Un artículo de Humberto Piñera Llera (*)
Si se me
pidiera una definición de la diferencia esencial entre el animal y el hombre,
diría con absoluta convicción que ella consiste en que el hombre aparece
caracterizado por el afán de perfección. Pues, en efecto, tal diferencia
es la única que de veras separa al animal del hombre, y cuantos otros detalles
pueden también consignarse como notas diferenciativas, están implicados en la
ya aludida. En lo restante, sean características somáticas, séanlo psíquicas,
la semejanza y el paralelismo de estructura y funciones se muestran asaz
visibles en ambas formas de vida la humana y la animal.
Pero,
precisemos: ¿en qué consiste intrínsecamente este afán de perfección que filia
exclusivamente al hombre? Consiste, para presentarlo esquemáticamente, en: 1)
la capacidad que tiene el hombre de separarse de su contorno, de
sustraerse a él, no físicamente lo cual no tiene ninguna importancia, sino
inespacialmente (para no comprometernos por ahora con ningún vocablo tales como
mente, espíritu, &c.); 2) la puesta de una conciencia, que adviene
de la separación antealudida, y que, por una parte, implica el darse cuenta
de; y por otra hace patente al hombre la indigencia de esa
separación, o sea que sin que le sea posible independizarse totalmente de ese
contorno, ha de hacerlo parcialmente, padeciendo con ello el ser y no ser
simultáneos y recíprocos en que se resuelve en última instancia la vida humana.
Finalmente, 3) la escindencia hombre-contorno se funda definitivamente en la trascendencia,
que a su vez, y como en dos gradaciones sucesivas e intrastrocables,
constitúyense en conciencia teórica y conciencia moral.
Hay pues, en
el hombre, en primer término una capacidad dualificante, por la cual la totalidad
de su ser se escinde en dos polos o subregiones, a saber: el hombre y el mundo,
o como quería Fichte (aunque no sea posible admitirlo por razones que ahora no
cabe exponer) el yo y el no-yo. Esa capacidad dualificante es la
que justamente, al decir de Max Scheler, diferencia al hombre del animal en
cuanto que éste sólo tiene medio, mientras aquél posee un mundo;
o sea que sí es capaz de separarse de su contorno y objetivarlo, de tornarle en
algo extraño a él, incomprensible y azorante. El hombre dementiza el
contorno en que se halla indisolublemente situado, se niega a aceptarlo como
algo suyo de hecho y de derecho, admitiendo en principio que lo sea de hecho,
mas no de derecho, y es justamente por ello que se lanza a la aventura que
consiste en preguntarse desde sí mismo por la razón de ser de ese contorno del
cual se escinde inespacialmente y en cuya virtud se torna extraño y extrañante.
El mundo es, pues, el resultado de un desglosamiento del hombre y su contorno,
que torna a eso que así queda como la otra parte de la dualidad resultante en
algo hostil al hombre, que le acosa y asedia al situarlo en la insoslayable
necesidad de preguntarse por la razón de ser de eso que no es propiamente él,
pero que, además, da razón del ser del hombre, para que pueda éste realizar
cabalmente el destino propio. Al hombre le importa el mundo, tiene que
importarle, pues la indiferencia (absoluta, como en el ser inerte, vbg.,
la piedra; o relativa, la vida instintiva del animal) no es posible en
el hombre. Pero, con esto último, con el concepto de indiferencia, caemos en la
segunda de las cuestiones apuntadas ab initio.
Que al hombre
no le es indiferente el contorno, puesto que inicialmente se separa de él,
convirtiéndolo en mundo, quiere decir que ha de dominarlo, de vencerlo, al
menos en algún sentido. Este dominio del hombre respecto del mundo proviene del
hecho específico de la conciencia, que, como señalábamos hace un
momento, supone a la par que un darse cuenta de, la patencia de una indigencia.
El hombre se da cuenta, advierte que está separado del mundo, necesariamente,
por virtud de su naturaleza humana; pero que es esta una separación no de
carácter espacial ni tampoco de simple naturaleza mental, como la que puede
hacerse por vía de la abstracción. Separado, quiere decir en este caso
que se sitúa en un cierto modo respecto del contorno, sin desligarse totalmente
de él, porque ni el hombre incluye absolutamente ese contorno, al punto de que
le pertenezca íntegramente, ni tampoco ese contorno es totalmente independiente
de él. Por eso, como lo expresa acertadamente Heidegger: la puesta de la
conciencia implica el mundo, y recíprocamente, este supone la puesta de la
conciencia. Por esto es que puede el hombre tener conciencia de su presencia
frente al mundo y a la vez padecer la radical indigencia y
menesterosidad de ese mundo al cual se encuentra religado, en el sentido
de un doble nexo: el del hombre respecto al mundo y el de éste respecto al
hombre.
Es
precisamente ahora cuando entra en juego el concepto de trascendencia, a
todas luces delicado, aun muy impreciso y de gravísimas implicaciones
filosóficas. Pero de modo aproximado podemos decir que la trascendencia es a la
par la razón de ser primera y última de la existencia humana. El hombre se pone
como tal, como existencia de una conciencia, en el hecho primario de su
dualificación respecto del contorno, [21] o sea de la mundificación de éste;
pero, además, y como remate de su puesta como hombre, ha de manifestarse como conciencia
de una existencia, o sea como advertencia de ese mundo y su correspondiente
patencia de la separabilidad nunca absoluta, y por lo mismo causante de la
extrañeza por un lado y del sentimiento de menesterosidad por otro. Pero tanto
en el comienzo como en el final de este juego, uno y el mismo en cada instante
de la naturaleza humana, encontramos como fundamento, como ratio essendi
de esos principios y fin que se repiten infinitamente en número y sucesión, a
la trascendencia. Al trascenderse funda el hombre el mundo y en la
trascendencia de éste encuentra el hombre la razón de su ser como humano. Por
eso decíamos hace un instante que el hombre se pone como existencia de una
conciencia (lo que equivale en cierto modo a la mundificación del contorno, a
la escisión dualificante), y culmina en la conciencia de una existencia (la
siempre relativa explicación de su ser como constante referencia a ese mundo a
la vez propio y ajeno, a la vez amable y hostil).
La
trascendencia dota, pues, al hombre de su ser como tal y del ser del mundo. Y
ya esto advierte de su fundamental importancia respecto de todo modo de
existir. Si el hombre no se trasciende en el mundo, para fundar éste, no hay humanidad
posible; pero tampoco hay mundicidad que valga si el mundo no se
trasciende en el hombre. Mas la trascendencia, que así justifica la existencia
de hombre y mundo, requiere a su vez una propia justificación. Y esta ha de
residir, como toda justificación, en la razón que le asiste para ser lo que es.
En su caso, su razón de ser dimana no tanto de lo que podría ser, no importa el
modo en que fuere, en su comienzo, sino en su culminación, al cabo de su acción
operante. Y esta culminación está dada por lo que la trascendencia tiene que
ver con la conciencia teórica y la conciencia moral
respectivamente.
La
conciencia, que sólo se da en el hombre, no es una cosa, al modo como solemos
entender lo de cosa habitualmente. Ni tampoco un acto ni una acción, pese al
sentido dinámico que les diferencia de la cosa. De donde la suspicacia con que
el filósofo tiene que acoger la noción psicológica de conciencia, al menos por
lo que dicha noción ofrece de construcción. La conciencia, al menos
filosóficamente, como también en el sentido de una nueva interpretación de la
antropología, hay que entenderla como efectivamente la puesta del hombre
en cuanto tal, como su advenimiento en cuanto ser que se ofrece íntegramente
desde su exclusiva e intransferible condición de tal, en la triple connotación
de su capacidad objetificante, de la patencia de su indigencia y de la
posibilidad de su trascendencia, que implica, según se ha dicho ya, la de él
respecto del mundo y la de éste respecto de él.
Esta
conciencia, que así implica las ya aludidas capacidad objetificante y patencia
de la indigencia, es pues, condición y resultado de la trascendencia. El
hombre, por consiguiente, adviene a la hombredad y se asienta cada vez más en
ésta, según la conciencia se afirma en su modo de ser como tal. La extrañeza
desazonante en que se resuelve el mundo (el contorno mundificado) requiere,
inevitablemente, pues, de otro modo la extrañeza no tendría razón de ser, que
el hombre encuentre ocultas y como veladas por la incomprensión y la
contradicción las cosas y los sucesos. Y en el afán de adivinar qué es lo que
de veras late bajo esa costra de lo incomprensible y contradictorio, se funda
la conciencia teórica, rectamente dirigida al qué son las cosas,
los sucesos, es decir, cuál es su verdadero modo de ser; pues, lo que
advertimos de inmediato no es sino lo aparente, lo mudable, lo efímero y
tornadizo, ya se trate de cosas o de acontecimientos. Pero por detrás de lo
mudable y contradictorio, algo parece subsistir y proyectarse con perfiles de
eternidad, sin altibajos ni mudanzas en su fondo o en su forma. Realidad que
trasciende, cualquiera que sea el tipo de conocimiento empleado, y que va
ofreciéndose de modo cada vez más preciso, según el modo de conocer se depura;
que va del mero conocimiento empírico al científico, y de éste al filosófico.
Pero, también en la intuición de los valores eternos la verdad, la justicia, la
belleza, el bien, &c. hallamos una comprobación de esa realidad que
trasciende al hic et nunc del cotidiano modo de existir. Todo acto
justo, o todo cuadro bello, &c., son relativamente justos o bellos. Algo,
sin embargo, nos advierte que estamos religados a un otro modo de ser
absolutamente justo, bello, verdadero, &c., que sólo en la trascendencia
podemos alcanzar.
Finalmente,
la conciencia moral sobrepasa a la teórica en cuanto que es la culminación de
la trascendencia. El conocimiento empírico requiere del científico, ya que sin
este último carece de toda justificación, pues lo empírico es la advertencia
más diluida que puede hacer el hombre de la realidad por él mundificada. Pero a
su vez el conocimiento científico carece de real fundamento si no se apoya en
el filosófico, de donde la insoslayable necesidad de una metafísica tras toda
física. Mas, a su vez, el propio conocimiento filosófico no puede quedar como
mera justificación teórica, pues todo conocimiento rectamente fundado ha de
estar además noblemente dirigido hacia el fin de los fines para el ser humano:
un fin que se estructura doblemente como hazaña de libertad y salvación para el
hombre. El hombre tiene que aspirar a la realización de estos dos propósitos, y
todo empeño cognoscitivo, si ha de ser realmente válido, tiene que fundarse en
su consecución. [22] Por eso, al cabo de toda metafísica, se encuentra una
ética. No otro es el sentido del Sumo Bien platónico, de la charitas
agustiniana y de la Razón Práctica de Kant.
Y ello porque
el hombre aspira, ante todo, a ser libre. Más advierte, según se interna en el
conocimiento de esa dualidad de que forman parte él mismo y el mundo, la
diferencia entre lo que aparece y lo que es, entre lo mudable y lo persistente,
o, como decía el viejo Platón, entre la doxa y el episteme. Al
menos desde el comienzo de la filosofía el hombre establece una clara
distinción entre las esencias y las existencias. A partir de aquí
comienza la batalla que aún no ha terminado por llegar a una clara y si fuera
posible terminante distinción entre ambos modos de la realidad. Mas, ¿qué ha
pasado a este respecto? Lo veremos a continuación.
II
Nuestra
civilización y nuestra cultura provienen de Grecia. Casi que no valía la pena
decirlo, si no fuera por lo que hemos de exponer a continuación. Que provienen
de Grecia significa, en este caso, que el módulo de nuestra concepción de la
vida sigue siendo, en lo esencial de sí mismo, exactamente igual al de aquella.
Igual, por cuanto a través de la historia de la cultura de occidente vemos cómo
predomina inalterablemente la tesis helénica de una contraposición de esencias
y existencias, que es el eje sobre el que giran tanto el conocimiento
cuanto la acción. La cultura griega se inicia, al menos en lo que muestra de
tesis influyente a través de los tiempos, con esa distinción entre lo aparente
y lo real, entre el ser y el existir. Y como por ella estamos aún regidos y
determinados, es por lo que todavía asistimos a una pugna, hoy ostensible en
sumo grado, entre ambas calidades de realidad. Y, aún más importante: la
libertad y la salvación han estado siempre y hasta ahora fundadas en esa
distinción, y en el predominio de una u otra de ambas realidades.
Como es
sabido, la historia de esa hazaña de siglos que es el filosofar, comienza
cuando unos hombres, azorados por la extrañeza que producen las cosas y los
sucesos, se preguntan qué son y por qué son. Pues advierte el
hombre que él no es idéntico a esos sucesos y cosas, de donde la posibilidad de
advertirlo, pero que sin embargo hay mucho de común entre él y ellos. Se
encuentra en el mundo y frente a éste, en una insoslayable relación de mutua
dependencia. Ni una absoluta soledad ni tampoco una plenitud absoluta, sino más
bien un cierto intermedio. Y ¿cómo explicárselo?
Para el
griego el hombre es una cosa más entre las demás cosas que le circundan, le
maravillan y le azoran. Una cosa, claro está, que sabe de las otras y de sí
misma, pero en una cabal exterioridad respecto de esas otras cosas que no son
él, tanto como de sí. Por eso, y a diferencia de lo que luego va a ocurrir con
el cristianismo, el tránsito en esa relación aludida es del mundo al hombre, no
de éste a aquél. Es lo que se conoce de consuno como la falta de interiorización
de la vida griega en la totalidad de su historia, de donde las tesis
extrasubjetivas del trasmundo platónico, la entelequia aristotélica y la
emanación plotiniana. Toda razón de ser del mundo y del hombre hay que buscarla
afuera, exteriormente. Y esto explica la predominancia del intelectualismo y el
esteticismo helénicos: el cosmos el hombre incluso, corno inevitable parte de
aquél es logos y armonía. No en balde a la tríada platónica del Bien, la Verdad
y la Belleza se arriba por teoría, por puro desfile intelectual.
Con el
cristianismo, tiene lugar una completa inversión, que se sintetiza en el dual
predominio de una radical interiorización y de una heterogeneidad raigal del
hombre respecto del mundo. El hombre y el mundo proceden de la Nada, por un designio
de Dios todopoderoso. Para llegar al conocimiento de lo que sea la realidad,
hay que interiorizarse, volverse hacia sí mismo; mas no para quedarse aislado
en sí, sino para a través de esta interiorización, en la que el mundo se aleja
del hombre, acercarse a Dios, de donde dimana la sabiduría que permite saber de
las cosas y de uno mismo. No es posible volverse en principio al mundo, porque,
radicalmente, el ser humano es absolutamente heterogéneo a aquél, y para llegar
a él ha previamente de pasar por Dios, a través de su propia interioridad.
Además, el sentido y la significación del cosmos, posibles de hallar en Dios,
no se obtienen puramente como un acto intelectual y estético (logos y armonía),
sino por la caridad, como lo expresa San Agustín: non intratar in veritatem
nisi per charitatem. Somos, y es el mundo, por el amor de Dios toda
creatura.
Hasta el
Renacimiento el mundo occidental vive suspendido en la mano de Dios. Esto se
comprueba sin más en la tácita admisión, por acendrada fe, de una estructura
piramidal de sobra conocida, que remata en Dios. Lo cual se traduce en una
configuración universal de carácter teocrático y teocéntrico. Al través del
amor se llega a Dios, que es la Verdad, y en esta está contenida la razón de
ser de cuanto es o existe. El hombre medieval, pues, mira al cielo, y a su
través contempla el suelo en que se asienta. Toda verdad, todo ser, todo
destino tienen su raíz y su remate en Dios.
El
Renacimiento es la señal más ostensible de un estado de quiebra de las
convicciones medievales. Desde Santo Tomás y su sutil distinción entre razón y
revelación, hasta Ockam y Cusano, pasando por Duns Scoto, la brecha es cada vez
más pronunciada. Progresivamente, va quedando la razón como cuestión de puertas
adentro del hombre y la revelación vase acentuando como actitud mística. La
razón es atributo puramente humano, puesto que, como expresa Ockam, [23] la
voluntad divina ha de estar más allá de toda limitación de la razón. Y como que
Dios no es la razón, el hombre ha de retrotraerse a sí mismo, y permanecer en
sí, y desde esta autopermanencia, hacer de su propio ser y del ser del mundo
dos grandes temas. Hombre y mundo, humanismo y física, van a ser ahora y
durante siglos los temas capitales de la cultura occidental.
Esto explica
por qué adquiere, a partir del Renacimiento, tan extraordinario auge el tema de
la ética, que en el medievo, o no existe, o es subsidiario del teológico. Se
advierte ahora, al comienzo, en el afán de las utopías: Moro,
Campanella, Bacon, como igualmente en los Ensayos: Montaigne, Petrus
Ramus, Enrique Estienne, Erasmo. Y luego en los fundadores del idealismo
subjetivo: Vives. Sánchez, Descartes; para hacerse finalmente decisivo en
filósofos del jaez de Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley, Hume, la escuela
escocesa, Kant, &c. La pérdida de Dios conduce al planteamiento de las dos
grandes cuestiones que a partir del Renacimiento sofocan a la cultura
occidental, a saber : la autosubsistencia del hombre y el problema de la
libertad.
Porque estas
no fueron cuestiones radicalmente decisivas para el medieval, y para el griego
relativamente. Pues éste subsistía en la relación cosificante de hombre y
mundo, y el problema de la libertad se reducía a encontrar una vía de escape en
el conocimiento de la estructura armónica del cosmos, para traducirla en una
actitud de vida. Y el medieval subsistía en Dios y era libre en él y en la
medida en que Dios decretaba esa libertad. Pero desde el Renacimiento, como ha
de depender de sí mismo, tiene que hallar en su propia autopermanencia la
solución de ambas intrincadas cuestiones.
III
A partir del
Renacimiento y en ininterrumpido proceso que alcanza a nuestros días, se opera
una transformación que consiste esencialmente en transitar, primero, de la más
acendrada creencia en Dios a otra no menos acendrada en el mundo; y luego de la
creencia en este mismo, entendido como el correlato de la razón humana, a la
conciencia. Y la historia de la filosofía comprueba cuán cabalmente cierta es
esa afirmación. Especialmente desde Descartes queda el hombre constituido en
punto de partida de toda realidad. Cada vez se reduce más y más a una pura
conciencia el ego cogito (Descartes), el hombre como legislador
de la naturaleza (Kant), el yo soy aquello que me hago (Fichte), el
mundo como voluntad y representación (Schopenhauer). En conclusión, que
cada vez queda más y más librado el hombre a su propia y exclusiva razón de
ser, que no sólo ha de responder de sí mismo, sino que también del mundo.
Esta
convicción cada vez más arraigada de que el hombre surge de sí mismo y para sí
mismo,concluye inevitablemente en una correlación hombre-naturaleza que se
resuelve definitivamente en un esquema de pura esencia teórica fundada a su vez
en la más ingenua de las construcciones a que pudo haber llegado jamás el hombre
de occidente. Todo es, tiene que ser, pura construcción mental, diseño de una
correlación constituida por dos entidades hombre y mundo en que ser y pensar,
conocimiento y acción se implican y resultan una y la misma cosa. De donde el psicologismo
que rige y determina toda filosofía y toda ciencia en las postrimerías del
pasado siglo. El conocimiento y la acción se implican doblemente: por otra
parte, sin la segunda el primero no tiene sentido. Así se instaura el reinado
positivista del cientificismo y la técnica, que a su vez resultan
basamentos de la noción de progreso, entendido como un proceso de
inexorable avance en todos los órdenes. El progreso es el fatum de la
humanidad.
Cuando
sobreviene tras la guerra de 1914-18, y para señalar alguna fecha la triple
crisis de la ciencia, la creencia y la acción, el mundo occidental está
suficientemente saturado de la utopía progresista como para sumergirse en el
caos en que actualmente vive. Al resquebrajarse con gran estrépito la ingenua
concepción progresista del positivismo, vuelve a plantearse, quizá si con mayor
fuerza que nunca, la vieja cuestión de las esencias y las existencias. Y esto
¿por qué? Trataremos de exponerlo sucintamente.
La virtud
fundamental del conciencialismo que ha determinado la vida occidental desde
Descartes hasta ahora, es en mi concepto la de haber aparejado hasta hacerlo
imponerse triunfalmente el concepto, muy contemporáneo, de lo histórico como conditio
sine qua non de lo humano. Y ¿por qué? El racionalismo es por esencia
antihistórico, como se prueba con el mismo Descartes, quien en el Discurso del
Método, no importa la excesiva cautela que despliega, nos hace ver que está
resuelto a barrer con todo lo establecido leyes, costumbres, tradiciones,
incluso la vieja fe para reestructurar el mundo sobre nuevas bases. Así lo
histórico y su ingrediente capital, el tiempo, quedan casi abolidos durante
cuatro siglos, y en su lugar se instala una concepción especial del cosmos asaz
totalizadora. Pero ya desde comienzos del pasado siglo empiezan a manifestarse
las primeras señales de una reconsideración del proscrito elemento temporal.
Primero es Kierkegaard, luego Nietzsche, a continuación Dilthey, más tarde
Bergson, &c. El perenne abismo entre alma y cuerpo, entre lo esencialmente
humano y lo esencialmente mundo, que el positivismo no logra salvar, conducen a
una reconsideración de ambas esencialidades, en la que vuelve a salir a flote
el tiempo. Lo básico y fundamental en el hombre no es lo espacial, sino la
dimensión temporal. El hombre difiere sensu stricto de lo demás en esa
su temporalidad, su historicidad, [24] en ese su no ser totalmente de una vez y
para siempre. Individual y colectivamente el hombre es devenible. Ese es, pues,
su real modo de ser: en su existencia lleva, pues, su auténtica esencia. La
vida humana es historia, porque el hombre comienza siempre siendo ya
parte de una historia (personal, familiar, local, nacional, &c.) y sigue
siendo después y no sólo en tanto que vive, sino aún después, historia (no ya de,
sino en los que le subsiguen).
Creo que
habrá de comprenderse ahora cuál es el real fundamento en que se basan los
existencialistas, sea cual fuere su peculiar matiz. Ante todo, la historicidad a
radice de lo humano. Pero veamos cómo enlaza esta historicidad con la tesis
existencialista en general.
Desde Grecia
hasta casi nuestros días, hemos tenido siempre una versión intelectualizada del
hombre. Esta tesis intelectualista ha tenido la virtud de hacer siempre del
hombre un concepto, o si se prefiere, un esquema fundado en un
concepto filiado, como todo concepto, por una serie de notas fijas y
determinadas. Entre esas notas se destacan, principalmente, las del espacio y
el tiempo. El hombre es pues el ser que habita en cierto espacio y dura
determinado tiempo, y que resulta, en virtud de tal modo de concebírsele, una
pieza intercambiable, exactamente como ocurre con las de un tablero de ajedrez
o con las partes de una máquina. Tenemos, pues, tres elementos, siempre
indistintos respectivamente, por lo mismo, siempre constantes: tiempo, espacio
y hombre. Lo demás peculiaridades físicas, ambientales, sociológicas, morales,
&c. son meras matizaciones muy secundarias. Así, hombre es el nominativo al
que corrige o modifica un adjetivo: antiguo, medieval, renacentista, &c. Y
en esta simplista abstracción hemos venido chapoteando durante siglos. Pero no,
el hombre es, unas veces, hombre medieval, y otras hombre helénico.
Es decir, no helénico en cuanto hombre, sino hombre por cuanto ha sido
precisamente helénico y no otra denominación.
Tal es, pues,
el sentido de la expresión muy cara a los existencialistas: la esencia del
hombre es su existencia, o como gustaba decir Dilthey: el hombre no
tiene un determinado modo de ser. Si no se la entiende de modo preciso y
sin que queden márgenes a la duda, poco o nada podrá avanzarse en el camino de
una inteligencia del existencialismo.
Y esto además
explica la marcada preferencia que exhiben los existencialistas por el dato al
detalle, por la pormenorización de lo contingente y, en apariencias, carente de
importancia. De acuerdo a esta postura se expresa Antonio Roquentin, el
protagonista de La Náusea, en los siguientes términos: Lo mejor sería
escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para
comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque
parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta
mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha
cambiado. Es preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza de este
cambio.
Es por lo
dicho anteriormente por lo que la filosofía de Martín Heidegger la más poderosa
mentalidad existencialista de todos los tiempos ha comenzado por preguntarse
acerca del ser del hombre. Aunque su obra capital Sein und Zeit pretende
esclarecer la fundamental relación de ser y tiempo, luego de precisar en lo
posible la respectiva naturaleza de ambos términos, Heidegger confiesa que sólo
desde la naturaleza humana como tal es que puede hacerse tal clase de
preguntas, porque, además, sólo al hombre le interesa y le urge por cuanto aún
no lo sabe esclarecer en qué consiste él mismo, ese su ser que corre y ha
corrido siempre en el tiempo, sin que jamás haya sido posible apresar la
esencia que le determina como tal.
Y todos los
existencialistas convienen, por lo menos, en esa tesis fundamental de la
esencia existencial del hombre, sean ateos o cristianos, admitan la razón o la
rechacen resueltamente. Y entre los que rechazan resueltamente la razón y
además se oponen a toda referencia a un tipo de trascendencia Dios, la Nada,
&c. que en algún sentido pueda implicar el nexo de lo humano con lo
estrictamente existencial, se encuentra Juan Pablo Sartre.
Es por esto
que la filosofía existencial en su totalidad puede ser subdividida en dos
grandes acápites, según que se postule una contingencialidad humana absoluta o
restringida. En el primer caso, estamos en presencia del existencialismo ateo.
En el segundo se trata del cristiano. Y es claro que a su vez, dentro de cada
una de estas dos principales ramificaciones, es posible hallar múltiples
matices y peculiaridades que escapan inevitablemente a la brevedad de estas
notas.
Para situar
debidamente a Juan Pablo Sartre como existencialista, habremos de referirnos
previa y sucintamente a dos grandes figuras de la filosofía existencial de
todos los tiempos, y de las cuales beneficia Sartre directa y abundantemente.
Estas dos figuras son el danés Soeren Kierkegaard y el alemán Martín Heidegger.
Empero y por
estimarlo oportuno, haremos ahora una breve especificación de la obra sartriana
en general. Esta es posible agruparla en tres fundamentales acápites. 1) Obras
propiamente filosóficas: El ser y la nada y El existencialismo es un
humanismo. Aquella condensa el pensamiento del autor en torno a las dos
cuestiones capitales, entre las cuales y en amplísimo trecho se mueven las
restantes ideas subsidiarias de su actitud existencial. La segunda es un
recuento y sin duda una adaptación asaz original en ocasiones de la temática
existencialista de Martín Heidegger. 2) Novelas: La Náusea y El Muro
(colección de novelas cortas). La primera sirve a Sartre para mostrar al
aguafuerte [25] los dos puntos de vista que parecen resultarle más caros: el
afianzamiento de la sinrazón (la náusea que asedia hasta vencer a Antonio
Roquentin) y la tesis de la inevitable naturaleza devenible del ser humano. 3)
Teatro. Aquí la obra de Sartre se muestra mucho más próvida. Comienza con la
tetralogía Los caminos del mar, que incluye en principio La edad de
la razón y El aplazamiento, y continúa con La ramera respetuosa
y A puertas cerradas. En general, el teatro sartriano es la parte más
difundida, comentada y discutida de toda su producción, ya que ha sido, sin
duda, la que ha servido mejor a Sartre para exagerar sus tesis de la
irracionalidad, del amoralismo y de la contingencialidad de la vida humana.
Y volvamos
ahora a Kierkegaard y a Heidegger. En aquél encontramos dos cuestiones
capitales, que son sin duda la médula de toda su filosofía. Por una parte la
tesis de un nihilismo absoluto y terminante, que se endereza contra la patente
vulgaridad del hombre común, que según Kierkegaard es la fermentante levadura
de esa abrumadora anonimidad y perenne desmentida de la auténtica condición
personal, que es el individuo en cuanto parte alícuota de la masa. Sólo
retrayéndose cada vez más, hasta alcanzar en dicha contracción un escape
decisivo a la vulgar anonimidad, puede el hombre sentir la esencial miseria de
su realidad como hombre, y padecerla en su integridad, a fin de sentirse
entonces y sólo así como tal hombre. Nihilismo que implica el reconocimiento,
mejor la patencia, de la miserable condición humana y por ende, además, la
constatación de que existencialmente, es decir, en su itinerario terrenal, el
hombre es pura contingencialidad librada a sí propia exclusivamente. Pero es
ahora cuando aparece la segunda de sus cuestiones capitales, o sea lo que
Kierkegaard ha llamado el salto, es decir, que al hombre le cabe la
posibilidad de refugiarse en Dios el tránsito al Infinito amable, al seno de
Dios; pero, eso sí, siempre que se aparte de la creencia ad usum gregis,
y se resuelva en la pureza absoluta del cristianismo primitivo.
Tal es, en
apretada síntesis, el pensamiento kierkegaardiano. Veamos ahora el de
Heidegger. Este toma de su predecesor la tesis del nihilismo y la desarrolla de
manera profunda y asaz sobrecogedora. El hombre surge de la Nada para
volver inexorablemente a ella, a través de dos modos de existencia, que aunque
parecen, cada, uno a su modo, facilitar el escape de esa Nada (que es para
Heidegger la Muerte), lo que en realidad consiguen es hacerla más amable al
hombre, si cabe la expresión. Veamos cómo.
La nada no es
una negación, sino más bien, como expresa Heidegger, la patencia del existir.
Quiere decir con ello que, en primer lugar, no hay una creatio ex nihilo
de acuerdo al dogma cristiano. La condición esencial del hombre es ser-en-el-mundo
(In-der-Welt-Sein), ¿desde cuándo? Desde ya valga la expresión bárbara. Y
¿cómo? Pues, declara Heidegger, por el hecho de una puesta de la conciencia, de
eso que al comienzo llamábamos existencia de una conciencia, y que
implica y culmina en la conciencia de una existencia. O sea que el
hombre sabe que existe, y existe porque lo sabe (que existe).
Ahora bien,
que la Nada existe quiere decir que al hablar de Nada no estamos expresando lo
mismo que cuando, preguntados por la situación o presencia temporal de algo o
de alguien, contestamos: no está ahí, se fue, &c. Surgimos de la Nada,
porque ella es precisamente la posibilidad de nuestro existir, pero no
surgimiento por creación o por aparición (tal cual surge en escena un actor),
sino que surgir en este caso significa hacerse inteligible el Mundo y con él
a nosotros mismos. Es por eso que la Nada, la posibilidad de
desinteligibilizar el mundo y a nosotros mismos, nos agobia constantemente. El
mundo es, pues, a modo de inmensa tembladera en la que tratamos afanosamente de
asentarnos valiéndonos de los interrogantes qué y para qué. Y en este afán, el hombre
ha construido o tiene dos salidas, una inauténtica, a la que lo lleva el miedo
y que es la existencia banal (Alltag); y otra la auténtica, producida
por la angustia (legítima patencia de la nada), y esta es la existencia
genuina (Eigentliche Existenz). Con aquélla caemos en la vida vulgar del
hombre de masa (das Man); con ésta nos situamos en la actitud del que
sabe que todo es vanidad de vanidades, y que, pura y nuda contingencialidad, el
hombre ha de desembocar en la Muerte, el otro extremo de la Nada. Y es aquí
donde, como vemos, Heidegger se separa de Kierkegaard. Por eso es su
existencialismo ateo.
Sartre
utiliza la concepción nihilista de Kierkegaard prescindiendo, eso sí, de la
tesis del salto. O sea que se queda con lo que refiere a la pura contingencialidad
de la vida humana. Y aprovecha de Heidegger la tesis de la Nada como fundamento
de esa contingencialidad, pero no admite la distinción heideggeriana de las dos
formas de existencia (auténtica y banal) y la inevitable liquidación de ambas
en la Muerte (Sein zum Tode). En cambio, insiste excesivamente en la
determinación que la nada ejerce en la estructura de la naturaleza humana y en
la del mundo, que en Heidegger no aparece así; pues el pensador alemán, aunque
rechaza de plano que ab initio la puesta de la conciencia como tal y el
conocimiento implícito en ella sean de naturaleza teórica, no niega la gradual
inteligibilización del cosmos, siempre posible al hombre, aunque tan posible
resulte igualmente su desinteligibilización, o sea la sumersión absoluta en la
Nada. Y este es el flanco acusadamente irracionalista que muestra, como su
aspecto más destacado, la filosofía existencial de Sartre. Podría decirse que
Sartre se complace en llevar al extremo la tesis heideggeriana [26] de la
posible y constante capacidad (llamémosle así) de anulación de lo inteligible
humano y cósmico, tanto como la inicial y esencial en Heidegger de la puesta
del hombre como pura actitud práctica, el hombre del útil, del
instrumento, del para qué, previo al del qué y el por qué.
En La
Náusea ha logrado plasmar Sartre de modo preciso lo que para él significa y
constituye esa su tesis de la irracionalidad como el ingrediente primordial de
la existencia humana y en general de todo existir. La palabra Absurdo dice
Antonio Roquentin nace ahora de mi pluma; hace un rato, en el jardín, no la
encontré, pero tampoco la buscaba, no tenía necesidad de ella; pensaba sin
palabras, en las cosas, con las cosas. El absurdo no era una idea en mi cabeza,
ni un hálito de voz... Y más adelante escribe: Pero yo, hace un rato, tuve la
experiencia de lo absoluto: lo absoluto o lo absurdo. No había nada con
respecto a lo cual aquella raíz no fuera absurda...
Empero esta
tesis es compartida, y es pues oportuno consignarlo ahora, por la mayoría de los
existencialistas contemporáneos, como sucede, para citar sólo un caso más, con
el también escritor francés Albert Camús, entre cuyas obras es posible citar L'Etranger,
Caligula, Le malentendu, La Peste, Le mythe de Sisyphe.
En esta última nos dice: Se trataba antes de saber si la vida debía tener un
sentido para ser vivida. Aquí aparece, al contrario, que será tanto mejor
vivida mientras no tenga sentido. Y poco después añade: Vivir es hacer vivir el
absurdo.
Para
concluir, ensayaremos una brevísima recapitulación de lo que es posible
considerar como puntos fundamentales de la filosofía de Sartre. En primer
lugar, como Heidegger y en general los existencialistas, afirma que no es
posible hablar de una naturaleza humana, pues el hombre es lo que se
hace. Empero este hacerse implica según Sartre una decisión colectiva,
con lo cual difiere de Heidegger, ya que tal decisión colectiva supone una
causa física, real, respecto de la angustia. Para Sartre la angustia es
el resultado del sentimiento individual de responsabilidad colectiva. Lo cual
se explica si atendemos a la condición sociológica de la obra de Sartre.
En segundo
lugar, se opone a la idea de Dios porque ésta, según Sartre, implica
inevitablemente la admisión de lo esencial en términos de la naturaleza humana
como arquetipo (la esencia hombre), ya que la idea de Dios presupone la
prefiguración de esa naturaleza humana arquetípica. Y toda prefiguración, toda
arquetipicidad significa un eludimiento de la verdadera responsabilidad humana
por el hecho de existir como tal. La libertad sólo puede provenir de una
absoluta espontaneidad.
Esto supone,
en tercer lugar, la negación de valores, normas, &c. El hombre está condenado
a ser libre. Nada de prefiguraciones ni teologismos capaces de determinar
su conducta. Puede a lo sumo atender el consejo ajeno, pero hasta cierto punto,
pues incluso ya en su selección de tal o cual consejero, va implicada la
decisión al respecto. Y así, de acuerdo a lo expresado, no cabe hablar de una
naturaleza humana, pero sí de una condición humana, o sea la ineludible
realidad del hombre de hallarse en un mundo, lo que equivale a decir que
forzosamente ha de trabajar, de luchar en contra o a favor de otros, de morir,
&c. Factores que exhiben dos caras: una objetiva, por cuanto son
igualmente vividos por todos; subjetiva la otra, ya que cada quien los
vive de acuerdo a sus peculiaridades intransferiblemente personales.
El
hombre, en conclusión, dice Sartre, se inventa a sí mismo. Su relación
con el mundo es indisoluble e inevitable, y su vida es programa que comienza y
alcanza hasta donde la propia decisión humana puede o quiere hacer que llegue.
De esta suerte, el hombre se halla connotado en su verdadera naturaleza por dos
factores: la espontaneidad y la responsabilidad. El hombre ha forzosamente de
escoger, de seleccionar
entre hombres y cosas, pero si en esto no cabe la libertad, sí en cambio en lo
que toca a la selección, ya sea ésta por espontánea decisión o por
asesoramiento, aunque en este último caso, y como ya se dijo, hay una decisión
previa a la selección.
Si se me
exigiera una escueta definición de la actitud filosófica de Sartre descontada
la peligrosa sumariedad de tal definición diría que es la filosofía de la
irracionalidad llevada hasta el extremo de una construcción sistemática de la
sinrazón. En este sentido cabe infligirle una durísima crítica. Pero si
atendemos a lo que ella representa como fiel trasunto de una realidad
universal, y en cuanto acabada expresión de una gravísima crisis, como es la
que actualmente exhibe la vida occidental, diría que es admirable. Lo admisible
no es precisamente lo que Sartre, al menos aparentemente, quiere que sea esa
realidad proyectada como futuro, sino lo que él genialmente ha logrado plasmar
como lo que, pese a todo, es contemporáneamente. En fin de cuentas, es
como si retrocediendo fugazmente a través de los siglos, cediera la palabra al
sabio de Efeso, y volviéramos a oír su admonitoria voz: la estancia segura
es para el hombre lo abierto para la presencia de Dios.
Parece, en
efecto, como que de nuevo hayamos cerrado esa puerta. Cuando vuelva a abrirse,
Juan Pablo Sartre será entonces como una saludable advertencia en la Historia.
(*) 1911-1986. Conferencia pronunciada en la Sociedad Lyceum el 28
de septiembre de 1947.
Publicada en Revista Cubana de Filosofía (1946 - 1958). La Habana. 1948. Nro. 3, 1948. págs. 20-26.