Por Ignacio Castro Rey

Entre neblina y encinas, el aspecto de los campos de Ciudad Real a las 9 de la mañana es de una belleza letárgica. Recuerda a algunas visiones metafísicas, casi extraterrestres, de Rilke en Toledo y en Ronda. La estampa es como la de una especie de bienaventuranza a cámara lenta, con toda la precisión onírica de un cuento. El misterio terrenal de siempre, digamos, aunque sumado ahora a la soledad posmoderna de los campos. El mundo, el demonio, la ausencia de carne. Más tarde, en Valdepeñas, risas de niña en cascada pondrían la nota de calor y color que en ese sobrecogedor amanecer faltaba.

            Cerca de Manzanares, tras las intensas impresiones de un viaje a La Mancha, hasta las ratas de la casa, el aire gélido de la noche y el sueño en un sofá ante el fuego pueden tener un punto de autenticidad ancestral. Igual que lo que hoy queda de elemental, el halo de todo aquello era poco menos que futurista. En las zonas bajas apenas hay animales, como comprobamos en distintos paseos. Otra cosa serían, quizá, las partes altas del monte. Pero estábamos a finales de diciembre, con la caza esquilmada, y probablemente es normal que el panorama fuese así de silente, vacío de trinos y rastros.

            No es exacto sin embargo el título de «España vacía». Hemos vaciado esta tierra con nuestra servicial afición al espectáculo y a la masificación, con unas políticas vicarias de la Europa que quiere un sur turístico lleno de camareros. Hemos empobrecido adrede las regiones profundas de una nación todavía no rendida ante la estupidez mundial que habla en inglés. La España que se enfrenta a solas al silencio machadiano de los campos, a la misteriosa tragedia de la meseta. Y la hemos vaciado no sólo de personas, sino también de agua, de plantas, de animales. En esta cultura terciaria nada humano debe permanecer ante el silencio de la tierra, testigo de su tempestad abstracta de polvo y crepúsculos. Nada debe permanecer ahí salvo el desierto antropológico, una ausencia de gente que se acompasa a unas tecnologías alternativas que avanzan. Excepto las placas solares y los molinos de viento, no quedan ahora testigos del misterio de la llanura. Ningún «silencio de Dios» que inquiete a los hombres, que hace tiempo son –casi todos ellos, desde los escolares a las amas de casa- pequeños dioses mimados.

            El silencio del invierno contemporáneo se duplica en el silencio de las nuevas tecnologías. Cada casa abandonada tiene también su parpadeante antena parabólica. Sería tal vez perturbador analizar la desaparición de la clase obrera y campesina en relación a este narcisismo de masas que se ha apoderado de las pequeñas villas y las grandes urbes, donde todos quieren su parte en el pastel de una visibilidad ruidosa que parece nuestra única creencia. Cuando la tarde del domingo cae en Chinchón o en Colmenar de Oreja, después de un intenso fin de semana de turismo y consumo, las calles desiertas parecen reproducir dentro de cada villa el divorcio que hemos consumado con todo lo que no sea nuevo, liso y radiante.

            No es tan asombroso que la ausencia de brazos en el campo –sólo queda alguna pierna de paso, alguna mirada turística*-, el despoblamiento de pueblos y labores, más el abandono del trabajo agrícola coincida con la ausencia de animales salvajes. Estos seguían al hombre –posiblemente también el lobo y el oso- para aprovecharse de los rebaños, de las sobras, de algún niño perdido. Si el ser humano se retira, y lo que queda es sólo la mecánica automática de una agricultura intensiva, con pesticidas y algunos cazadores, es normal que el animal también desaparezca**.

            Se mantienen las mascotas, claro. Rurales y urbanas, son los adornos ecológicos de nuestra catatonia civilizada. Incluso las granjas de carne son los signos animales de un narcisismo cada día más vegano, que no quiere oler los cadáveres. En casi todos los paseos apenas había pájaros, pues no tienen qué comer. Los pájaros seguían al ganado y a las siembras. Parte de ellas, salvo las viñas y algunos olivos, son hoy un ralo simulacro de grano y pesticidas para recoger subvenciones europeas. Imitación de un cultivo intensivo para un abandono real y efectivo, también intensivo. La Europa que obedecemos quiere que el sur sea turístico. En esas estamos, siguiendo sin chistar los mandatos raciales del norte.

            Quizá lo más impresionante es la desaparición del agua. Esta es resultado, más que del cambio climático global, de la desidia regional y local. Resultado de un artificial riego masivo en zonas de secano, reforzado ahora con las energías renovables. Es un escándalo lo que se intuye: unas nuevas tecnologías eléctricas, placas solares y molinos de viento, que le ponen la puntilla a la desertización del campo. Las tecnologías punteras hacen invisible, ecológica y rentable, la destrucción de todo lo primario. Que el agua retroceda, más y más abajo conforme más la perseguimos, significa que la superficie queda desecada, sin plantas ni refugio para los animales. En venganza, a veces es un agua insalubre, posiblemente también para los animales.

            Mineral, animal, vegetal. Hasta para el profesor Ortega los tres reinos acompañaban al hombre como su fondo, sombras de una humanidad que sabía algo de espectros terrenales. Los tres reinos que ahora se retiran dejan la presencia humana en un anuncio, un resto virtual, un perfil reducido al mínimo. Bastante inexpresivo además, como esos urbanitas encasquetados en su pelo y maquillaje, su móvil y los auriculares de su música favorita. ¿Igual que nuestros propios líderes sociales y políticos, con su humanidad correcta y adelgazada, poblada con una sonrisa de agenda? Esta bendita nación, hoy terciaria como pocas, con una pasión de servicios que sólo tienen los modernos conversos, ha dejado el silencio de ser, no espectacular ni juvenil, para la España vacía. Vale decir, para la tristeza de las veletas silenciosas en algunas historias de Erice y de cuatro viejos que aguantan.

            Nueva Europa radiante. ¿Qué otra cosa subvenciona que el desarraigo de la tierra y de los sentimientos, un desafecto manipulado por algoritmos sesgados a distancia? De ahí su inmensa burocracia flotante, vampirizando –tanto en España como en Francia o Alemania- a poblaciones también inmensamente flotantes. Nada es cercano para quien flota. Y eso es al parecer lo que queremos. Nuestra clase media es aspiracional: aspira a ondear, ilusión aparentemente independiente del nivel de ingresos reales. En nuestra ficción social, de ilusiones también se vive.

            Nuestra cultura pretendidamente «vegana» tiene una cara oculta más o menos caníbal. No sólo es el calentamiento global, también está el enfriamiento local, la voracidad «extractivista» del turismo, los servicios y la agricultura posmodernos. Adelgazar lo primario y engordar lo terciario es la ley. Es pues normal que Italia, Francia o España sean, ante Brasil, India, Rusia o China, naciones en decadencia. Hemos olvidado tanto lo real que nos apesta la sucia tierra. Igual que nuestro narcisismo desprecia la religión, que es siempre un culto de lo otro. Tal vez la religión y la tierra son dos caras de lo mismo, de una misma alteridad rechazada.

            El resultado de tal huida es este inmenso campo desierto, poblado de matorral, pinos, olivos o plantaciones en línea de girasoles. De algunas manera, las multitudes abstractas que pueblan el resto, las calles y la densidad de las grandes superficies, es el equivalente ruidoso de la misma nada amueblada, la pantalla en nieve que parece ser nuestra vocación profunda. Cuando el fuego o el barro vienen por fin, no sólo en Valencia o en California, podrían encarnar la venganza freudiana de una existencia terrenal despreciada. Lo rechazado como mortal regresa como letal.

            Tal vez por eso, y no sólo gracias al mutante Elon Musk, vuelve una y otra vez la tentación de una huida espacial ante esta peste que es para nosotros la vieja existencia terrenal. Palo y zanahoria. El despegue y las nuevas tecnologías van delante, compensando y ocultando las bombas de fragmentación que quedan atrás. Una pregunta última, de paso. El odio indisimulable que guardamos hacia nuestro pasado, hacia los pueblos y las cercanas culturas eslavas o musulmanas, ¿expresa todo lo que aún no hemos logrado extirpar en medio de nosotros?

            Dios bendiga por si acaso a todas las potencias exteriores. Aunque no siempre estén armadas, como debían, de cierta disuasión nuclear ante la rapiña de nuestra despiadada idolatría del cero.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 10 de febrero de 2025

 

* «Se caza con las piernas», andando mucho, decían en el campo. Quien no tiene cabeza tiene piernas, generalizaba otro refrán. En Murcia a un donnadie se le llama todavía «Un piernas». Piernas y brazos son tal vez el símbolo de la humanidad común, de una infantería antropológica que jamás despegará del suelo. ¿Es posible que también en este punto Palestina -en general, todas las naciones para nosotros míticas, despóticas, «atrasadas»- sea el símbolo de una humanidad arrugada, fea y sentimental, que hemos de dejar atrás?

** Sólo se mantiene el jabalí, animal formidable y omnívoro que, como el cerdo, se reproduce ampliamente y no desprecia -igual que nuestros homeless– ni siquiera la basura. ¿Es el jabalí el sucedáneo primitivo del humano en esta posmodernidad? Como antes lo fue quizá el oso y el lobo, desaparecidos de casi toda Europa. Tal vez por eso ya se le caza, incluidas las hembras, todo el año, sin ninguna restricción ni veda.