Por Eduardo Luis Aguirre

 

La marcha antifascista del orgullo tocó alguna fibra sensible e íntima del gobierno. Aunque resulte inextricable intuir la cercana relación y los vericuetos de esta versión enajenada de Balcarce 50, fue evidente que esos millones de personas ganando la calle del país como respuesta a los odiosos exabruptos del presidente había impactado en la línea de flotación de la ultraderecha en el poder. No hay más que atender a las débiles respuestas oficiales y para oficiales para darse cuenta de la soledad en que se encontraba el mileísmo contra la irreductibilidad de la verdad histórica. Primero intentaron recurrir a una desinterpretación de las palabras del presidente en Davos, una excusa demolida por la mera repetición de los exabruptos que pronunció y que, ex profeso, no reiteramos. Después recurrieron a hacer carne en la desinformación lisa y llana, comparando hechos que eran meros delitos comunes, tratando de confundirlos con la amenaza de violentar derechos humanos fundamentales, avasallar las libertades y la vocación de transformar a una parte de la ciudadanía en almas desnudas. Homo sacer caracterizados como una suerte de sobrante prescindible y desechable. Allí radica la modalidad distintiva del fascismo del siglo XXI. Que no necesariamente debe ser una réplica de los fascis mussolinianos ni la exaltación de una doctrina estadocéntrica. Acá se trata de convertir a un sector de la población no ya en un ejército ocupacional de reserva sino en un mero stock innecesario que, en verdad, preferirían que no existieran. Para eso basta la figura de líder violento, grosero, una pueril sobreactuación de lo viril y la promesa de propiciar cambios rápidos, drásticos y desastrosos

Esa es la magnitud de la esencia segretativa del gobierno. Habilitar lo peor para con el otro, perseguir al distinto. La marcha dejó al descubierto el repudio mayoritario y activo del pueblo argentino frente a la sinrazón y la locura. La marcha fue la confrontación exitosa frente al estilo deplorable de un gobierno que cabalga sobre la estupefacción y la frustración de amplias capas de la población.

Hay otro aspecto que se profundiza en el bárbaro catálogo ideológico de esta derecha. La intención de emprenderla contra la perspectiva de género, o contra la figura del femicidio porque, supuestamente, “atenta contra la igualdad ante la ley”, es un disparate más que parte de un supuesto descabellado. Este libertarismo concibe al conflicto (y a las luchas y las protestas) como un problema, no como un patrimonio, que es lo que en realidad representan. Creen que las sociedades cambian función de la inversión y la riqueza en base a un plañidero consenso. De esta manera, el cambio social sería el paso de una relación de equilibro (forzado) a otra relación de equilibrio. La realidad social, en cambio, opera sus cambios administrando, de la manera más civilizada posible, los conflictos y las diferencias. Hay situaciones de dominación y poder instauradas de manera ancestral cuya remoción acerca indudablemente a una vida democrática e igualitaria más plena. El patriarcado es una de ellas. El control y la dominación, el machismo y la subordinación son agonismos o antagonismos que se han ido removiendo en base a las luchas históricas de las mujeres y de las disidencias. Quizás desde antes de que las mujeres, durante la edad media, decidieran contratar cooperativamente a escritores para poder así leer novelas de caballería, que era la flor y nata de los diálogos masculinos de los que quedaban sistemáticamente excluidas.

 Con el femicidio tampoco se viola la igualdad ante la ley porque no hay en la base de ese conflicto una igualdad material. Y no la hay porque en todo grupo humano, en todo clan, familia, comunidad o sociedad hay tensiones y relaciones de poder. Eso lo conocen perfectamente los libertarios. Por eso usaron el poder de la tecnología, la violencia y el agravio. Por eso el presidente se entrega bufonescamente a Trump, a Musk y a los demás megamillonarios cuyo patrimonio personal supera el PIB de la Argentina y de otras potencias mundiales. Por eso amenaza desembozadamente a los zurdos, reprime, quiere atentar contra los derechos de la Constitución y destrata a las minorías. No es cierto que esta no sea la agenda de la Argentina actual. Si no lo fuera, no hubiera impactado de esta manera en la línea de flotación del gobierno entreguista que padecemos. Para que se entienda mejor: el conflicto, como patrimonio, deparó siempre cambios superadores en las sociedades. La emancipación de la comunidad  tal vez sea una de las luchas milenarias que los pueblos comienzan a ganar a partir de conjugar las diferencias. No todo tiene por qué ser derrota. No todo tiene por qué ser barbarie