Por Eduardo Luis Aguirre
Este presente bochornoso de las usinas encuestadoras nos releva en principio de explicar por qué no creemos en los pronósticos previos a una elección.
En escenarios de máxima volatilidad y crisis de representación aceptados en todo el mundo, las encuestas cualitativas (las que auscultan las percepciones e intuiciones de los sujetos) suelen decirnos mucho más que las pesquisas meramente cuantitativas.
Esas percepciones son dinámicas, generalmente cambiantes y están condicionadas por sensaciones que pueden o no ser percibidas. Pero el trabajo de los etnógrafos (y de las estructuras políticas) es, justamente, percibirlas.
El resultado de las PASO ha expuesto en su máxima expresión cotidiana a los candidatos de la derecha. Tiendo a percibir que algo vinculado al miedo se juega entre los argentinos luego de que se conociera un poco más a semejantes exponentes. No en vano, los analistas más conocidos comienzan a ubicar presurosamente al candidato peronista llegando a la segunda vuelta.
Incluso, a nadie le asombraría que Massa pudiera cosechar más votos, independientemente de la inescrutable evolución de Milei, que básicamente reafirma sus opiniones como para asegurarse el voto ultraliberal. Por eso mismo, no es cierto que los votantes, en todos los casos, estén dejando de lado las perspectivas políticas al momento de decidir su sufragio.
No es solo la emoción lo que decide un voto, aunque desde luego hay un componente visceral que admite distintos cortes en el ímprobo acertijo de auscultar las reacciones colectivas.
Un miedo comprensible, apocalíptico, una paridad marcada en los guarismos del pasado 13, un candidato previsible y sólido, dos figuras esperpénticas que sugieren que, con ellos “algo triste va a suceder, algo malo nos pasará” (como versaba hace medio siglo la Cantata Santa María de Iquique, interpretada por Quilapayún) y la politización profunda del pueblo argentino pueden devolvernos un escenario distinto en octubre. Ese panorama es capaz de producir en las sensaciones mayoritarias un vuelco significativo. Para que eso ocurra, hay que remover el elemento fundamental que dirigió el voto a la derecha, que tal vez no sea la bronca sino la (razonable) frustración.
Más allá del despliegue tecnológico de redes sociales y demás hallazgos, hay que recordar los límite de la técnica (en este caso de la tecnología) del que hablaba Heidegger.
En el interior, donde se producen todavía esos procesos de comunidad profundos, hay que salir a caminar las calles, a abrazarnos a la mirada del otro en tanto otro y a ponerle más palabras que boletas o chapas a la campaña.
Se juegan márgenes muy finos en estos comicios. Los que hayan leído los trabajos de campo de Bronislaw Malinowski (imagen) recordarán sus conclusiones respecto de los sutiles e inesperados fenómenos sociales que provocan cambios en las manifestaciones culturales. Pero no todo los cambios culturales son vertiginosos. La formación de los sentimientos y, por tanto, de los valores, se basa siempre en el aparato cultural de la sociedad y demandan en su formación tiempos generosos. Lo que puede replicarse rápidamente son aquellas sensaciones a las que Spinoza denominaba “pasiones tristes”. La frustración es una pasión triste paradigmática del mundo que nos toca vivir. Allí hay que llegar con la palabra y los intendentes tienen que aprovechar a quienes pueden atravesar los mayores espacios de las comunidades y ser portadores de esa palabra para dialogar con la gente. No alcanza con los aparatos. En mi conjetura, absolutamente falible, es mística, abrazo y también palabras.