Por Ignacio Castro Rey
Hoy lo veo así. Primero el capitalismo desencantó el mundo: la emigración a la ciudad, la ruptura con el orbe campesino, le regulación minuciosa del tiempo cotidiano… Todo ello lleva gradualmente a la instalación de un ciudadano hermético, misterioso, que se corresponde con el enfriamiento de las relaciones personales, la desconfianza en el prójimo, la judicialización de la vida cotidiana, el auge de la novela policíaca y también de la psicología. Etcétera, etcétera.
Weber no se equivoca cuando diagnostica el nacimiento del capitalismo con el establecimiento de una organización fría del lucro que incluso prohíbe la «aventura» de la vieja piratería. Se pone en pie una distancia «protestante» entre las personas, cada una en relación directa con Dios y con su predestinación, que se muestra en las riquezas mundanas y facilita un aislamiento individualista que convierte a cada uno en potencial empresario y, a la vez, en mercancía. El prójimo desaparece en aras del ciudadano, el cliente y, más tarde, el consumidor. todo esto encarna una creciente ruptura urbana con la cultura de los sentidos, y con el hedonismo de la vida labriega, a favor de un orden social y unas prácticas económicas cada día más cerebrales. El privilegio del cerebro en Occidente, por tópico que sea, no es ninguna anécdota. La IA cayó sobre nosotros después de un privilegio obsesivo y artificial del cerebro, órgano de control por excelencia.
Que tengamos la sensación de que, incluso en España, hace ya décadas el orbe campesino era más libertino que el puritanismo urbano, fuese este con aire protestante, católico o laico, tampoco es ningún capricho de ningún conspirador. Incluso en una región tan humanista y «liberal» de costumbres como Galicia, podemos recordar al Santiago de los años 60 y 70 muy trabado por el corsé del recato, mientras -muy cerca- el orbe rural de las afueras era mucho más desenvuelto, más procaz, por no decir salvaje.
Después el capitalismo, para sobrevivir y expandirse, se calienta. Hasta hoy, con un creciente enfriamiento real y calentamiento virtual. Para mejor invadir y consumir las almas del sur, y el mundo exótico de las afueras, antiguamente colonizado, el capitalismo se hace mas y más emocional, más y más sexy, más divertido y «turístico». Y todo ello con una emoción artificial expandida, como un anuncio, igual que la creciente extensión de la pornografía.
Es cierto que el funcionamiento despótico de la publicidad y la información, que ha conseguido un conductismo de masas que poco tiene que envidiar a los totalitarismos de antaño, tiene una base emocional. Pero son emociones de diseño, muy artificiales, anteriores a la IA y tanto o más controladas que ella.
Como disciplina de masas, la información funciona con la reiteración, con una invasión por goteo que acaba generando un público cautivo. Público cautivo que debe sentirse víctima y solicitar ayuda. O ser solidario con las víctimas: la victimización es nuestra forma de odio al otro. Todos somos libres, pero somos igual de víctimas; vamos a los mismos sitios, vemos las mismas películas y opinamos lo mismo sobre la homosexualidad, sobre Ucrania y el aire infecto de los rusos y los musulmanes. La base emocional de nuestra inteligencia social, el fondo emocional de nuestro control de geometría variable, exige una conspiración cerebral mucho mayor que la de las viejas formas de la disciplina (Foucault) de antaño. Pues ahora se trata de que el sujeto obedezca mientras es feliz, mientras tiene una intensa y casi obscena sensación de libertad. La ruidosa libertad de expresión, con su dosis de crueldad, de los prisioneros. Nula libertad de acción, maniatada por la economía; máxima libertad de expresión, maniatada por la perversión polimorfa de los medios y las redes.
Vivimos en un Estado en red; solo por ello, doblemente persuasivo, doblemente despótico. Conductismo en red que explica, supongo, la amplia pasividad ante Gaza. ¿Qué clase de coerciones se habrán impuesto en la vida real para que tanta gente de las urbes decida vivir en las redes? Hasta la sexualidad decrece a manos de un onanismo expandido. A manos, en definitiva, de un narcisismo expandido.
La pornografía no es, en todo esto, un submundo emocional y subsidiario, sino algo central. No sólo para que la gente se desahogue y no le estalle la cabeza, sino para que la gente obedezca mientras se divierte. El totalitarismo del entretenimiento, que usa inteligentemente las emociones para mezclar cadáveres con anuncios de colonia, explica la impunidad terrorista de Israel. Que le pregunten a las chicas y los chicos de las FDI, que poco después de destrozar mujeres y niños palestinos pueden babear sobre hamburguesas, pizzas suculentas o asados argentinos. Mientras vibran en otra fiesta techno. La cocina puntera, dicho sea de paso, también es emocional, vale decir, inundada de ardores, colores y gritos, de sensaciones y sabores. La visibilidad no es nada sin la pornografía del impacto.
Mientras una izquierda servil de las nuevas modas del imperio se obsesiona con la perspectiva de género, pierde a la vez oído y estómago para la obscenidad que invade lo real. Si para esa izquierda Errejón es «un monstruo», es obvio que tal progresismo -sexo, drogas, rock and roll- no tiene ya palabras ni conceptos para los demócratas asesinos de Palestina y Líbano. Así nos va. ¿Está libre de esta obscenidad impotente los fallos humanos en el reciente desastre de Valencia? Si el espectador occidental no vomita con las imágenes de Gaza, vea lo que vea, es porque la información -que mezcla niños destrozados con anuncios de hamburguesa- tiene una estructura pornográfica que nos anestesia, reabsorbiendo cualquier sensación. Fíjense en la vocalización ansiosa de las locutoras, cuenten lo que cuenten. Cuando el editor neoyorquino de Handke le confiesa que, al leer su libro sobre Serbia, entendió que todo lo que hasta entonces había oído sobre el tema era pornografía, no estaba exagerando. Literalmente, la pornografía guía al más normal telediario y es el pegamento que une la diversidad temática del entretenimiento.
Existe un uso obsceno de las emociones en Occidente que impide pensar. Peor aún, impide sentir por cuenta propia. Cuando podríamos estar a punto de llorar, de sentir algo no entretenido, pasamos ya a la siguiente carcajada o al siguiente meme. Somos felices cautivos de un imperio emocional minuciosamente controlado, a distancia. Hasta le felicidad es obligatoria, y peligroso negarse a ella. Quien hoy se atreva a sentir sin cobertura, pensando sin red, ya estaría -cuando se libre de la acusación de negacionista- salvado de la alienación que nos hace tan felices, mientras arrasa cualquier rastro de vida.
Gracias a la guía masiva de la percepción, a través del espejismo de la diversidad cerramos una y otra vez la enorme secta que hoy es Occidente. No, no hay muchas razones para ser fácilmente optimistas. Y sin embargo, de algún modo hay que serlo. Cuando algunos han sugerido que hoy solo un apocalipsis puede salvarnos, tampoco estaban exagerando mucho. El apocalipsis de atreverse a estar a solas con el silencio del mundo. El pequeño, crucial apocalipsis de desaparecer de la visibilidad, aunque sea un minuto al día, y acercarse personalmente a la soledad con la que hoy laten las pocas verdades que nos rozan.
¿Tendremos mañana fuerza para este regreso ancestral, moral y primitivo? ¿Tendremos fuerza para comunicarlo después? Todo este humor, negro y marrón, es imprescindible para no convertirnos en cínicos, ni en amargados. No, no parece fácil. Tenemos sin embargo todo lo necesario para lograrlo. La facultad de desaparecer y reaparecer, usando dos manos. Una debe empuñar una cólera nueva, capaz de enfrentarse, incluso a solas. Otra debe empuñar un humor nuevo, capaz de infiltrarse.
Madrid, 15/11/24