Por Diego Tatián

La vergüenza es un afecto fundamental para comprender los comportamientos sociales y políticos, al que, sin embargo, sociólogos y filósofos no han prestado demasiada consideración. En un libro reciente (de título “La vergüenza es revolucionaria”), Frédéric Gros llama la atención sobre ello, y sobre el hecho de que las sociedades no son solo -ni principalmente- efectos de un pacto social, de un contrato republicano o de una comunidad de intereses, sino que se organizan por dispositivos de estigmatización, amenazas de violencias múltiples sobre el individuo por la masa, prácticas de exclusiones simbólicas, de intimidaciones y de humillación.

El libro parte de premisas interesantes (“la dignidad de los cobardes se construye siempre a partir de la exclusión”; “la indignación consternada incorpora rabiosamente la eyección de la propia monstruosidad”) pero, en mi opinión, deja pasar la oportunidad de explorar en todo su alcance la extraordinaria frase marxiana de la que toma su título (“siento vergüenza -le escribía Marx a Ruge en 1843-… Me mirará usted sonriendo y me preguntará: ¿qué salimos ganando con ello? Con la vergüenza solamente no se hace ninguna revolución. A lo que respondo: la vergüenza es ya una revolución”).

Durante la lectura del libro recordé -tal vez por esa diferencia de caladura que el arte suele volver manifiesta es que el ensayo acabó por desganarme- un fresco renacentista de Masaccio que puede verse en la Capilla Brancacci de Florencia. Se llama “La expulsión de Adán y Eva del Paraíso” (1425 circa) y se conoce simplemente como “La Cacciata” (“La expulsión”). Una imagen tremenda, que probablemente tenga como fuente de inspiración el relato de ese episodio del Génesis por San Agustín en el libro XIV de “La ciudad de Dios”, donde se lee que la vergüenza no lo es tanto por la desnudez sino por el deseo que la desnudez motiva -algo desconocido antes de la expulsión. La Caída no solo lo es en el dolor y la muerte sino también en el despotismo del deseo, que desde entonces arrastra a los seres humanos hacia lo que no saben del mundo ni de sí mismos; que los condena a buscar un escondrijo donde ocultarse, y a no poder hallarlo.

En 1670, doscientos cincuenta años después de que “La Cacciata” fuera pintada, Cosme III de Medici dispuso que se cubriera la desnudez de los cuerpos con las hojas de higuera que se menciona en la Biblia, y que Masaccio omitió. Con esa adulteración permaneció hasta 1990, cuando el fresco fue restaurado y se restituyó la desnudez original -no es el único caso; sucedió con muchas obras de arte, sobre todo griegas, a las que se les amputaron u ocultaron los genitales en observancia del decoro que la fe cristiana prescribía a las conciencias.

Pero quizá el exhibicionismo sin vergüenza en la sociedad del espectáculo (todo debe ser visto por todos, y por todos de la misma manera) sea un avatar paradójico de la Caída y el punto más remoto de la Expulsión. En ese caso, el gesto de censura del poder religioso y político, que disponía la ocultación de algunas obras o de algunas partes de ellas, cobraría anacrónicamente un sentido diferente. La sustracción de los grandes reflectores publicitarios y del mundo de la comunicación total -herencias del fascismo, que en los años 70 Pasolini denunció exactamente en esos términos como causantes de la “desaparición de las luciérnagas”- tal vez sea condición para que el mundo empiece otra vez, de otro modo. O al menos una posibilidad para que la vida -si no la de todos sí la de cualquiera- sea aún vivible. “Nostalgia de Pasolini” quisiera decir aquí: la de una vitalidad que desafía la moralidad ofendida de las patrullas del Bien y la hipocresía de un mundo asfixiante que se escandaliza por unas hojas de higuera.



[La pintura de la bestia que mira desde la jungla -se llama “La vergüenza”-, es un acrílico que fue pintado un día en el que no había sol]