Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

 



Hace algunos meses, cuando todavía estaba en aire nuestro programa radial Multitud, el profesor Diego Mauro (UNR-CONICET) estimaba que, en la actualidad, alrededor del 85% de la población mundial profesaba cultos o creencias trascendentes, sean éstos religiones oficiales u otras devociones alternativas, por llamarlas de alguna manera.



El dato es ilustrativo, porque colisiona de frente con las posiciones de las izquierdas posmodernas y blancas de occidente, cuyas preocupaciones secundarias transitan por caminos inconsistentes, gaseosos, la mayoría de las veces alejadas de las formas de pensar –nada más y nada menos- que el sentido de la vida y de la muerte por parte de los sectores populares. La reproducción de un consignismo que, no por conocido y tedioso deja de ser un riesgo teórico objetivo parece redoblarse, quizás como una forma de acentuar la supremacía blanca, globalista y eurocéntrica de la razón progresista frente a lo que intuyen como dogmático, retardatario, conservador o fetichista.

El problema de esta visión maniquea es que se dejan de lado cuestiones cuya centralidad es tan importante como las formas de adecuar y adoptar nuevas sensibilidades y consensos por pate de las mayorías populares, que siguen siendo el sujeto político imprescindible para encarar cualquier proyecto comunitario emancipatorio o, permítaseme la analogía, redentor.

El propio Mauro anunció en sus redes que a finales del mes de abril la Biblioteca Nacional inaugurará, justamente, una exposición sobre devociones populares. La iniciativa no puede ser más oportuna ni más accesible para comenzar a adentrarse en la encarnadura de las percepciones masivas y se constituya así en una ayuda significativa para que la izquierda deje de ser identificable (tal como lo señala el filósofo español Luis Alegre Zahonero) y así descalificada sistemáticamente por el establishment. Ahora falta que esas izquierdas comprendan que lo que está en juego no es tanto su individuación y sus libertades civiles sino un armado social amplio, solidario, urgente, que permita un acercamiento con lo masivo, para lo cual es necesario reconfigurar desde las prioridades hasta las microculturas y las estéticas. La política, debe entenderse, se hace con los diferentes, no con los iguales que no mueven el amperímetro en términos demográfico políticos. Pero además, es imprescindible parecerse al menos a las mayorías abrumadoras, sin necesidad de resignar sus misticismos posmodernos. En definitiva, se trata de llevar a cabo la tarea constructiva de pueblo comprendiendo las demandas de la gran mayoría de los argentinos y la necesidad de evitar la parálisis desdeñosa frente a lo que prejuiciosamente se descalifica o directamente se ignora.

La presentación que hace la Biblioteca Nacional sobre esta exposición comienza poniendo de relieve cómo a menudo estas devociones son “relegados al rincón de las curiosidades etnográficas restándole importancia a su potencia como amalgama y sustrato del mundo social. Sin embargo, con el nombre de cultos, devociones o canonizaciones populares, insisten en constituir momentos fundamentales de la vida de los pueblos. ¿Qué es lo que hace que una figura cultual, cualquiera sea su origen y circunstancia, sea asumida por el pueblo como clave de redención? ¿Qué tienen en común Ceferino Namuncurá, la Almita Sibila, el Gauchito Gil, la Difunta Correa, el Maruchito o Pancho Sierra? ¿Cómo es concebible que convivan en un mismo arco de devociones la Pomba Gira, la Virgen de Itatí, San La Muerte o la Pachamama? ¿Qué postula para la admiración piadosa a Tibor Gordon, a Gilda o a Maradona? Cualquier serie que tracemos entre las figuras del devocionario popular insta a preguntas que no admiten respuestas concluyentes. Estamos, pues, sumidos en la naturaleza propia del mito, que engloba todas las contradicciones del relato que lo anima haciéndolas convivir en estado de irresolución”.

Admirable introducción que plantea a su vez una cuestión política crucial, que se completa en la propia presentación con algunos otros párrafos que dan cuenta de que la cosa es por ahí. Inexorablemente. “Para el Occidente cristiano el sacrificio es la matriz que postula el hecho religioso en que se basan las creencias. Cuando, como en el caso americano, el relato cristiano se topa con devociones preexistentes, de raigambre indígena, las coloniza, acriollándolas, y las modula volviéndolas parte de un haz ritualizado mayor. Condenadas y estigmatizadas bajo el mote de paganismo, sin embargo, fueron y son toleradas por su eficacia en la interpelación de las almas; la potencia de su llamado al alma del pueblo es un don anhelado por toda institución eclesial. Se ha llamado sincretismo a ese diálogo en el que los relatos oficiales se resignan a ser inficionados por cultos de diferente naturaleza, legitimados por su inextirpable asunción popular. A ese fenómeno la antropología le ha ofrecido acogimiento bajo otro de sus nombres: transculturación. Es decir, un vínculo dialéctico en el que se anudan operaciones de apropiación de saberes y actitudes tanto por parte de la cultura dominante como de la dominada. En principio, hay muertos. Personas martirizadas,  ejecutadas,   perseguidas,   vejadas.   Pero casi nunca es demasiada o suficiente la documentación que da cuenta de cada historia. Poco sabemos de la Difunta Correa más allá del tardío relato oral que le da existencia; nada de San La Muerte: su origen se pierde en la oscuridad de la leyenda y el mito. Pero ello no es óbice —más bien resulta un aliciente— para que con el transcurso del tiempo se vayan adicionando napas de relatos que las sustancian. En otros casos, como en el de los santorales tradicionales —San Expedito, la Virgen Desatanudos, San Jorge o San Benito—, se vuelven aditamento de un altar mayor, más o menos herético, que no excluye tergiversaciones de sus historias centenarias; o se pierden en el olvido, como sucede con la Santa Librada. Por otra parte, los cultos marianos son la regionalización del fervor religioso de la Virgen, que se manifiesta en diversos espacios histórico-sociales para recrear y dinamizar la creencia cristiana, a menudo amenazada, precisamente, por otros cultos populares considerados paganos. Un caso de ese orden se advierte en el énfasis religioso puesto por la Iglesia católica en la Virgen de Itatí ante el auge del Gauchito Gil y de San La Muerte en Corrientes. Pero en la mayoría de los cultos, que comienzan a encarnar en el último cuarto del siglo XIX en zonas de contacto cultural transido por tensiones de todo tipo —genocidios y etnocidios, oleadas inmigratorias, reconversión étnica y demás efectos del devenir civilizatorio que lla-mamos modernidad—, podemos datar con cierta precisión su origen. Desde Ceferino al Frente Vital, la retahíla de personas que padecieron violencias injustas señalan una constante que pone al enigma de la muerte sacrificial como momento inaugural del mito y del rito. El sacrificio consagra a la víctima. El hecho de ofrendarla mediante la violencia al mundo de los muertos donde habitan los ancestros deificados y los dioses hace que habite la memoria de los vivos como una entidad con la cual se ha de mantener algún tipo de tratamiento. Es decir, un conjuro, un ritual de estabilización que permita procesar el drama sagrado de la muerte trágica. El verdugo confiere con su acto el carácter sagrado a toda muerte producida, a menudo injusta; aunque no siempre hay verdugo: a veces la sola muerte violenta, acaso accidental o producto de las circunstancias, propone cuerpos sacrificiales al martirio. La separación entre el cuerpo, a veces vejado, castigado en tanto portador del mal que acarreara en vida, o, por el contrario, martirizado por sus virtudes inocentes, y el alma, que por aquel acto se ve purificada y dispuesta a ascender a deidad, abre el camino a la potestad de la víctima de conectar con lo sagrado volviéndose sacra ella misma”.

Frente a la diversidad incógnita e inconmovible de estas millones de devociones, que a veces se excluyen y otras veces se entrecruzan, que sintetizan y sincretizan los cánones de las religiones oficiales ¿qué pensará hacer la izquierda? Seguramente –imagino- no habrá de considerarlas nuevamente el opio de los pueblos, pero seguramente deberá ocuparse alguna vez, con verdadera seriedad militante de esta verdadera avalancha del tercer milenio, se trate de “paganismos”, “religiones”, “sectas” o “conjuros”, de héroes o mártires. Es una buena tarea política, ideológica, epistémica, teórica. Un verdadero desafío. Del otro lado están los coachings, los libros de autoayuda, los veganismos, el individualismo y las respetabilísimas diversidades que no tallan en la materialidad de esta descomunal realidad objetiva y subjetiva, presente y multitudinaria. Para que se entiendan, la tarea político argumentativa es que estos fieles incorporen contradicciones históricas fundamentales, asuman su condición de clase en sí y para sí, introduzcan a sus horizontes de proyección vitales otras dinámicas y antagonismos que en modo alguno son incompatibles con sus creencias de base. Esto parece claro. Si “redimir” es salvar o liberar, esa tarea bien puede ampliar la mira de estas devociones y politizar la existencia de contradicciones fundamentales y secundarias en una sociedad profundamente injusta. Aquínno juega Soros desde su progresismo disolvente. Aquí sólo hay un pueblo, el que sufre violencias injustas, muertes sacrificiales, opresióny explotación. Hablamos de millones de seres humanos. Hay un océano de voluntades a las que se debe llegar, conjugar, agrupar y al menos sembrar la idea de lo material que se encuentra en disputa.