Por Eduardo Luis Aguirre
"Ninguna sociedad podría vivir durante un período cualquiera sin poseer una economía de cierta clase. Pero antes de nuestra época no ha existido ninguna economía que estuviese controlada por los mercados."
"El Hombre no actúa para salvaguardar sus intereses individuales en la posesión de bienes materiales, sino para salvaguardar su condición social, su posición social, sus derechos sociales, sus activos sociales. El Hombre valoriza los bienes materiales en la medida que sirvan a este fin." (Karl Polanyi)
“Cada vez que hay un escándalo y éste tiene gran difusión periodística,, yo desconfío del objetivo de la difusión. Los verdaderos escándalos, como ese del revalúo preventivo de Pinedo, como la sanción del "Estatuto Legal del Coloniaje" en la Década Infame, los negociados que han significado los arreglos ANSEC y SEGBA, la restauración del grupo Bemberg, no gozan del favor de la gran prensa, ni motivan la agitación de las agencias telegráficas internacionales. Destruir, por ejemplo, la fábrica Mercedes Benz para después comprar los ómnibus que allí se debieron fabricar, en Brasil donde se mudó, y dar entrada en condiciones mucho más gravosas a treinta o cuarenta fábricas de automóviles, no provoca escándalo” (Arturo Jauretche).
La cuestión de la corrupción política ha sido puesta en los últimos tiempos en el centro de los debates y en las portadas de los periódicos de todo el mundo, con la esperable excepción de los de mayor tirada en nuestro país, que sólo observan los hechos de corrupción estatal, siempre y cuando provengan de un determinado cuadrante político.
En los últimos años, debe reconocérselo, el tema de la corrupción pública y privada ha resonado fuertemente en países tales como España, Estados Unidos, Francia, Italia, Inglaterra y Turquía, por mencionar solamente algunos. Y nunca ha dejado de ser un ordenador de la política –interna y externa- en regiones tales como Asia, África y América Latina, con las honrosas excepciones que confirman la regla.
El consorcio periodístico internacional convocado a completar y administrar con pudoroso esmero y evidente selectividad los miles y miles de datos colectados, han logrado un efecto quizás no deseado.
Ese efecto implica poner en cuestión la definitiva gravitación de la corrupción como forma de hacer política, pero también de asumirse como un fabuloso instrumento revelador de las verdaderas formas que asume el poder en un capitalismo predatorio financiero y postindustrial, e, incluso, de debilitar gobiernos díscolos invocando el mismo recurso mundializado de la falta de transparencia. Tres aspectos que es menester analizar.
Respecto del primero de los puntos enunciados, pareciera a esta altura que corrupción y construcción política van de la mano, de manera indivisible, en las democracias delegativas occidentales, pertenezcan éstas al selecto club del primer mundo o a los estados nacionales piadosamente denominados “en vías de desarrollo”.
Es bueno, a esta altura, preguntarse por qué. Las respuestas no son sencillas. La ortodoxia marxista optaría por asimilar la corrupción al sistema capitalista. Pero este razonamiento dejaría afuera del análisis los múltiples casos de corrupción detectados en los socialismos reales, a lo largo de décadas.
Prescindiendo de una mirada kantiana, de la que abreva la moral burguesa, coloquial y dominante, en términos de un deber ser hipotético, hay algunas reflexiones que hacer en torno a este tema.
La primera de ellas, es que es perfectamente posible construir políticas populares, progresistas y profundamente transformadoras, sin apelar a las consabidas prácticas que embarran las conquistas emancipatorias logradas a costa de duras experiencias autonómicas. Parece claro, a esta altura de la historia, que la corrupción precipita las derrotas morales que el imperio busca asestar a todo tipo de proyecto político alternativo, inmediatamente a continuación de haber logrado desbaratar el entramado de derechos sociales, civiles y políticos alcanzados por los populismos. A la derrota política, le suceden retrocesos económicas, geopolíticos, culturales y “morales”. En ese tramo se encuentran muchos países de América Latina. Las grandes cadenas comunicacionales buscaron homologar en la conciencia colectiva a la política con hechos policiales o judiciales. Y lo lograron, finalmente.Consiguieron asociar, además, en una percepción que permea la conciencia de las sociedades de estos países, que la corrupción es una pandemia sistémica, fatalmente asociada a las experiencias populistas. No existiría, de tal suerte, diferencia sino pura analogía entre las corruptelas estatales y la “fiesta” de la profunda e inédita profundización de la inversión social. Todo sería parte de una orgía de derroche de fondos públicos que las almas esbeltas y racionales de la derecha brutal deben ahora corregir mediante el civilizado ejercicio de la motosierra. Es lo que se ha popularizado, en la jerga conservadora, como la “pesada herencia”.
Menuda tarea para las experiencias emancipatorias que se intenten en el futuro, en términos de remontar esta derrota cultural (y moral). Muy difícil, aunque no imposible.
Para eso es necesario completar las tareas inconclusas, que son tareas revolucionarias. Sólo un programa revolucionario, que transforme al campo popular en la vanguardia de una definitiva liberación nacional y social, pondrá a los pueblos a cubierto de este nuevo caballo de Troya. Si esto no ocurriera, sobrevendrían fatalmente infinidad de reiteradas frustraciones colectivas. Poder (concebido en clave burguesa) y dinero son las claves para entender el fango de la corrupción política, aunque no necesariamente pública. Dicho en otros términos, el dinero como factor asegurativo del mantenimiento y la reproducción y ampliación del poder.
Un sistema predatorio de control social y dominación del que participan, transgrediendo descontroladamente las propias reglas impuestas por el sistema jurídico (capitalista) mundial, instituciones y personajes públicos y privados, corporaciones, medios de comunicación y operadores de inteligencia orgánicos o cuentapropistas. La corrupción, vista en este contexto, no es una anomalía, ni un hecho policial, sino una nueva forma de acumulación de capital. Sin límites ni reglas. El neoliberalismo es un sistema completo. Un imperio destinado a reproducir las relaciones de explotación de la humanidad. Va de suyo que eso incluye a lúmpenes. Lúmpenes burgueses. Muchos de los cuales ocupan importantes cargos en el gobierno argentino. Pero también recluta, históricamente, marginales que no participan de un sistema de control global. Entendamos esto. Para sacarlo del contexto actual y evitar las posturas binarias e irreductibles, pongamos un ejemplo elocuente de nuestra historia reciente. El contrabando de armas a Croacia, durante el gobierno de Menem, fue un hecho de corrupción indudable. Pero además, esas 6500 toneladas de armamento influyeron decisivamente para garantizar el resultado de la guerra. Por supuesto, inclinándola para el lado que EEUU y la OTAN lo demandaban, porque era imposible soportar una experiencia socialista autogestionaria en medio de Europa. Y así estalló en pedazos la experiencia titista. Algo difícil de lograr por el dueño de una cueva financiera porteña.
Pero esa guerra –la de los Balcanes- marcó la asunción de un nuevo rol de la mayor alianza militar de la historia. No fue un hecho menor, sino que fue la instancia histórica de reconfiguración estratégica del sistema de control global punitivo del capitalismo mundial. Después del Bombardeo sobre Belgrado algo cambió en el mundo. La corrupción se amplió a organizaciones destinadas a desestabilizar a los gobiernos no afines al poder imperial. CANVAS u OTPOR, por ejemplo. El problema es que cada vez que una de estas disrupciones golpistas entra en acción, occidente encuentra espacio para una nueva base militar capaz de asegurar un orden. Pasó en Kosovo, en Ucrania y ahora en Siria. En los tres casos, la prédica dominante aludía tiranos corruptos que eran depuestos por generosas puebladas ávidas de libertad.
En cada uno de estos (y otros) supuestos, la corrupción política integra el menú predilecto de los prejuicios pequeño burgueses. Pero que existe, existe.
Así presentado el problema, la dominación neoliberal no se sostiene sólo por la fuerza represiva, sino más bien porque su concepción del mundo y de la vida forman parte de nuestras prácticas cotidianas: “… si la burguesía nos tiene aún bajo su dominio, no es solamente en virtud de su aparato represivo, sino y ante todo, porque una parte considerable del pueblo continua adherida a las concepciones burguesas y porque prácticamente la totalidad del pueblo continúa viviendo según el sistema de vida que la burguesía ha construido” (*).
La hegemonía de los sectores dominantes se manifiesta en todos los aspectos de la vida social. En un país oligárquico y neocolonial, es imprescindible y urgente construir -apasionadamente- una nueva ética política. Sin ese alumbramiento no será posible la victoria, si por ella entendemos una nueva gesta emancipatoria articulada en un marco de luchas defensivas y con una relación de fuerzas absolutamente desfavorables.
No hay alternativa para contrarrestar el nihilismo, el desencanto o la incredulidad de grandes sectores sociales si no se cambia de manera copernicana la forma de selección de las especies políticas y los estilos de hacer política. Mientras aparezcan yates, bolsos, dólares, panama papers de opacidad rotunda estaremos perdidos. Y habremos hipotecado además el futuro de las generaciones futuras. Probablemente, nunca nos habremos de reponer de semejante derrota cultural y axiológica. Si la política y lo político es percibido como una ciénaga nauseabunda, no existe expectativa alguna de que el pueblo pueda distinguir entre estas maniobras repudiables que en buena medida se explican por la falta de consistencia ideológica de nuestros políticos y su mirada banal de la vida (una cosa es impensable sin la otra) y la liquidación del patrimonio nacional en favor de capitales foráneos o clases dominantes. Eso es una quimera de cumplimiento imposible. Por eso, los dirigentes populares deben ser, en los tiempos que vienen, ejemplos casi pastorales de rigurosa transparencia y austeridad. Eso sería un paso fundamental que demostraría que, por primera vez, comprenden la complejidad del mundo en que viven. Pero para que eso deba ocurrir, el campo popular deberá ser mucho más estricto a la hora de seleccionar sus representantes políticos. Eso constituirá un punto de partida para la reconstrucción patriótica de una ética política emancipatoria.
(*) Greco, María Florencia: “La moral de los revolucionarios, citando a Ortolani, 2004-2005: 93), disponible en https://aledar.fl.unc.edu.ar/files/Greco-Maria-Florencia1.pdf