Por Diego Tatián
Antón Chejov murió de pulmonía en un pequeño hotel de la Selva Negra durante el verano de 1904. Tenía cuarenta y cuatro años, una enorme celebridad como dramaturgo y escritor de relatos que se extendía por toda Rusia y los pulmones destrozados. Había dejado una obra que no enseña ni sentencia nada, carece de todo contenido moral, no ayuda a vivir y tampoco juzga (“no acusé a nadie, no condené a nadie”). Quizá nada de todo esto es ajeno a su labor como médico y a su proximidad con el dolor. Su narrativa y su dramaturgia solo dejan sentir “la imperfección humana y la misteriosa vibración de la vida”. La suya es una literatura que nunca hubiera podido dar lugar a una manera “chejoviana” de vivir, ni a la formación de comunidades chejovianas de vida en común, cómo si lo hizo la literatura de su maestro Tólstoi y como sí se expandieron por toda Rusia comunidades tolstoianas -luego perseguidas y destruidas por el stalinismo.
Pero quizá sí hay una manera chejoviana de morir.
Por cuestiones de salud, en los últimos años de su vida Chejov había debido permanecer en Yalta, sin poder presenciar el estreno de sus obras que protagonizaba su mujer Olga Knipper en Moscú. En su “Vida de Chejov”, Irène Némirovsky reconstruye el momento de la muerte de manera escueta y conmovedora: “Era una noche cálida de julio. Habían abierto las ventanas, pero el enfermo respiraba con dificultad. El médico le dio una inyección de aceite alcanforado que no reanimó su corazón. Era el fin. Trajeron champagne. Antón Pavloivich se sentó y gravemente le dijo en voz alta, en alemán -aunque no hablaba alemán-, al doctor: ‘Ich sterbe’. ‘Me muero’. Tomó luego la copa y volviéndose hacia Olga, con su maravillosa sonrisa, dijo: ‘Hace mucho tiempo que no bebo champagne’. Bebió toda la copa con calma, hasta el fondo; se recostó suavemente sobre su lado izquierdo”. Entonces entró una enorme mariposa nocturna que revoloteó unos instantes por todo el cuarto hasta volver a salir. “Y en ese rato, Chejov había dejado de hablar, de respirar, de vivir”.
[En la fotografía, Antón Chejov y Olga Knipper en 1901]