proceso de mundialización capitalista, tratase de buscar sus fuentes nutritivas mucho más en la expansiva cultura grecolatina —la cual se caracterizó también por conquistar pueblos, dominarlos y constituir un amplio imperio debidamente reglamentado─, que en posibles fuentes provenientes de los pueblos de Asia, África y América, que no obstante su sabiduría por su probada antigüedad, tenían el inconveniente de que iban a ser devorados por las “modernas” potencias coloniales europeas. Estas eran modernas muy contradictoriamente porque mientras por un lado abogaban en sus respectivos países por derechos ciudadanos, gobiernos democráticos, etc., por otro en las regiones que colonizaban restablecían las formas esclavistas de explotación de la fuerza de trabajo, ya superadas por el feudalismo. Por tal motivo no les convenía tampoco hurgar demasiado en las legislaciones, códigos éticos y jurídicos de los pueblos que iban a avasallar, y lo mejor fue ocultarlos. Del mismo modo que en lugar de un “descubrimiento” de América se produjo en verdad un encubrimiento de las culturas de estos pueblos, al punto que se construyeron iglesias sobre pirámides y templos aztecas, como hoy puede apreciarse en la ermita de Cholula, en Puebla, o en la Cátedral de Ciudad de México. Algo similar hicieron portugueses, franceses, belgas, holandeses e ingleses no solo en este continente, sino también en África, la India y China.
La ideología democrática y liberal del capitalismo naciente fue tan demagógica como lo ha sido recientemente la neoliberal, al indicar a los pueblos de los países periféricos lo que deben hacer —como liberar los mercados, eliminar subsidios, etc.—, en tanto los países centrales se reservan el privilegio de hacer todo lo contrario.
La investigación sobre los orígenes y diversas expresiones de la democracia y los derechos humanos en la actualidad tiene el reto de superar los enfoques etnocentristas que han caracterizado por lo regular la eurocéntrica vida académica.
Hoy más que nunca se hace necesario completar aquel planteamiento de Marx según el cual cuando se busquen las fuentes de numerosas actuales ideas filosóficas, jurídicas, estéticas, políticas, etc., siempre habrá que voltear la mirada sobre el hombro para contemplarlas en aquel pueblo de la Hélade que si no supo resolver todos los problemas, al menos supo planteárselos. Parece que la historia demuestra que no basta voltearla sobre un solo hombro, sino también del otro para justipreciar los aportes de múltiples pueblos y civilizaciones anteriores o al margen de la cultura occidental que también han contribuido al enriquecimiento de la condición humana .
III. Aportes de la cultura occidental al desarrollo de la democracia y los derechos humanos
No cabe la menor duda de que el cristianismo es una de las doctrinas antecedentes fundamentales sobre el reconocimiento de la igualdad y la fraternidad de todos los seres humanos.
A esta religión se le atribuye la condición de cuna de la civilización occidental. Pero es un hecho innegable también que la doctrina cristiana a su vez se nutrió de diversas fuentes éticas y religiosas cultivadas en muchas culturas del Medio Oriente.
El cristianismo constituye una de las doctrinas fundamentales que en algunas de sus expresiones debe ser considerada como antecedente del reconocimiento de la igualdad de todos los seres humanos, así como de reivindicación de las necesidades de los sectores populares y pobres, de ahí que sirviese de ingrediente en la conformación de ideas y prácticas de carácter socialista o comunista. Este último término tiene su origen en las comunas cristianas que compartían entre sus miembros el pan común (comunis), sus bienes, y creencias.
Con razón Rubén Jaramillo Vélez sostiene que “ La Biblia había aportado algo definitivo en relación con la dignidad del ser humano, la idea de que este había sido creado a imagen y semejanza de Dios. Naturalmente, la concepción cosmopolita de los estoicos, la idea, que ellos formulan por primera vez de una ‘ciudadanía universal' del hombre, la idea de la humanidad considerada como una entidad universal, se prestaba a esta convergencia”. (Jaramillo Vélez, 2004, 22)
No obstante ese carácter igualitario y comunitario de los primeros cristianos, en otras de las manifestaciones del cristianismo, especialmente durante la Edad Media, la Iglesia católica justificó las desigualdades sociales y la existencia de derechos especiales a monarcas y nobles en detrimento de la servidumbre.
Algunas expresiones del cristianismo, a partir de la Reforma luterana y la consolidación de una ética protestante, promovieron sin duda criterios de igualdad social promotores de prerrequisitos básicos para el despliegue de la modernidad y, en particular, del orden social burgués y el desarrollo capitalista.
Los aportes teóricos sobre los derechos humanos y la democracia no son solo un producto del pensamiento político y jurídico de personalidades de la Baja Edad Media, como Tomás de Aquino, o de varias figuras del Renacimiento y la Ilustración. Ellos tienen fundamentos filosóficos y epistemológicos básicos anteriores, etc., mucho más amplios y profundos con el temprano triunfo del racionalismo de Renato Descartes con Discurso del método, y Baruch Spinoza, con el Tratado teológico político, entre otros, sobre el fideísmo escolástico y el triunfo en general del pensamiento laico de la modernidad, con todas sus implicaciones más allá de la política, como el humanismo renacentista, la confianza en la educación, la ciencia y la tecnología, como se aprecia en Francis Bacon en La nueva Atlántida.
Entre los pilares del pensamiento temprano moderno que contribuyó a la fundamentación de los derechos humanos debe destacarse al holandés Hugo Grocio, quien en la primera mitad del siglo xvii se convirtió en uno de los precursores del derecho constitucional y el derecho internacional. En su obra Sobre el derecho de guerra y paz formuló la tesis de cierto impulso innato del hombre a la sociabilidad, que denominó apetitos socialisy que él considera, al igual que Aristóteles, el origen de los contratos.
A su juicio, lo injusto es lo que se opone a una comunidad reglamentada de seres individuales racionales, porque todo lo que no es injusto debe ser objeto del derecho. De tal modo justificó el derecho a la propiedad como natural y desvinculado del derecho divino, con lo que contribuyó a la secularización del derecho.
La mayoría de los precursores del jusnaturalismo, como el inglés Thomas Hobbes en su Leviatán, conciben la existencia de un “estado de naturaleza” en el hombre que puede conducirlo al enfrentamiento de unos contra otros como lobos, si no existiese un contrato social por medio del cual los hombres transfieren algunos de sus derechos a favor de otros y bajo la fiscalización del Estado, encarnado en la figura de algún poder soberano, como un rey.
El alemán Samuel Puffendorf, en esa misma época bajo la influencia de Grocio y Hobbes, promovió la idea del origen del Estado como un pacto racional y no genético entre los hombres para evitar el caos y las guerras, por lo que consideró como una necesaria conquista de la civilización la tolerancia, especialmente religiosa, que asegurara el derecho a la libertad de cultos entre los hombres.
Mérito especial se les debe conceder a algunos aportes de pensadores renacentistas a la consolidación de los derechos humanos, como el neoplatónico florentino Giovanni Poco Della Mirandola, quien escribió en el siglo xv una Oración por la dignidad del hombre, en la que se plantea que Dios creó al hombre libre para que por su propio esfuerzo en la educación y la cultura se ennoblezca.
Algo muy significativo fue el aporte ecuménico del Cardenal Nicolás de Cusa, que en el siglo xv, animado por el espíritu de la fraternidad cristiana, propuso una “paz religiosa perpetua” y una “concordia universal” que facilitara se les respetase a ortodoxos griegos, musulmanes e hindúes su derecho a rendir culto a tales religiones, en lugar de ser perseguidos intolerantemente por los católicos. Tal vez hayan sido estas algunas expresiones del espíritu de tolerancia que emergería de la modernidad, tan útil y necesaria para el desarrollo del espíritu democrático y el cultivo de los derechos humanos.
De modo similar se debe valorar el significado del ideal de la tolerancia en Erasmo de Rótterdam, quien se opuso a la violencia que acompañó el proceso de la Reforma luterana y propugnó la renuncia al uso de la violencia contra aquellos que tuvieran ideas políticas o religiosas diferentes a las monárquicas y católicas.
Tales actitudes de estos destacados pensadores pueden y deben considerarse como precursoras de una comprensión más universal y ecuménica de los aportes culturales de los distintos pueblos del orbe al desarrollo de la democracia y los derechos humanos.
También la democracia y la conquista de los derechos humanos encuentran un antecedente fundamental y aportes sustanciales en el pensamiento socialista utópico. En particular, en uno de sus precursores, Tomas Moro, quien inspirado en los comentarios de un marino llamado Rafael, recién llegado del continente americano, planteaba la existencia de sociedades comunitarias donde no existía la propiedad privada, por lo que proponía en su obra Utopía “que sería útil no ignorar, como son en primer término, las cosas justas y sabiamente dispuestas que advirtió en pueblos que vivían ciudadanamente en algunos sitios. […] así como vio entre esos nuevos pueblos muchas instituciones erróneas, notó, en cambio, no pocas que podrían proporcionar ejemplos adecuados para corregir los errores de ciudades, naciones, pueblos y reinos […]”. (Moro. T. . 1956, 10).
A partir de la humanista consideración de que “la vida humana está por encima de todas las riquezas del mundo”, (Idem.20. prefiguraba una posible sociedad en que los derechos fundamentales del hombre, como la integridad física, la alimentación, la salud, la vivienda, la educación, etc., estuviesen asegurados.
Entre los pensadores que concibieron este tipo de sociedades fraternales y pensaron en la posibilidad de un Estado democrático de beneficio para todos los sectores populares, se destaca el italiano Tomás Campanella. En su obra La ciudad del Sol, además de sustanciales ideas sobre el mejoramiento económico y social de los trabajadores, quienes eran dignificados por su labor, concebía una forma de gobierno en la que toda decisión trascendental se sometía a consideración colectiva y pública: “Allí se tratan todas las cuestiones que interesan a la República y se elige a los magistrados anteriormente propuestos en la asamblea general. […] Aman tanto a la República y son tan buenos y dóciles que gustosamente transmiten su cargo al más sabio y se convierten en sus discípulos”. (Campanella, T. 1956, 145)
Las concepciones de Campanella sobre las leyes y la democracia constituyen un antecedente valioso del desarrollo del pensamiento moderno sobre los derechos humanos, cuando plantea: “La ley es el consenso de la razón común de todos escrito y promulgado para el bien común y de acuerdo con la razón eterna”. (Campanella. 1956, 175). Y en relación con la democracia considera que: “La república perfecta es aquella en la que cada uno es elegido para desempeñar aquel oficio para el que ha nacido, porque entonces gobierna la razón”. (Campanella. 1956, 173).
Tales antecedentes de utópicas sociedades de justicia y democracia propiciaron los cambios en el pensamiento político y jurídico que fundamentaron las ideas democráticas que cristalizarían posteriormente en las transformaciones revolucionarias de los Países Bajos, Inglaterra, Estados Unidos de América y Francia entre los siglos xvii y xviii, que cuando no pudieron ser aplastadas por la oleada conservadora prevaleciente en Europa en la primera mitad del siglo xix se vieron precisados en algunos casos, irremediablemente, al menos a aceptar como un hecho.
Sin embargo, fueron varios los acontecimientos históricos trascendentes y los movimientos sociales significativos —como la Revolución Inglesa; la independencia de las trece colonias inglesas en Norteamérica, que originó el nacimiento de los Estados Unidos de América; y la Revolución Francesa— que favorecieron las tendencias reivindicativas de los derechos de los sectores populares y constituyen componentes imprescindibles en el despliegue de la modernidad, así como los antecedentes en la antigüedad y el medioevo que impulsaron los movimientos sociales para conseguir mejores condiciones de vida para la mayoría de la población.
El supuesto protagonismo exclusivo de la cultura occidental como centro universal expansivo de la democracia y los derechos humanos, subestima a los restantes pueblos del mundo, al considerarlos como periféricos y exigirles copiar las formas de gobierno que cumplan los requisitos de los “democratómetros” fabricados por los países desarrollados.
Algunos de manera ilusa aún pretenden pronosticar un futuro necesario y próximo de los países considerados actualmente como “atrasados”, según el cual estos están obligados por ley fatal a cumplir teleológicamente las etapas de desarrollo político, económico, social y cultural de los países del G8 o ahora del G20, etc., como paradigmas absolutos del apetecido democrático porvenir. (Costa. www.nuso.org/revista.php?n=188)
No se deben desconocer los trascendentales aportes que ha hecho la cultura occidental, y en especial las conquistas de la modernidad, a la construcción de formas superiores de democracia y de derechos humanos. Pero también se debe tomar en consideración que múltiples pueblos al margen de la cultura occidental, desde el antiguo Lejano Oriente como la China y la India, hasta los pueblos del Cercano y Medio Oriente, especialmente persas, hebreos, palestinos, eslavos, etc., y también de África, sobre todo las culturas más próximas al Mediterráneo, desplegaron un inusitado desarrollo del pensamiento filosófico, científico, religioso, jurídico y político, además de un extraordinario desarrollo tecnológico, expresado fundamentalmente en su arte y sus obras arquitectónicas, así como formas de gobierno y de regulación jurídica de sus respectivas comunidades.
Logicamente, estas experiencias de vida económica, social, política, jurídica y cultural de tales civilizaciones ancestrales condujeron a sus filósofos, profetas, sacerdotes, políticos, etc., a profundas reflexiones antropológicas, que no siempre han sido coincidentes o confluyentes con las del mundo occidental, pero no por eso deben ser consideradas ni superiores ni inferiores a ellas, sino únicamente distintas.
IV. Expresiones de la democracia y los derechos humanos en sociedades al margen de la cultura occidental
A partir de los estudios antropológicos, sociológicos e históricos y otras fuentes documentales fidedignas, se está en condiciones de inferir cuáles han sido algunas de las primeras expresiones de reconocimiento de democracia y de derechos humanos aparecidas en las etapas tempranas de evolución de las sociedades humanas.
En la antigua Mesopotamia, unos 3000 años antes de nuestra era, en la ciudad de Uruk se estableció el reinado de Gilgamesh. Según Fernández Bulté: “Ese rey es un igual entre iguales. No puede imponer su voluntad al senado ni al pueblo en general, que requiere la aprobación de éste. Pero además, tampoco la opinión del senado, de los ancianos, es prevaleciente contra la decisión popular. Estamos, sin duda, ante una estructura política en embrión, un Estado en formación, en etapa de democracia militar cuanto más”. (Fernández Bulté. 2008, 118). Todo parece indicar que independientemente de las prerrogativas que disponía cierta casta militar —privilegios que estas poseen en la actualidad en muchos regímenes considerados como democráticos—, algunas formas de control político y jurídico lograban ciertas expresiones indudablemente democráticas en aquel tipo de monarquía.
En la evolución histórica de la vida política y jurídica de los pueblos se han ido configurando algunos deberes y derechos exigidos por las distintas comunidades históricas, los cuales constituyen la antesala necesaria de los derechos humanos que se aprecian en códigos éticos y religiosos de la antigüedad, tanto occidental como oriental.
Al respecto, es innegable el papel desempeñado por los códigos de conducta promovidos por las ideas religiosas ancestrales como tránsito hacia la construcción de concepciones éticas, jurídicas y políticas de mayor envergadura en relación con la conformación de los derechos humanos.
Algunos de los principios del contenido jurídico del que trata el código de Hammurabi, podrían considerarse como una forma de antecedentes de los derechos humanos en lo referido a los procesos penales, como puede apreciarse en las siguientes leyes que establece este documento: “Ley 9: Si uno que perdió algo lo encuentra en manos de otro, si aquel en cuya mano se encontró la cosa perdida dice: ‘Un vendedor me lo vendió y lo compré ante testigos’; y si el dueño del objeto perdido dice: ‘Traeré testigos que reconozcan mi cosa perdida’, el comprador llevará al vendedor que le vendió y los testigos de la venta; y el dueño de la cosa perdida llevará los testigos que conozcan su objeto perdido; los jueces examinarán sus palabras. Y los testigos de la venta, y los testigos que conozcan la cosa perdida dirán ante el dios lo que sepan. El vendedor es un ladrón, será muerto. El dueño de la cosa perdida la recuperará. El comprador tomará en la casa del vendedor la plata que había pagado. Ley 10: Si el comprador no ha llevado al vendedor y los testigos de la venta; si el dueño de la cosa perdida ha llevado los testigos que conozcan su cosa perdida: El comprador es un ladrón, será muerto. El dueño de la cosa perdida la recuperará. Ley 11: Si el dueño de la cosa perdida no ha llevado los testigos que conozcan la cosa perdida: Es culpable, ha levantado calumnia, será muerto. Ley 12: Si el vendedor ha ido al destino (ha muerto), el comprador tomará hasta 5 veces en la casa del vendedor del objeto de la reclamación de este proceso. Ley 13: Si este hombre no tiene sus testigos cerca, los jueces fijarán un plazo de hasta 6 meses; si al sexto mes no ha traído sus testigos, es culpable y sufrirá el castigo de este proceso”(el-codigo-de-hammurabi.htm)l
Independientemente del fundamento religioso y de la crudeza de las penalidades, no caben dudas de que en este código se establecen algunos derechos para los presuntos delincuentes que los protegen contra posibles arbitrariedades o injusticias.
Es un hecho fácil de demostrar que las distintas civilizaciones han manejado criterios bien definidos respecto a la justicia y su implementación —no exclusivamente orales, sino plasmados en códigos y otros textos—, como puede apreciarse en el caso de la India en el contenido profundamente humanista de las enseñanzas de Bud. Este puede apreciarse en relación con el derecho que le asiste a toda persona de ser objeto de un juicio imparcial.
Así, en el Capítulo 19 de sus enseñanzas titulado “El justo”, plantea: “256. Aquel que decide un caso con parcialidad no es justo. El sabio debe investigar imparcialmente tanto lo correcto como lo incorrecto. 257. Está establecido verdaderamente en la buena ley aquel sabio que, guiado por ella, decide lo justo y lo injusto con imparcialidad”. (Buda dhammapada.html)
Es evidente que la articulación entre sabiduría y virtud están contenidas en estas consideraciones éticas y jurídicas de Buda, con anterioridad significativa a su formulación por parte de Sócrates, del mismo modo que se adelantó al eudemonismo de Epicuro, al considerar que la causa del dolor radicaba en el exceso de placer.
La mayoría de las grandes religiones más universalmente extendidas, como el budismo, el confucianismo, el judaísmo, el cristianismo, el islamismo, a través de sus profetas, filósofos y mentores, como Buda, Confucio, Sócrates, Aristóteles, Jesucristo, San Agustín, Mahoma, Santo Tomas, etc., le han otorgado tanta atención al problema de las reglas de conducta moral del hombre, del lugar del individuo humano y la persona, que prácticamente este tema se convirtió en el eje principal de convivencia comunitaria de los seguidores de las doctrinas del maestro que las propugnaba.
Uno de los derechos considerado una gran conquista de los trabajadores, incluso relativamente reciente —pues comienza a hacerse efectivo en el siglo xix— fue el derecho al descanso. Sin embargo, cuando se analizan algunos de los principios del contenido jurídico tratado en las tablas de Moisés y que posteriormente formaron parte sustancial del cristianismo, como antecedente de los derechos humanos, sobresale el derecho a descansar al menos un día de la semana. En dichas tablas se plantea: “Seis días trabajarás, mas en el séptimo día descansarás; aun en la arada y en la siega, descansarás”. (Diez_mandamientos) Como puede apreciarse, incluso se concede el derecho a descansar en las épocas de mayor apogeo de las siembras y las cosechas. A la vez que se considera que se deben descansar otras jornadas más largas durante el año, por lo que se plantea: “También celebrarás la fiesta de las semanas, la de las primicias de la siega del trigo, y la fiesta de la cosecha a la salida del año”.[2] Esto es determinados días festivos o vacacionales que eran merecedores los trabajadores. De manera que lo que parece en este plano una exclusiva conquista de la cultura occidental, tiene expresiones muy antiguas.
Por otra parte, una versión en blanco y negro de la confrontación entre el Imperio Romano y los pueblos considerados bárbaros, francos, germanos, vándalos, etc., ha conducido erróneamente a imponer el criterio de que estos pueblos desconocían por completo la vida democrática y de derechos.
Pero la historia real es algo testaruda. Parece que los germanos ―al margen en esa época de la cultura occidental― desarrollaron en muchos aspectos de su vida política elementos muy similares a los cultivados por griegos y romanos. Engels planteaba que: “Según Tácito, en todas partes existía el consejo de los jefes (príncipes) que decidía en los asuntos menos graves y preparaba los más importantes para presentarlos a la votación de la asamblea del pueblo […] la colectividad era el juez entre los germanos”. (Engels.1955, 314). Y algo que llama mucho la atención y que fue una conquista muy tardía en occidente, ya existía entre los germanos, al igual que en la mayoría de los pueblos americanos precolombinos: “Las mujeres tenían voto en las asambleas del pueblo”. (Idem)
A juicio de Engels: “En general, las tribus alemanas reunidas en pueblos tienen pues la misma constitución que se desarrolló entre los griegos de la época heroica y entre los romanos del tiempo llamado de los reyes: asambleas de pueblo, consejo de los jefes de las gens, jefe militar supremo que aspira ya a un verdadero poder real” (Idem. 312-313). Según su criterio, entre los germanos el verdadero poder pertenecía a la asamblea del pueblo, y el rey o jefe de tribu preside y el pueblo era el que realmente decidía con aclamaciones o con ruidos con las armas. Tales asambleas eran a la vez tribunal de justicia donde se resolvían demandas y querellas. Y los jefes militares, al igual que entre los incas, eran elegidos sin atender a su origen, solo según su capacidad. Tenían escaso poder y debían influir con el ejemplo. En fin, quién puede poner en duda fermentos democráticos en aquellos pueblos considerados “bárbaros”, del mismo modo que posteriormente los pueblos africanos, americanos y asiáticos fueron considerados “salvajes” para justificar su esclavización “civilizatoria”.
De la misma forma, las concepciones antropológicas, éticas, políticas y jurídicas de los mayas, aztecas, incas, chibchas, mapuches, guaraníes, aimaras, etc., relacionadas con la democracia y los derechos humanos, tampoco deben ser ni subestimadas ni sobreestimadas, sino simplemente justipreciadas en su real dimensión y valores.
Así, al analizar el orden jurídico de los chibchas, Armando Suescún considera: “Era un derecho no escrito, constituido por las instituciones y normas de carácter consuetudinario, emanadas de una larga tradición de costumbres y comportamientos sociales autóctonos, que hacían parte integral de la ética y de la religión, y que habían demostrado ser eficaces para mantener la convivencia de la sociedad y resolver sus conflictos. Tales normas eran de obligatorio cumplimiento para todos”. (Suescún.1998, 103)
El hecho de que estuvieran o no recogidos en códigos escritos no le atribuye mayor valor a tales instituciones y normas, pues no hay que olvidar que en los pueblos originarios de América, como en otras partes del mundo, la oralidad desempeña un papel vital en la conservación de todos sus valores culturales, y los acuerdos orales poseen significado y son dignos de respeto como los escritos.
Esta condición de oralidad no posibilita en modo alguno que sean fácilmente violadas tales normas, como puede apreciarse aún hoy en día en las comunidades indígenas. Sin embargo, parece que, por el contrario, la cultura occidental fundamenta todo su derecho en el culto a la escritura. Es común considerar en el mundo occidental que si algún acuerdo o norma no está debidamente escrito, no posee valor legal ni reconocimiento, o lo que es lo mismo, prácticamente no existe.
Sin embargo, resulta más común que se violen tales normas y leyes por parte de los defensores del derecho escrito, que los de los pueblos originarios, los cuales por lo general respetan profundamente el valor de la tradición oral, que de algún modo permeó también a la cultura occidental y aún en algunas partes y épocas recientes mantiene su valor. Resulta al respecto muy ilustrativa la anécdota de García Márquez en su autobiografía, cuando hace referencia a la ocasión en que acompañó a su madre a reclamar la herencia de una finca ante un amigo de su abuelo. Fue suficiente que aquel reconociese que efectivamente se trataba de la hija de su amigo fallecido, y sin necesidad de ningún documento legal se la entregó.
Suescún sostiene también que “en algunos sistemas de provisión de altos funcionarios, como el Suamox, jefe supremo del Estado de Iraca, o de los tibas o capitanes de los tybines, se encuentran mecanismos de elección democrática en los cuales participaban con su voto, en el primer caso, determinados caciques de tribus importantes, y en el segundo, toda la población adulta, incluyendo a las mujeres. La presencia de estos mecanismos de elección en el Estado chibcha permite señalar en su interior algunos elementos de carácter democrático.”(Idem-211).
Estas formas de búsqueda de consenso entre todos los miembros de la comunidad para tomar una decisión, se mantienen en la mayor parte de los pueblos indígenas y otros pueblos originarios del mundo. Sin embargo, algunos, a partir del culto a la individualidad, la personalidad y la ciudadanía desplegado por la modernidad, consideran que tal dependencia de las decisiones colectivas frena el desarrollo de la sociedad
Por supuesto, muchos de los valores y significados de estos pueblos chocaban abiertamente con los de la cultura occidental conquistadora y dominante, hasta el punto que las expresiones autóctonas fueron aplastadas, pero aun así han subsistido a través de los siglos y se mantienen vivas y florecientes en innumerables expresiones intelectuales que revelan el lugar del ser humano en el mundo y sus deberes y derechos en relación con la sociedad.
Al analizar la situación actual sobre formas de vida democrática en los pueblos aborígenes de México, no aprendidas precisamente de los colonizadores españoles, sino que existían con anterioridad a la conquista europea, Gerardo Pérez Viramontes plantea: “En las comunidades indias, la participación de todos los habitantes del pueblo en trabajos de beneficio colectivo —el tequio— es una tradición que va pasando de generación en generación desde hace varios cientos de años. Así mismo, a lo largo de su vida el joven, el señor o el anciano mixe, zapoteco o chinanteco, tiene que asumir alguno de los cargos necesarios para el desarrollo de la vida comunitaria —topil, policía, mayordomo, miembro del consejo de ancianos, etc.—. Las decisiones trascendentales para la vida del pueblo son tomadas sobre la base del consenso comunitario, no sólo por mayoría de votos. Las autoridades siguen siendo elegidas según las tradiciones de sus ancestros, con una fuerte connotación de índole religiosa”. (Pérez Viramontes. 1998. iteso.mx/~gerardpv/dh/dh-democracia.html)
En relación con el posible aporte de civilizaciones al margen de la cultura occidental al tema de la democracia y los derechos humanos, se debe observar el hecho de que independientemente de que los distintos pueblos del mundo han elaborado concepciones y criterios éticos, políticos, jurídicos, religiosos, etc., particulares y específicos, es evidente la existencia de componentes comunes al acervo universal de la cultura y la humanidad, por lo que es posible encontrar más puntos de confluencia que de separación en cuanto a la aceptación de valores y derechos humanos que deben ser respetados y cultivados comúnmente.
Moisés Rodríguez Mazabel, en un análisis sobre la interacción entre derechos humanos y democracia, fundamenta la tesis según la cual aunque “la democracia se desarrolló en el mundo occidental, no se trata de un fenómeno estrictamente occidental, lo que sí es occidental es esa relación con los derechos humanos, el capitalismo y la democracia, ya que igualmente en culturas milenarias como la India, persisten todavía los‘Panchayats’ o consejos de aldea que desde tan remota tradición continúan con autonomía local con administración propia”. (Rodríguez democr.juridicas.unam.mxsisjurinternacpdf10-472s.pdf )
Según este autor, la unión entre democracia y derechos humanos en los últimos doscientos cincuenta años no ha sido una unión de hecho, sino un matrimonio por conveniencia.
Otra cuestión importante es que un adecuado análisis histórico debe conducir a concebir los derechos humanos como conquistas en las luchas sociales emprendidas por los marginados, explotados, discriminados, etc., esto es, esclavos, siervos, campesinos, etc. Las primeras expresiones de tales batallas se encuentran en la Antigüedad y el Medioevo, especialmente en el papel de los movimientos sociales, insurrecciones de esclavos, como la de Espartaco en Roma y las de siervos o campesinos al concluir el Medioevo; la de Thomas Münzer en Alemania o la del Rector de la Universidad de Praga Juan Hus, quien fuera quemado en una hoguera por proponer una Biblia vernácula. Todas estas insurrecciones, concebidas por los poderes dominantes como herejías, se desarrollaron para conseguir mejores condiciones de vida y, por tanto, obtener determinados derechos.
Pero de la misma forma no es correcto ignorar el papel de innumerables sublevaciones de indígenas, esclavos, campesinos, etc., que se produjeron en toda América antes del proceso independentista, como las sublevaciones de Tupac Amaru, Tupac Katari, Wilka en el Alto Perú, los comuneros liderados por Galán en la Nueva Granada, las insurrecciones en la Sierra Madre Oriental en México, así como la permanente y ancestral lucha de mapuches, pijaos y otros pueblos originarios que no se sometieron al conquistador o se enfrentaron con las armas a su poder. Del mismo modo fueron expresiones de tales luchas por la justicia social los próceres de la independencia, como Bolívar, San Martín, O’Higgins, Artigas, José Martí, etc., acompañados por miles de criollos, mestizos, negros, indios, en la lucha no solo por la independencia política, sino también por la justicia social.
Tales luchas son también expresiones de luchas por la democracia del mismo modo que lo han sido en épocas más recientes las batallas de los jacobinos, ludistas, anarquistas, obreros comuneros de París, soviets en Petrogrado o campesinos dirigidos por Pancho Villa, Emiliano Zapata, Augusto César Sandino, Farabundo Martí, etc. Estos luchadores deben ser justipreciados como reivindicadores de los derechos humanos de grandes sectores de la población de sus respectivos países o regiones, del mismo modo que lo son, sin duda, Ghandi o Martin Luther King.
La historiografía moderna está marcada por el prisma de la visión occidentalizada, por lo que constituye una tarea pendiente profundizar en los aportes de las culturas orientales, especialmente la China, durante la Antigüedad y el Medioevo en ese proceso de transculturación en el cual no solamente especias, esclavos, productos como la pólvora, la brújula, el astrolabio y la imprenta fueron llevados a Europa, sino también ideas, concepciones, códigos de conducta, sistemas jurídicos, políticos, etc., junto a expresiones artístico-literarias, religiosas, científicas, que enriquecieron el proceso de transculturación universal.
Es necesario orientar también la búsqueda de los gérmenes racionalistas que se fueron formando en el seno del Medioevo en Europa, especialmente en el Renacimiento con la revitalización del humanismo que propició el orden secularizado laico de la modernidad. Es importante destacar que tal proceso se corresponde con el proceso de nacimiento y expansión del capitalismo, expresado en la conformación del mercado mundial, en el cual las potencias coloniales desarrollaron un proceso “fagocitósico” no solo de metales preciosos y otras riquezas, sino de algo más sutil, que son las expresiones ideológicas.
Luego de considerar la esclavización de África y de América como dos grandes asesinatos propios del origen del capitalismo y del imperio del mercado, Franz Hinkelammert sostiene: “El Occidente realizó sacrificios, sigue realizándolos y tiene que proseguir, para que los sacrificios pasados mantengan su sentido. Esto lleva a una expansión frenética del mercado como una esfera pretendida de la humanidad. Cuanto más el mercado para que las violaciones resultantes de los derechos humanos, sigan apareciendo como pasos necesarios en el camino hacia la humanización por medio del mercado”. (Hinkelammert,1998,38)
Es de suponer que los promotores de aquel proceso expansionista del capitalismo europeo y de la presunta cultura occidental, marcado por símbolos de evangelización, no tenían conciencia de en qué medida los valores culturales de los pueblos sometidos y esclavizados dejarían a su vez profunda huella sincréticamente en una modernidad cada vez más impura y permeada por instituciones e ideas en el plano de la vida democrática y de derechos de los pueblos devorados.
Con el incremento del proceso de transculturación propiciado por la globalización se ha hecho más común la recíproca incorporación de experiencias democráticas que se experimentan en diferentes países del orbe, sin necesidad de hiperbolizaciones occidentalistas.
De tal modo, la interpenetración recíproca que se ha producido entre la mayor parte de los pueblos del mundo no solo se manifiesta en procesos económicos, financieros, productivos, de servicios, comerciales, etc., sino también en el plano cultural, ideológico, político, jurídico; de manera que en la actualidad se hace cada vez más difícil, en el creciente proceso de transculturación, precisar la exclusiva paternidad de una idea y de una práctica sociopolítica o jurídica. Si en el mundo científico y tecnológico se presentan serias dificultades en el reconocimiento de patentes y derechos de autor, mucho más complicada es la cuestión en el terreno de la filosofía, el arte, la política y el derecho.
Pareciera que el ideal kantiano de lograr un “ciudadano del mundo” (Weltburger), independientemente de la raíz eurocéntrica y originalmente discriminatoria en relación con otros pueblos del mundo, al igual que se observa en Hegel, comenzara a realizarse de algún modo con la sorpresa de ver inundadas las calles de ciudades europeas y norteamericanas de enjambres de inmigrantes provenientes de esos pueblos considerados por ellos al margen de la historia y que en la actualidad han asumido destacados protagonismos y saben reclamar con dignidad sus derechos no solo en sus países de origen, sino también en aquellos adonde han emigrado. España se ha visto precisada a reconocer los pagos de seguridad social a los inmigrantes que deseen acogerse al “voluntario retorno” a sus países de origen.
El cultivo de la democracia y de los derechos humanos ha adquirido cada vez mayores niveles superiores de universalidad. Ambos elementos tan esenciales a la vida sociopolítico contemporánea no se circunscriben, en cuanto a sus antecedentes y fuentes, así como en relación con sus prácticas consecuentes y nuevas formas de existencia, a la cultura occidental. La historia más reciente de la humanidad, especialmente en momentos de crisis económica y social a nivel mundial, demuestra que no obstante unipolaridades en el plano militar, el mundo se hace cada vez más pluralista en todos los planos sociopolíticos y es reacio a protagonismos exclusivistas de países o culturas.
Conclusiones
Un renovado análisis, como lo exige siempre la actividad investigativa y académica, está en la obligación, a la hora de justipreciar los orígenes y diversas expresiones de la democracia y los derechos humanos en la actualidad, de dejar atrás enfoques eurocentristas y cualquier manifestación de etnocentrismo, lo mismo occidental que oriental o de cualquier otra índole.
Las concepciones, prácticas e instituciones de contenido humanista, alcanzaron indudablemente un desarrollo especial a partir del Renacimiento y la construcción de la modernidad. La cultura occidental se ha constituido en un privilegiado reservorio de sus manifestaciones, aunque hayan tenido múltiples expresiones, tanto anteriores a su irrupción como simultáneas, pero al margen de ella en el Oriente Antiguo, como en el mundo precolombino americano y en otras latitudes.
Un justo análisis de la situación actual de los derechos humanos y la democracia exige la valoración de algunos de sus antecedentes, expresados en las prácticas éticas y jurídicas en las primeras etapas de la evolución de las sociedades humanas —por lo general, fundamentados en presupuestos religiosos—, incluso antes de la aparición del Estado, especialmente durante el tránsito de la comunidad primitiva hacia el esclavismo, proceso este que no es simultáneo en el proceso civilizatorio universal.
El diferenciado ritmo de desarrollo entre las diferentes civilizaciones desde la Antigüedad e incrementado en la modernidad —condicionado por contactos de diferentes tipos entre los pueblos, con predominio de los nexos comerciales y los conflictos bélicos—, propició los procesos de transculturación en todas las esferas de la dinámica social, y en particular, en cuanto a las formas de vida democrática.
A su vez, el estudio del origen y evolución de los derechos humanos y la democracia obliga a profundizar en el conocimiento de las primeras expresiones del pensamiento filosófico, político y jurídico desde la Antigüedad hasta nuestros días, así como de las principales luchas sociales de los sectores que en distintas épocas históricas han reclamado sus derechos y mejores formas de vida política y social.
Una correcta valoración, tanto de los aportes de pensadores y documentos, declaraciones y legislaciones que se fueron elaborando en el nacimiento de la modernidad en el mundo occidental, como del proceso de transculturación con concepciones filosóficas, normas éticas, prácticas políticas, jurídicas, etc., de pueblos al margen de la cultura occidental, posibilita una mejor comprensión del significado histórico trascendental de la conformación jurídica y la defensa de los derechos humanos, así como de la institucionalización de la democracia a nivel auténticamente universal y no limitada a la cultura occidental.
Aunque los diferentes pueblos en distintas etapas de la historia universal han elaborado concepciones y criterios éticos, políticos, jurídicos, religiosos, etc., propios y específicos, es apreciable la existencia de componentes comunes al acervo universal de la humanidad, y mayores elementos de confluencia que de diferencia en cuanto al cultivo de diferentes expresiones de democracia, así como la aceptación de valores y derechos humanos respetados y cultivados en común.
Las premisas teóricas y sociales sobre el origen de la democracia y los derechos humanos se fueron gestando embrionariamente en las sociedades premodernas, aunque lograron su consolidación de madurez en el pensamiento y la praxis jurídico-política de la modernidad, proceso en el cual participó significativamente el movimiento independentista americano.
El carácter histórico y circunstancial de las formas de democracia no debe hiperbolizarse hasta el punto de considerarla como una construcción política contingente e incierta, pues esta tesis puede resultar contraproducente al poderse entender que en la democracia vale todo o puede producirse cualquier fenómeno no deseado, y este hecho podría incluso convertirse en un boomerang y atentar contra la propia democracia.
El creciente proceso de transculturación favorecido por la globalización posibilita la recíproca incorporación de experiencias democráticas que se experimentan en diferentes países del orbe, sin necesidad de hiperbolizaciones occidentalistas. Del mismo modo, el respeto por los derechos humanos se ha convertido en una cuestión que atañe por igual a países y pueblos enmarcados dentro de esa nebulosa civilización occidental, como a los que se presupone están al margen de ella.
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Pablo Guadarrama González. Académico Titular de la Academia de Ciencias de Cuba. Doctor en Ciencias (Cuba) y Doctor en Filosofía (Leipzig). Doctor Honoris Causa en Educación (Perú). Profesor Titular de la Cátedra de Pensamiento Latinoamericano de la Universidad Central de Las Villas, Santa Clara, Cuba.
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